Marie Marguerite Biheron o Marie Catherine Biheron (la misma mujer, otro nombre y otras fechas para nacer y morir 1730-1785/6) abrió un cuerpo humano para mostrar lo que había adentro. Era de cera pero parecía de carne. Pliegues gástricos y mucosa de laca creaban la ilusión orgánica con olor a sangre. Para lograrla tuvo que tomar prestados cuerpos muertos (robarlos o comprárselos a los militares, según el relato de los pasantes porque solo los hombres tenían el poder de la disección), soportar el hedor, la putrefacción inminente, esconderlos en su cuarto, o en el jardín entre vidrios (las escenas de la conservación varían según la voz que recuerda), y observarlos rojo –el primer color del que nace y el último que se ve en el lecho de muerte– hasta que en rimbaudiano vuelo las palomas escarlatas tronaran alrededor de su pensamiento y se quedaran en su memoria. Envilecer la materia con buen resultado para ofrecerla después. Obituario y festín.

Marie había creado un milagro anatómico: “modelos de partes del cuerpo absolutamente realistas que no se rompían (nunca reveló la fórmula secreta de su resina) y a las que nombraba en minucioso detalle en griego y en latín”. Pero, a pesar del  “milagro” y de algunos devotos, la Academia no la dejó entrar, Francia no permitía que las mujeres enseñaran anatomía. El despotismo de médicos y cirujanos (apenas un par de profesores la alentaba) dispuso su exilio. Se mudó a Inglaterra y se ganó la vida cobrando por mostrar la disección de sus maniquíes de cera. Los miércoles y por tres libras, los estudiantes (entre quienes estaba John Hunter, el cirujano escocés que publicó gracias a la anatomista francesa un acreditado artículo sobre el útero) se quedaban durante horas en su improvisado gabinete de fisiología. Taxidermia de hule.

Antes de la función privada y siguiendo el contorno del lápiz de Madeleine Françoise Basseporte, Marie, hija de un boticario sin dinero, había empezado a dibujar órganos (que veía en algunos libros y cuando podía colarse en alguna disección) tratando de imitar la precisión con la que Bassaporte dibujaba las nervaduras de las plantas. Pronto, aquellos figurines de anatomía artificial reclamaron una escultura propia. El cuerpo abierto que solo se veía chato exigía que sus partes internas con aristas voluptuosas pudieran moverse y reemplazarse a voluntad como en un curso intensivo de alucinaciones posibles. Mientras Marie perfeccionaba su obra –lo hizo durante treinta años–, y trataba de vendérsela a los reyes (el de Dinamarca y la emperatriz Catalina II de Rusia fueron algunos de sus clientes tardíos), mostró una vez un modelo innovador y esmerado de una mujer embarazada, con partes móviles y fetos que evocan a la muñeca de lana y cuero de color rosa, rellena de algodón acolchado de Angélique Marie Le Boursier-Du Coudray. Compartiendo siglo, otra mujer en Bolonia, Anna Morandi, madre de seis hijxs en cinco años de matrimonio con un profesor de anatomía,  reproducía en cera, además de sus propias siluetas seccionadas, vasos capilares y nervios. Fueron las científicas manos artesanas de las anatomistas sin jurisdicción, tramos de piel hendida cuando la cera es piel, las que revelaron el silencio oscuro de los monasterios mientras las digitalizaciones transparentes en el vidrio del día elegían distraerse –engañarse– en laureles de otros.