De un posible suicida que, cada año, decide pasar Navidad en una habitación de un hotel boutique de la Recoleta –solo, con una botella de champagne, dos copas y una vista de panorámica de bóvedas y tumbas– a la sensual y exuberante violencia del río Amazonas, en las cercanías de Manaos, Brasil, Andrea Baronzini enhebra piezas narrativas aparentemente inconexas que, en su conjunto, configuran una trama que es enigmática y vertiginosa al mismo tiempo. En su nueva novela Baronzini –escritora, ensayista y docente– maneja las tensiones del relato desde una primera persona algo perpleja. Un poco a la manera del Meursault de Camus, contempla la marcha del mundo como un sinsentido, como un simple engranaje de causas, consecuencias y azares. Ese desencanto existencial se traduce en un humor absurdo que Baronzini despliega en dosis justas. La mirada es la de una empleada de ese hotel boutique. El desasoiego que le provoca el posible suicida navideño se entrevera con una serie de personajes secundarios que danzan una danza extraña de catalepsias y bicicletas surcando lápidas, pequeños horrores cotidianos –como una araña apoyada en un televisior–, videntes y una sin techo que pernocta rotativa y clandestinamente en habitaciones del hotel.
En el medio, siempre, una prosa poética que se detiene en vacilaciones metafísicas. “Me dijo: es mi manera de estar en el mundo. Ella está muerta, pero el que soy yo frente a ella, todavía está vivo –escribe en la voz del posibloe suicida– . En fin, que a todos nos falta algo o alguien. Y sostenemos la vida con nuestras faltas a cuesta. Una pista de faltas. Me hacés falta. Estoy en falta. Faltó con aviso. Corrijan sus faltas. ¿Falta mucho? Tener la falta. Falta poco. No hace falta. Falta algo. Ni falta que hace. Mañana sin falta. Lo agarró en falta. ¿Una falta leve o grave? Faltó a la verdad. Una posta de faltas. Hasta que seamos nosotros mismos la falta del otro”.
Al promediar la novela, un curso de intercambio entre hoteles transporta a la protagonista a Manaos, y las zozobras del paisaje urbano psicologista de la primera parte muta bruscamente en una sinuosa crónica de viaje. Como el Amazonas y sus afluentes, el texto se multiplica en meandros de historias laterales –la leyenda de la cautiva, canoeros y baqueanos– y se desliza en una deriva selvática. Con citas a la cultura pop –del juego de la Play a series y películas–, sobrevuela el territorio legendario del Amazonas (los barones del caucho, el teatro de Opera, Fitzcarraldo y Herzog, las marabuntas, serpientes, cocodrilos y tarántulas) para acercar el foco y ubicarlo sobre las rutinarias vidas de dos personajes deliciosos: Luiz y Alcidez.
Baronzini impulsa su prosa de un modo neutro, nunca enfático, siempre coloquial, y resiste la tentación del apunte social o el subrayado de lo exótico. Más bien elige un tono onírico: “Andar en bote por el río no se puede describir. El movimiento te va haciendo entrar en un estado de fantasía que te hace creer que vas volando un bosque sumergido. Arboles muy altos crecen en medio del agua y se reflejan. Vas olvidando que el río hace de espejo y poco a poco vas deslizándote por arriba de las nubes”.
Un yacaré es devuelto al río; el bicho se sumerge velozmente en el agua, escribe Baronzini, “con la alegría del que no piensa ni odia ni ama”. La novela respira ese aire algo zen. La protagonista está en la búsqueda de algo, pero no sabe bien qué. Desde Recoleta hasta Manaos se transformó en una beatnik de río que anda y anda livianamente entre el asombro y la resignación. Escribe: “Cuenta Kostas Axelos que un hombre anduvo por años buscando la piedra filosofal. Frotaba cualquier piedra que encontraba por el bosque contra la hebilla de lata de su cinturón y la arrojaba porque no servía. Cansado por años de andar, llega a la casa de una anciana, que lo asiste con comida y agua. El hombre le cuenta su largo peregrinar y la mujer, con tristeza le dice: pobre hombre, la encontraste y la tiraste, ¿no te has dado cuenta que la hebilla de tu cinturón ya se ha convertido en oro?”. Y se pregunta: “¿Para qué puede servir un instante fugaz de felicidad si no te das cuenta de lo que estás viviendo?”.
Con una estructura que se sospecha circular (¿volverá a la gris recepción del hotel?), Balcón aparece melancólicamente suspendida entre la lata y el oro. Nadie lo percibe, pero la vida se escurre como arena en las manos: la del solitario del champagne y las dos copas y la de los sencillos habitantes de la selva. Y la de la protagonista, que asoma a un balcón donde no existe el juicio ni la moral. Apenas un inadvertido instante de fugaz felicidad.