Thelma y Louise, una película vieja pero entrañable para mí. Las películas, todos los hechos artísticos, terminan siendo experiencias que quedan ligadas al momento en el que estamos cuando nos topamos con ellos. Como un viaje. Voy a hablar de esa película como una experiencia a la que no creo que nadie pueda acceder si la ve hoy, ni siquiera yo. Especialmente yo.  

Era la época en la que Lavalle estaba atiborrada de cines, entre la 9 de Julio y el Bajo. Hacíamos dobletes con mi amigo Diego Gentile. En esa época estudiábamos teatro en la escuela de Agustín Alezzo. Incluso había un día al año en el que pagabas una vez y entrabas a todo lo que querías/podías ver. Nos íbamos con un menjunje absoluto en la cabeza. 

Volviendo a la peli. Me acuerdo de la euforia cuando la veía, volcada toda hacia adelante con los ojos grandes. Me acuerdo del envalentonamiento con el que salí del cine. Esa sensación de querer caminar por el medio de la avenida con el viento en la cara y que los autos te pasen por los costados o por donde puedan. Esa sensación de pasos grandotes mientras comentás la película, y hasta de dar algún que otro saltito para adelantarte un poco y agarrarlo al otro de frente para verle la cara cuando le hablás. De voz fuerte. De sonrisa enorme. De poder mirar a los ojos a los que pasan para contagiarles algo de eso que traés.   

Esas dos mujeres que finalmente no necesitaban de nada ni de nadie más. Que iban soltándose cada vez más de eso que habían dejado. Y cómo encontraban esas formas nuevas. Sucias. Desprolijas. Y con una libertad que quería yo. Que queríamos muchas, que seguimos queriendo. Esa dicotomía que genera el querer tener la casita con los chicos y el perro. Y la fobia que te da eso mismo. Esa estructura que te cobra fuerte todos los días. 

Lo que más deseaba que ellas tenían era esa honestidad. Una honestidad sin moral. Esa honestidad que se logra sólo cuando estás dispuesta a perder todo. Cuando pateás el tablero. Y entonces dejás salir todas las lagartijas de adentro porque total no hay mas nada que sostener. Y se te chorrean. Es tan poco negocio mantenerlas ahí adentro. Hay que alimentarlas. Es como estar bajo amenaza constante. Y mantenerlas escondidas es un laburo. De hecho, ellas, Thelma y Louise, no tuvieron vuelta atrás. De ahí no se vuelve. De mostrar las lagartijas. Ese es el final. Debe serlo. 

Sola en el colectivo, volvía a casa. Todavía brillante, trepada sobre el asiento de adelante por la excitación. Era de noche. Como después del horario de la cena. Los viajes eternos en bondi de la adolescencia y de la juventud. Peleando la ventanilla con el de adelante o el de atrás para tenerla un poco más abierta. Y las luces en la ciudad que te pasaban por la nariz. Qué pensaba, ni sé. Era esa sensación de esperanza. Esa sensación que amo que cualquier hecho artístico genere. Por favor, transmitime una mirada de mundo en el que es posible vivir y ser feliz o ser libre. Que para lo otro ya tenemos bastante. Cuando miré Bailarina en la oscuridad casi rompo el televisor.

Bajé del colectivo en Av. Libertador. Crucé. No era época de celulares aún y el tiempo era más largo. El tiempo era con una; era adentro, imaginando. Ahora es como si estuviéramos todo el tiempo mirando revistas en la peluquería. Ahora en vez de ver la vida de los de la tele, vemos la vida de todo el mundo. Es un poco así, ¿no?

Llegué a casa y todo se desinfló. La vida. El silencio. Mi papá tirado en el sillón con las luces apagadas, un vaso de vino eterno en la mano. Que te saludaba ladrando. Y el ladrido le patinaba. 

Tenía esos aparatos en la cintura que te daban una descarga en la panza para que se te tense el músculo sin hacer gimnasia. Era de los primeros. Era como un cinturón ancho con una perilla y una lucecita roja que se prendía y apagaba. Era como un Terminator o Arturito. O algo en el medio. 

 Y yo tratando de mantener el estado que me había dejado la película en esa casa oscura. En la que se había muerto mi mamá no hacía tanto. En la que sentía esas soledades glaciares que me congelaban el alma, me suspendían las sonrisas, me achicaban el latido. Mi hermana dormía atrás de una puerta de madera con un agujero que hizo alguna vez un puño en medio de una pelea. Me metí en mi habitación angosta. Era tan angosta. Y me acosté boca arriba a mirar el techo. 

Tirarme al medio del cañón del colorado en un descapotable celeste de la mano de una compañera era, lejos, la mejor opción en la que podía pensar.


Lorena Romanin es dramaturga y directora. Nació en Buenos Aires en 1974. Se formó con Agustín Alezzo Carlos Gandolfo, Julio Chávez y Andrea Garrote. Complementa sus trabajos como dramaturga y guionista con estudios en el IUNA donde cursó la Licenciatura en Puesta en Escena. En 2000 debuta como directora de teatro con Recordando con ira, de Osborne. Luego dirigió Soy minoría, Julieta y Julieta, Esa sensación horrible de no haber intentado lo suficiente y Paraguay, entre otras. En el año 2007 se despierta su interés por la dirección de cine. Entre 2009 y 2010 escribe, dirige y protagoniza Plan V, la primera sitcom web de temática lésbica en Latinoamérica. Se realizan dos temporadas de doce capítulos premiadas en varios festivales internacionales. En este momento se puede ver dos obras suyas: Como si pasara un tren, en el Centro Cultural Recoleta (Junín 1930, martes a las 20.30) y Todo lo posible, en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960, domingos a las 20).