Las condiciones de la inesperada aparición de Burning –el último largometraje del maestro coreano Lee Chang-dong– en la laberíntica oferta de Netflix es sintomática: no se trata de una producción propia y el origen geográfico dicta automáticamente su condición de “periférica”; ergo, no hay promoción y su lugar en la pantalla principal de la plataforma es prácticamente inexistente. Sin embargo, esta película, estrenada mundialmente hace un año en el Festival de Cannes, aparece consignada en los primeros lugares de casi todas las listas de los mejores títulos de 2018 según la crítica especializada, y en su aparentemente diáfana estructura de thriller se oculta una inteligente reflexión sobre la sociedad coreana, en particular, ciertas angustias ligadas a la condición de los más jóvenes, y un aún más complejo y estimulante trabajo alrededor de la construcción de las ficciones literarias y fílmicas. Burning, sexto largometraje en la filmografía del escritor y cineasta nacido en Daegu, Corea del Sur, es su primera creación cinematográfica en ocho años luego de Poesía del alma y sólo había podido verse en nuestro país gracias a un par de proyecciones en el Festival de Mar del Plata. Basada muy libremente en Quemar graneros, un cuento largo del japonés Haruki Murakami incluido en el volumen de relatos El elefante desaparece, la historia encuentra a Jongsu, un muchacho que ansía transformarse en escritor profesional, caminando por las calles de Seúl sin destino fijo. Es entonces que se cruza con Haemi, una chica que trabaja como promotora y que afirma ser su ex compañera de escuela en Paju, una ciudad rural cercana a la frontera con Corea del Norte. Lo es, desde luego, aunque Jongsu no logra asimilar su rostro al nombre propio. ¿Lo es? Esa es apenas la primera de una serie de incógnitas, que no hacen más que acumularse y solaparse luego de un imprevisto pedido de ayuda. Haemi, fresca, directa y muy “atrevida” según los parámetros tradicionales de una cultura como la coreana, le pide al protagonista que cuide su departamento y a su escurridizo gato durante un viaje a África, planificado desde hace tiempo. A su regreso, el deseo, que había quedado instalado como un virus, encuentra un freno en Ben (al actor coreano-americano Steven Yeun, fácilmente reconocible por su papel en The Walking Dead), un muchacho de clase acomodada que ha comenzado a salir con la viajera y cuyo placer íntimo, según su auto confesión, es quemar invernaderos en zonas rurales durante la quietud de las noches.
Lee Chang-dong, cuyas películas Peppermint Candy (1999) y Oasis (2002) lo revelaron como uno de los realizadores coreanos más importantes de su generación, conversó el año pasado con los periodistas presentes en el Festival de Pingyao, en China, donde también se exhibió su película. Allí, afirmó que “Jongsu representa a una mayoría de los jóvenes coreanos, una juventud que enfrenta presiones muy duras, como los problemas para encontrar empleo luego de graduarse. Claro que la percepción del personaje está marcada por su ambición de convertirse en escritor”. El actor que interpreta a Jongsu, Yoo Ah-in, es un nombre establecido en el cine coreano. Sin embargo, la coprotagonista, Jun Jong-seo, debutó en la pantalla con esta película y su interpretación es tan potente como misteriosa. Esencial, incluso. Para Lee, “su rostro posee un misterio particular, una cualidad que hace que el espectador no logre descifrar sus emociones o aquello que mueve al personaje. Todo eso era ideal para un rol como el de Haemi. En general, tiendo a decirles a los actores que no actúen. En lugar de detallarles cómo representar a los personajes o mostrar sus emociones, prefiero pedirles que se expresen a sí mismos de manera espontánea, a través de sus percepciones, de su propia comprensión”. ¿Qué oculta Haemi? ¿Esconde algo o es sólo el deseo coartado el que dispara las más improbables elucubraciones? Jongsu comienza a escribir una novela que toma en préstamo las circunstancias que ocurren alrededor suyo: ese particular triángulo que se ha formado junto a Haemi y su nuevo amigo, la relación con su padre, encarcelado por un pequeño conflicto entre vecinos que escaló hasta límites insospechados, el misterio de los invernaderos incendiándose. De pronto, alguien desaparece y el héroe comienza a perseguir un misterio cada vez más inasible, espiando e investigando, a veces a bordo de su camioneta, como si formara parte de un vértigo hitchcockiano. Es entonces que ficción y realidad comienzan a entrelazarse de manera tan fuerte que resulta imposible discernir una de la otra. ¿O acaso todo es una realidad paralela pergeñada por algún escritor?
Lee nació en 1954 y comenzó a publicar sus primeros cuentos y novelas en los años 80 –en pleno comienzo del fin de la dictadura militar y su progresiva conversión en democracia–, transformándose en un escritor prestigioso y con un importante éxito de ventas. Durante esos días en Pingyao, Lee describió el proceso que lo llevó a dejar de lado la máquina de escribir y tomar la cámara de cine como su herramienta creativa de cabecera: “La razón detrás de esa transición es bastante complicada. Pero para decirlo de la manera más sencilla posible: fue algo personal. En esa época, no podía dormir durante las noches pensando en cómo escribir una oración en particular. Así fue como me convertí en director de cine. Creo que la mayor diferencia entre una cosa y la otra es que cuando sólo escribía no tenía un margen lo suficientemente grande como para comunicarme con todo el público lector. La cuestión de la comunicación con la gente ha sido, desde siempre, la pregunta que más me persigue. Hay algo que el cine tiene en común con la poesía y es la posibilidad de transmitir ideas y emociones al tiempo que puede hacer evidente aquello que no es visible, lo que no es explícito”. La maestría del cine de Lee, quien filma de manera regular pero muy espaciada, es precisamente esa: sumarle a un relato siempre atractivo y muchas veces intenso y misterioso diversas capas narrativas, emocionales y sociales, poner en tensión diversos conceptos ligados a la masculinidad al tiempo que su protagonista se acerca (o aleja, dependiendo del punto de vista) a las respuestas a aquellas preguntas que no lo dejan en paz. La escena de Jongsu, Haemi y Ben frente al sol poniente y la danza de la chica en penumbras, mientras los altoparlantes del otro lado de la frontera disparan sus consignas, es unas de las conjunciones de imágenes en movimiento y sonidos más bellas que haya dado el cine reciente.