El uso de testimonios orales por parte de biógrafos e historiadores es una práctica de larga data, pero en 1970 George Plimpton pateó el tablero cuando se le ocurrió construir enteramente una biografía con testimonios orales de distintas personas. El libro se llamó Edie, y contaba la vida de Edie Sedgwick, niña bien neoyorquina devenida modelo y fetiche de Andy Warhol, luego drogadicta terminal, luego evangelista, luego causa perdida y por fin cadáver prematuro. Norman Mailer celebró el novedoso formato y dijo que era el primer libro que retrataba los años sesenta tal como estos pedían ser retratados. En plena era del Nuevo Periodismo, del periodismo “de autor”, la biografía coral surgió casi como su contracara: la invisibilidad del autor resultaba más eficaz a la hora de retratar a personajes muy públicos, de los cuales se decían muchas cosas, muy contradictorias entre sí.
Hunter Thompson sin duda calificaba en esta categoría. ¿Por qué? Porque, en los años sesenta, tiró un ácido en la ponchera de la realidad estadounidense, puso a todos a alucinar y les hizo ver en ese trip lisérgico que el American Dream era una pesadilla de la que nadie quería despertar. Tom Wolfe había dicho famosamente que el Nuevo Periodismo era el arte de convertirse en la mosca en la pared. Hunter Thompson le contestó que el periodismo gonzo prefería ser la mosca en la sopa. Hay quienes dicen que Hunter fue el mejor periodista político de su tiempo. Hay quienes dicen que fue el mejor prosista de su tiempo. Y hay quienes dicen que un ácido nos queda rebotando adentro entre diez y quince años hasta que se extinguen sus últimos efectos. Estados Unidos aguantó esos quince años con los dientes apretados hasta que prescribió el ácido que Hunter le había tirado en la ponchera, y entonces se sumergió en los años reaganianos, con Thompson exitosamente desactivado.
Hunter iba a cumplir sesenta y siete años cuando se suicidó en 2005. “Veintitrés más que los que necesitaba, veintitrés putos años de parodia”, había comentado poco antes. Les ahorro la cuenta: 2005 menos veintitrés da 1982, y Reagan había asumido la presidencia a fines de 1981. “El día en que Hunter muera, todos nos haremos instantáneamente viejos”, repetían cuando eran jóvenes todos sus cofrades de generación. Pero se pusieron viejos mucho antes de que él muriera y perdieron rápido la paciencia con aquel bufón que seguía en su trip de los sesenta.
Hunter venía de Louisville, Kentucky. Las tres grandes industrias de Louisville son las destilerías, las tabacaleras y los laboratorios farmacéuticos. Y, como es leyenda, no hay escritor que se haya metido adentro tanto alcohol, tanto humo y tantas drogas como Hunter Thompson. Algo que no le importaba que se supiera; al contrario: “Soy el único ciudadano estadounidense que no tiene nada que ocultar. Soy el presidente que Estados Unidos necesita”, declaró una vez. Y cuando le preguntaron cómo podría ser presidente con todo lo que se había metido adentro, él respondió: “No hay otro ciudadano de este país que haya experimentado semejante combinación de sustancias. La sabiduría obtenida en el proceso es también única. Y me capacita en forma única para la tarea de presidir Estados Unidos”.
Una de las ironías de la carrera de Hunter fue que viviese lo suficiente para ver desdibujarse todos los finales espectaculares que anticipó para sí mismo (morir andando en moto con los Hell´s Angels, o de sobredosis en Las Vegas, o cubriendo una campaña presidencial, o describiendo la retirada estadounidense de Vietnam). El intento bombástico de Johnny Depp por darle a su ídolo un gran final, con aquel cohete en forma de peyote que envió los restos de Hunter al espacio exterior delante de trescientos invitados (costo total del funeral: tres millones de dólares), es un mal chiste. Yo prefiero mil veces como final para Hunter el libro de Carroll: una biografía coral que es el texto más gonzo que leí en mi vida, entendiendo por gonzo aquello que Hunter Thompson hacía como nadie.
Elizabeth Jean Carroll, más conocida como Betty Jean, o simplemente E. Jean Carroll, fue una de las pocas buenas plumas femeninas que logró abrirse camino en la Rolling Stone, territorio tan chauvinista o peor que el rock & roll que supo celebrar, así que Betty Jean emigró pronto de ahí a las revistas Playboy, Esquire y Outside, donde escribió piezas legendarias sobre la diferencia de los sexos. Invitada por la revista Elle, firmó durante veinte años la columna para mujeres más popular y más premiada de su país, llamada “Ask E. Jean”, una combinación de consultorio sexual, sentimental y existencial, hoy convertida en página web, tan legendaria como el paso de Betty por el periodismo. Pero mi momento favorito de su carrera es esta biografía que hizo de Hunter Thompson en los años ´90.
¿Cómo puede ser buena una biografía publicada diez años antes de la muerte de su biografiado? Solo el tiempo permite contestar esas preguntas, y el tiempo contestó: mirando retrospectivamente la vida de Hunter Thompson, esos últimos diez años (como los diez años previos) fueron sólo más de lo mismo. Cuando Hunter se suicidó, Jann Wenner, el dueño de la Rolling Stone, encargó (y después firmó) una enorme biografía coral llamada Gonzo, que publicó con bombos y platillos. El libro tenía el doble de páginas que el de Betty Jean y había contado con muchos más recursos de producción; sin embargo, sólo resultó una pálida versión alargada del libro de ella.
Corrían tiempos distintos a éstos cuando Betty Jean Carroll publicó su biografía, y su manera de tratar el chauvinismo de Thompson fue celebrándolo paródicamente. El libro trabaja en dos niveles: por un lado, tenemos los capítulos biográficos, con el formidable armado coral de los distintos testimonios que consigue Betty Jean, y por el otro, tenemos un relato en primera persona de una tal Laetitia Snap, ornitóloga cautiva en el rancho del “doctor” Hunter Thompson, obligada a escribir la biografía de su captor. Betty Jean logra hacer un libro trágico y cómico a la vez y exhibe una endiablada habilidad verbal en ambos registros: las distintas etapas de la vida de Thompson pasan vívidamente frente a nuestros ojos en los capítulos testimoniales y la triste realidad de sus años finales es retratada con el pulso hilarante y frenético con el que el propio Hunter se retrataba a sí mismo en sus libros. Betty Jean Carroll construyó para su querido amigo un libro sin igual, que aprovecha lo mejor que tienen la literatura y el periodismo, y que pinta de cuerpo entero a ese practicante de ambos géneros que fue Hunter Thompson, en su genialidad y en su decadencia, en sus defectos y en sus hallazgos.