No hemos podido precisar por qué, pero aquella primera lección dictada por Paul Valéry el viernes 10 de diciembre de 1937, en París, al hacerse cargo de la Cátedra de Poética en el tradicional Colegio de Francia, fue también la última. De modo que ese agudo y lúcido texto, que nos enorgullecemos de haber presentado a los lectores de nuestra lengua (Introducción a la poética, Rodolfo Alonso Editor, 1975), ha venido a constituirse por su carácter (transcripción de lo emitido en aquella única clase), en un auténtico testimonio. Y, al mismo tiempo, por los alcances y las relaciones de lo que en estas líneas tratará de aludirse, también en una evidencia.
Aunque es bien sabido que Paul Valéry (1871-1945), sin duda uno de los poetas y de los intelectuales más significativos del siglo veinte, admirador y discípulo de Stéphane Mallarmé, fue también uno de los más límpidos y rigurosos teóricos de los problemas de la palabra y del lenguaje, no dejará acaso de sorprender en quien fue considerado (no pocas veces peyorativamente) algo así como el pontífice de la poesía pura, leer allí párrafos como éstos: “Acabo de pronunciar las palabras valor y producción. Me detengo en ellas un momento.” // “Por eso destaco ese préstamo de algunas palabras de la Economía; me será quizá cómodo reunir bajo los solos nombres de producción y de productor, las diversas actividades y los diversos personajes de los cuales tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin distinguir entre sus diferentes especies. No será menos cómodo, antes de especificar que se habla de lector o de oyente o de espectador, confundir todos esos supuestos de obras de todos los géneros, bajo el nombre económico de consumidor.” // “Sin insistir en mi comparación económica, está claro que la idea de trabajo, las ideas de creación y acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se presentan muy naturalmente en el dominio que nos interesa.”
Muchos de sus protagonistas no lo recordarán. O preferirán no recordarlo. Pero una de las consecuencias más deletéreas de la Guerra Fría, en los medios intelectuales, la constituyó probablemente el obcecado maniqueísmo, la pérdida de los imprescindibles matices, aquella “vil guerra / del descrédito, de la malicia, de la / ceguera de célula / o sacristía” a la que supo aludir tan cabalmente Pier Paolo Pasolini. En ese contexto, me resulta ampliamente gratificador que haya sido precisamente Jean-Paul Sartre, uno de los pioneros de la literatura comprometida, quien a la afirmación entre injuriosa y despectiva de que “Paul Valéry es un pequeño burgués”, supo responder –no sin lucidez inclusive ideológica– “Sí, pero no todos los pequeños burgueses son Valéry.”
Si aquel ambiente, más de prejuicio que de confusión, hubiera permitido pensar, no sólo con libertad sino especialmente con justicia, o simplemente razonar, hubiera sido quizá posible asumir que mal podía tildarse apenas de idealista, desentendido o conformista a quien había sido capaz de afirmar, por ejemplo, que “Bajo este nombre de espíritu no entiendo en modo alguna una entidad metafísica; entiendo aquí, muy simplemente, una potencia de transformación...” Para añadir, poco más adelante, “En particular, el espíritu crea el orden y crea el desorden, porque su cometido es provocar el cambio.”
Y es precisamente en este contexto histórico que hoy nos abruma, bajo el feroz totalitarismo de mercado y el desolado imperio globalizador de la bien bautizada (por Guy Débord) sociedad del espectáculo, que sólo nos imagina como consumidores acríticos, cuando quizá estamos en condiciones de poder comenzar a evaluar con otra perspectiva, más fecunda, aquel visionario diagnóstico que Valéry supo efectuar hace ya más de ocho décadas, ¡en 1932!: “Se han creado símbolos, existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Estos métodos tienden a suprimir el esfuerzo de razonar.”
Y, también, con no menos apabullante premonición: “En fin, de todas maneras, estamos circunscritos, dominados por una reglamentación, oculta o sensible, que se extiende a todo, y estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad. // ¿No son, ésas, condiciones detestables para la producción ulterior de obras comparables a las que la humanidad realizó en los siglos precedentes? Hemos perdido el ocio para madurar, y si nosotros, los artistas, nos observamos íntimamente, no encontramos ya esta otra virtud de los antiguos creadores de belleza: el propósito de durar.”
No se trata, pues, a mi modesto entender, de cambiar simplemente el signo del malentendido, y convertirnos ahora en adoradores incondicionales de lo que antes pudo llegar a parecernos dudoso o descartable. El pensamiento de Paul Valéry es una auténtica potencia de transformación, trata de ceñirse a la razón y de dirigirse a la razón, y sería entonces absurdo considerarlo a priori como dogma, favorable o enemigo. Es en nuestro propio provecho, como intelectuales y como hombres, y aunque no coincidamos en algo o aún totalmente con él, que nos conviene reiniciar, retomar o continuar un diálogo abierto y creador con un pensamiento de ese nivel, que no se propone congelarse en una u otra dirección sino, por el contrario, nada menos, que provocar el cambio. Sospecho, y no sin buenos motivos, que la lectura de su Introducción a la poética (Alción, 2011) constituye una buena oportunidad de volver a dar el primer paso.
Rodolfo Alonso: Poeta, traductor y ensayista.