El periodismo de noticias argentino sigue, en su mayoría, fascinado con el contraste entre la vida pública y la privada de los violentos. En las coberturas sobre el sextuple crimen de Hurlingham, que claramente es una masacre de violencia machista, se plantea esa pregunta que a esta altura clausura las verdaderas razones: ¿Por qué lo hizo? ¿Que hay en su mente? ¿Está loco? ¿Poseído? ¿Es celoso? ¿Le leyó el whatsapp? Como en el cuádruple femicidio de La Plata ocurrido el 27 de noviembre de 2011, donde la trama invitaba a la fabulación más descarnada y el número de víctimas multiplicaba los ejes de atención (cuatro vidas para escudriñar hasta el hartazgo), el microscopio afina allí donde no importa y esta masacre vuelve a desplegar el manual de la cobertura sin ninguna perspectiva de género, como si lo único que importara fuera entender qué hace de un compañero de trabajo tranquilo un asesino serial. Y volviendo a cargar las tintas sobre ellas, las que pudieron haber provocado que al asesino “se le suelte la cadena” o “le agarre la loca” como se dijo en videographs y titulares.
A menos de un mes de un nuevo Paro de Mujeres, los medios no parecen estar preparados para dejar de preguntarle a las víctimas qué hicieron para merecer tanto castigo. A la manera grosera de Mirtha Legrand, quien ya repite como muletilla y casi al borde de la provocación “¿y vos nena qué hiciste para que él te pegara?” cada vez que tiene enfrente una mujer que le relata violencia por parte de un varón, las instrucciones incluyen siempre la espectacularización de los hechos, como si no fueran lo suficientemente trágicos en si mismos, y la fascinación por personajes a los que se quiere etiquetar cual tests de personalidad del Facebook. Como con el anestesista que la semana pasada molió a golpes a una mujer y dijo haberlo hecho en medio de una convulsión, la letra se agranda en la pregunta que menos importa: “se habían conocido por Tinder”, “trabajaban juntos y estaban tomando crack desde hacía cinco horas”, y la misma víctima, postrada en una cama de hospital con la cara destrozada, respondiendo los requerimientos de una tribuna poco empática, frivolizada, abusiva.
Diego Alberto Loscalzo, empleado ferroviario de Metrovías, mató a Romina Maguna, con quien ya no mantenía una relación amorosa pero convivía bajo el mismo techo, a dos hermanos de ella, Vanesa y José Eduardo Maguna; a la madre de Romina, Juana Paiva; y a su concuñado, Daniel Darío Díaz, e hirió de gravedad a una embarazada de nueve meses, Mónica Lloret, cuyo bebé falleció, a la hija de 12 años de Lloret y a una vecina y amiga de Romina, Cinthia López. La balacera, que realizó con la 9 milímetros reglamentaria de Romina (quien se desempañaba como oficial del Comando de Patrullas de la policía bonaerense), tuvo dos momentos diferentes, uno en la casa que compartía la familia junto a lxs dos hijxs de ella y luego, en la puerta de la casa de Juana Paiva, a la que Loscalzo se trasladó para seguir con la matanza. Según declaró Diego, hermano de Romina que estaba de viaje el domingo, a Primer Plano TV, Loscalzo trabajaba en la Federal, le dieron de baja de la fuerza por un caso de gatillo fácil, y guardaba su arma reglamentaria en la casa que compartía con su hermana, hecho en el que nadie indaga ni machaca del mismo modo que se buscó a la madre del asesino o sus compañeros de trabajo, quienes, una vez mas (y van… ) declaran que era un tipo tranquilo y de perfil bajo. Violento y controlador desde el minuto cero de la relación, como todo el entorno insiste en aclarar a la prensa que consulta, Loscalzo no había sido denunciado formalmente pero sí tenía una presentación en una comisaría que no fue ratificada pero que debería constituir un antecedente. Además, Diego Maguna aseguró que en 2011 Loscalzo intentó matarlo de un tiro en la cabeza con la misma 9 milímetros con la que evidentemente está tan familiarizado. Según un relevo de La Casa del Encuentro, entre 2009 y 2015, al menos 116 femicidios fueron cometidos por uniformados, activos o retirados. En la amplia mayoría de los hechos, los asesinatos fueron ejecutados con armas de fuego y hasta la mitad del año pasado, según una nota de Mariana Carbajal en este diario, 222 efectivos de fuerzas nacionales debían dejar a sus superiores su arma reglamentaria al finalizar su horario de servicio por estar denunciados por violencia contra sus parejas o ex. Pero en la mayoría de las provincias no hay ninguna reglamentación que les restrinja el uso del arma cuando regresan a su hogar. Sin embargo, la búsqueda va por otro lado: Luis Novaresio le preguntó a la madre de Loscalzo si sufría algún tipo de trastorno, Pablo Duggan aseguró que “nunca fue violento” e Infobae transcribió un mensaje que Romina publicó en su Facebook como supuesto causal de la matanza. Toda la persecución y finalmente la captura, su posterior declaración (que tiene hiv, que lo abusaron de niño, que vendió el arma en una villa) se transmitió en tiempo real y con los condimentos del programa de chimentos, que mide con la misma vara los golpes, la inseguridad, las colas del verano y los femicidios, como si fueran parte del paisaje, como si pudieran reducirse a una mera escena de celos de una parejita conflictiva, como si la televisión no fuera parte fundamental de esa red que teje violentos desde niños que además de impunes serán tratados como BUSCADOS de algún western conurbano, o cancheros irresistibles como el anestesista Gerardo Billiris, que ni señalado ni acusado, se muestra como un modelo y se insiste en su perfil seductor. Nada nuevo bajo el sol de los medios, pero que se vayan enterando que el tetazo, el recrudecimiento de la violencia machista y el Paro de Mujeres del 8 de marzo no son hechos aislados, son síntomas de un onda expansiva que no se lee al unísono y con las claves de un feminismo que pisa cada vez más fuerte y sobre seguro.