Desde Río de Janeiro
Hoy Jair Bolsonaro cumple exactos 125 días como presidente del país más poblado y de economía más fuerte de toda América Latina. Y entre los cerca de 220 millones de brasileños no hay uno solo - ni siquiera el mismo capitán presidente - que sepa cuál es su programa de gobierno. Todo lo que se ha visto hasta ahora son el proyecto de una muy drástica reforma del sistema de jubilaciones, otro igualmente drástico relacionado a la seguridad pública, y montañas de iniciativas aisladas que no apuntan hacia otro blanco que el más voraz retroceso jamás experimentado por Brasil. Ni siquiera en la dictadura militar, entre 1964 y 1985, se retrocedió tanto.
Hay datos alarmantes en todos los sentidos. En el primer trimestre, por ejemplo, la producción industrial retrocedió 2,2 por ciento con relación al último trimestre de 2018. Y marzo la caída ha sido dramática: la industria retrocedió un asustador 6,6 por ciento.
En los cuatro primeros meses del año el precio de la gasolina experimentó aumentos del 30 por ciento. El desempleo creció diez por ciento, y en el primer trimestre un millón doscientos mil brasileños perdieron sus puestos de trabajo. Entre desempleados, subempleados y quienes no logran más que trabajos intermitentes ya se alcanzó la marca de 38 millones de brasileños. Hay más: en los últimos tres años, desde que empezó el juicio político que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, Brasil volvió al mapa mundial el hambre, del cual había sido sacado por Lula da Silva.
En los primeros días de mayo el ministerio de Educación redujo en hasta 46 por ciento el presupuesto de las universidades federales, que podrían paralizarse en septiembre por falta absoluta de recursos. También la educación básica sufrió un recorte de, en algunos casos, 42 por ciento. El ministro Abraham Weintraub advierte que el objetivo es hacer con que las universidades dejen de ser “antros ideológicos con estudiantes en pelotas corriendo por los pasillos”. Bolsonaro había prometido encoger los recursos destinados principalmente a filosofía y a las ciencias sociales, argumentando que mejor será concentrarse en actividades “que traigan retorno de los recursos aplicados”, como ingeniería, medicina y veterinaria. En resumen: la idea es que quien quiera estudiar literatura o arquitectura, por ejemplo, que se busque una universidad privada.
En lo que se refiere al medio ambiente, el ministro Ricardo Salles –quien fue condenado por la justicia por haber alterado áreas de protección ambiental cuando era secretario del mismo sector en el estado de San Pablo– promete cambios radicales en las reglas para disminuir la extensión de los parques naturales protegidos.
Cada día, sin excepción, el presidente o alguno de sus ministros ofrece muestras de una capacidad infinita de absurdo y ridículo.
El viernes pasado, por ejemplo, luego de distribuir las más elevadas condecoraciones concedidas por el gobierno brasileño a dos de sus hijos e integrantes de su gobierno, Bolsonaro hizo declaraciones enfáticas saludando la primera exportación de paltas brasileñas a la Argentina. De los problemas enfrentados por Brasil, puro silencio.
Pocos días antes, había defendido una reforma en la legislación actual autorizando que un propietario rural que tenga sus tierras ocupadas asesine al intruso. O sea: la propiedad privada vale más que la vida, denunciaron juristas de todos los niveles y tinturas. El presidente se limitó a asegurar que de la seguridad de los propietarios rurales depende la producción agrícola.
Dentro del gobierno, estos primeros 125 días sirvieron para –además de exponer la irremediable incapacidad de sus integrantes, sin excepción– profundizar la grieta entre los militares y los “ideólogos”. La segunda categoría está integrada por los discípulos de un astrólogo que, sin haber siquiera concluido la secundaria, se autonombró filósofo, Olavo de Carvalho, que es capaz de detectar amenazas comunistas hasta en paletas de frutilla (por el color).
En esa disputa, Bolsonaro deja cada vez más visible su preferencia por los “ideólogos”, cuyo ultra-conservadurismo hace que los que no sean de extrema derecha pasen a ser tratados como adversarios peligrosos. El sector militar, que sería una barrera para frena los desmanes del presidente, no muestra tal capacidad. Nadie parece capaz de contener al presidente y a su clan familiar.
La duda que se extiende cada vez más y crece consistentemente es hasta cuándo aguantará el país. Más allá de la estagnación de la economía, es palpable el desastre del retroceso.
De los casi 150 millones de electores brasileños, 57.797.073 optaron por Bolsonaro el pasado octubre. Otros 47.039.291 prefirieron Fernando Haddad, del mismo Partido de los Trabajadores que Lula. Y 42.465.252 anularon sus votos, o votaron en blanco, o se abstuvieron.
Es decir, casi 58 millones votaron en el actual presidente, y casi 90 millones no.
¿Cuándo se arreglarán esas cuentas?