El 4 de mayo de 1793, durante uno de los momentos más álgidos de la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre con el apoyo de la Convención promulgó la Ley del Máximo. Establecía precios fijos a los alimentos para terminar con la especulación y la suba de los precios, que calificaba de “criminal”. A los que incumplían con las requisitorias de esta ley los guillotinaban. Los revolucionarios fundadores de la República no creían en dejar el mercado librado a sus propias fuerzas.
En la Argentina políticas serias de control de precios hubo durante varios gobiernos y siempre se enmarcaron en una enorme tensión social. El gobierno peronista surgido en 1973 sufrió inconvenientes de escasez programada de productos buscando el aumento del precio. La falta de azúcar, por ejemplo, fue crónica. Por eso no es casual que después del golpe de Estado de 1976 el ministro de economía José Alfredo Martinez de Hoz en su discurso programático de asunción haya puesto como uno de los ejes de su gobierno “la libertad de precios”.
Desde la recuperación de la democracia en 1983, hubo muchos intentos de estabilización de precios que acabaron muy mal. Raúl Alfonsín intentó el Plan Austral pero terminó anticipadamente su gobierno corrido por la hiperinflación. El más exitoso fue sin dudas el Plan de Convertibilidad de Carlos Menem y Domingo Cavallo, que se sostuvo a fuerza de achicar el mercado interno, generar una enorme desocupación, vender gran parte del patrimonio de la sociedad argentina y fabricar deuda en forma crónica.
El gran conflicto del 2008, el que se inició con las retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias, fue un decidido esfuerzo por controlar el precio de los alimentos que empezaban a cotizar a valor dólar. A modo de antecedente nadie puede desconocer desconocer las maratónicas sesiones en el Senado de la Nación donde Lisandro de la Torre, en septiembre de 1934, denunciaba a los monopolios extranjeros por fijar arbitrariamente los precios de las carnes argentinas.
Según el antológico ingeniero Álvaro Alsogaray, ministro de Arturo Frondizi y de José María Guido y consejero económico de Menem, la Ley de alquileres de 1921, promulgada durante el primer gobierno radical, fue la génesis del infortunio nacional. Esta ley convalidaba una fuerte queja del conjunto de los inquilinos retrotrayendo el valor del alquiler al monto vigente en enero de 1920. La norma fue para Alsogaray el puntapié inicial de un largo período de violaciones de todos y cada uno de los paramentos liberales. Para refrendar su posición, recogió literalmente el alegato del Presidente de la Corte Suprema entre 1905 y 1929, Antonio Bermejo, quien sostuvo la inconstitucionalidad de la Ley de alquileres. Bermejo declaró que “si se reconoce la facultad de los poderes públicos para fijar el alquiler, habría que reconocerles la de fijar los precios del salario”. Agregó que “la vida económica de la Nación quedaría confiscada en mano de legislaturas o congresos hasta caer en un socialismo de Estado”.
Es de imaginar lo que habrán sentido los conservadores cuando, con la llegada del peronismo al poder, se cumplieron todas sus pesadillas. El peronismo fue antilberal desde sus inicios y creyó fuertemente en las políticas de control de precios y regulación del mercado. El IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) fue creado en 1946 con el objetivo de regular los precios de los productos agropecuarios y financiar a los productores. Se encargaba de la exportación y de garantizar una defensa del salario mediante el cuidado de los precios de los alimentos. Tuvo el objetivo estratégico de intentar el desarrollo industrial transfiriendo recursos desde el agro. Solo unos meses después se promulgó la Ley 12830 cuyo eje central fue establecer precios máximos a los productos de primera necesidad. Su articulado detalla las mercancías susceptibles a ser incluidas en la ley: alimentación, vestido, vivienda, construcción, alumbrado, calefacción y sanidad. Asimismo, conservó la facultad de declarar el carácter “esencial” de cualquier bien o servicio que influya en el costo de vida popular. En su argumentación hay una expresa condena a los monopolios.
Todo el poder del Estado se comprometió en esas medidas, y aun así, fue extremadamente difícil de implementar. Muchos productos comenzaron a escasear, se descubrieron galpones llenos de mercaderías escondidas en la espera de venderlos cuando subieran los precios, se incentivó la creación de un mercado negro para poder conseguir esos productos. La reacción del gobierno fue furibunda: hubo una campaña nacional contra el “agiotismo”. Con ese objetivo se creó una Policía Económica y las unidades básicas recorrían mercados controlando los precios. El momento más tenso fue en 1953, cuando la presión inflacionaria amenazaba las conquistas salariales. Desde el mítico balcón de la Casa Rosada Perón se dirigió a la multitud y declaró la “guerra a muerte” a los especuladores”.
El golpe de 1955 dejó sin efecto de inmediato estas leyes, y argumentó que las causas de la inflación estaban en no dejar al mercado en libertad. Sin embargo la inflación ya no se detuvo y creció año tras año. Llegó al 113 por ciento durante 1959 en el gobierno de Frondizi.
El plan de Precios Esenciales del gobierno de Cambiemos ya está en marcha. Se basa en un presunto “pacto de caballeros” para congelar poco más de 60 productos. Sin embargo, la historia argentina demuestra que si se quiere cuidar el consumo popular, más que ir al mercado como caballeros hay que ir con la caballería.
Esa entelequia llamada mercado es tal vez uno de los grandes mitos de la cultura occidental. Los liberales y todos sus herederos contemporáneos siguen repitiendo la leyenda de Adam Smith de que los precios son regulados por una mano invisible. Si se la deja en libertad, tiende al equilibrio. Ese mercado ideal no existió jamás. De hecho todos hemos podido ver a lo largo de la historia argentina de quién era esa mano y cómo se metía los billetes en el bolsillo.