En una Texas dorada por el sol y fotografiada hasta su máximo de belleza, dos hermanos se dedican a robar bancos. Son robos pequeños, algo torpes incluso, que se concentran solo en el cambio y dejan los billetes grandes. Hay algo de euforia y de locura en la forma en que los dos festejan al final de un golpe, algo de esa alegría del robo como justicia contra los poderosos que construyó el cine, pero los golpes de los hermanos contra distintas sucursales del mismo banco son menos espontáneos de lo que parece: se trata del mismo banco que está por ejecutar la granja que heredaron de su madre, endeudada hasta el día de su muerte, pero que a pesar de todo les dejó esa tierra donde se acaba de encontrar petróleo.
Sin nada que perder (2016), que tiene algo de noir y otro tanto de western -o más bien coquetea con el género desde lo visual y desde ciertas referencias explícitas, de cierta autoconsciencia que no deja de ser irritante- está escrita y dirigida por un escocés, David Mackenzie, cuya película más conocida quizás sea Perfect sense (2011), una insoportablemente solemne historia de ciencia ficción en la que una epidemia asolaba al planeta Tierra y privaba a las personas de sus sentidos, uno por uno. En ese contexto dramático Ewan McGregor y Eva Green se enamoraban al ritmo del relato en off de la actriz, poético y sentencioso. Quizás algo de esa manera de procesar el cine de género con cierta pretensión, como dotándolo de belleza desde el exterior más que confiando en su propia potencia, está presente en Sin nada que perder, que deslumbra por sus planos infinitamente pensados y posados pero puede generar el deseo de que esos golpes de belleza se apaguen para dar lugar a una narración más fluida, más preocupada por desplegar a sus personajes que por hacerlos posar contra los fondos de pantalla de la historia del cine.
La película parece embelesada con su propia creación, una Texas decadente sembrada acá y allá de carteles que ofrecen soluciones a los ciudadanos endeudados, granjas semi abandonadas y las bombas que extraen el petróleo como única promesa de dar el batacazo y salir de pobres-en ese sentido, el casino cumple un papel tan importante como la tierra-. Por eso toda la aventura de los hermanos adopta matices dramáticos y urgentes: uno de ellos, Tanner Howard (Ben Foster, cargado de mohínes hasta el punto de que por momentos se tiene la impresión de estar viendo a Zack Galifianakis), está en libertad condicional y está jugado; el otro, Toby (Chris Pine), solo quiere velar por una ex esposa y dos hijos casi adolescentes que apenas lo toman en cuenta, para evitarles el destino de penurias al que parecen condenados. Obviamente la película logra que nos pongamos del lado de los hermanos y su causa, pero un sheriff interpretado por Jeff Bridges se va a interponer en el camino de los dos hasta llevarlos a un desenlace que recuerda (incluso demasiado) al de Humphrey Bogart en High Sierra (1941), de Raoul Walsh.
Sin nada que perder es mejor que la mayoría de las películas, casi deslumbrante y algo caricaturesca al representar un territorio de justicia por mano propia donde todos están armados, al punto de que en uno de los golpes de los hermanos Howard, un montón de ciudadanos en camionetas persigue a los tiros a los ladrones incluso antes de que llegue la policía, y Tanner tiene que dispersarlos a fuerza de disparos de ametralladora. Entre tantas virtudes, quizás la mejor manera de explicar su costado irritante sea observar que tiene música de Nick Cave, lo que da cuenta de un modo de aproximarse a los géneros mediado por una mirada más intelectual y refinada que busca y resalta en ellos, sobre todo y antes que el sentido, la poesía.