Revisando archivos, encuentro un artículo para este diario escrito en mayo de 1992, titulado “Reflexiones sobre la Feria del Libro”. Leer un texto de hace 27 años siempre llena de nostalgias, pero éste se valida, descubro, por su notable actualidad.
La Feria del Libro porteña siempre convoca ilusiones y esperanzas, y ya entonces mi artículo las enumeraba, si bien el acento de la nota estaba puesto en “la realidad brutal de este país (...) Un contexto cultural francamente desolador, todavía sin Ley del Libro, con los monopolios papeleros vigentes, e imposibilitados de exportar y recuperar los mercados que tradicionalmente hicieron del libro argentino no sólo un vehículo de cultura sino que además produjeron divisas”. Y también recordaba que “en los años 70 la Argentina todavía dominaba el mercado hispanoamericano del libro. En 1974 nuestro país exportaba libros por valor de casi 40 millones de dólares anuales mientras que en 1984, dictadura mediante, se bajó a sólo ocho millones. En 1988 la industria en democracia, dada la perversidad de nuestra economía, apenas mostró una tímida recuperación: ese año se exportaron libros por valor de 12,5 millones de dólares. Pero lo más terrible fue el desmoronamiento del mercado interno”.
Cualquier dato comparativo actual, ya avanzado el Siglo 21, no es muy diferente y ello debido a esa especie de continuidad de las penurias nacionales. En aquel 1992 ésta era la mirada hacia atrás: “Cualquiera sabe que hace diez, quince o veinte años un tiraje normal de cualquier novela argentina era de por lo menos 3 mil ejemplares. Hoy escasamente se llega a los mil, y hay editores que se ‘arriesgan’ tirando 500 ejemplares, y muchas veces mediante la asociación con el autor, que debe pagar todo o parte de la edición”.
La Feria entonces, como en este 2019, era “un maravilloso pero desdichado espectáculo de un pueblo que quiere leer pero no puede. Una vez más comprobamos la sistemática destrucción que viene sufriendo nuestra industria editorial. Una vez más ratificamos que nuestra clase dirigente continúa sin darse cuenta de que la cultura es prioritaria para la democracia”.
La pregunta que sobrevolaba aquella nota también mantiene vigencia: “¿Qué energía maravillosa tenemos los argentinos, a pesar de todo, puesto que dados los tiempos que corren hay que reconocer que esta Feria es, en sí misma, un acto de heroísmo? Porque organizar, concretar, hacer cosas y arriesgar en la Argentina de hoy es algo asombroso, conmovedor”. Escrito en 1992; válido en 2019.
Y seguramente porque hubo un período (2003-2015) en el que la industria editorial y la lectura florecieron, y la Argentina tuvo un potente Plan Nacional de Lectura, hoy podemos resistir a lo que subrayábamos hace un cuarto de siglo: “la impactante pérdida de lectores”. La industria editorial argentina siempre se las ingenió para renovarse, estimular la producción y buscar nuevos lectores, o sea lectores no tradicionales.
Quizás por eso el ensayo fue el género símbolo de aquella Feria de 1992, y mi afirmación de entonces era de entusiasmo y esperanza por la conjunción de ficción y ensayo, simbolizada en el libro por lejos más leído de aquel año: el magnífico Soy Roca, de Félix Luna. Libro que me parece que hoy casi nadie lee.
En esa nota y sobre aquella Feria afirmaba también –quizás equivocado, juzgo hoy– que “calidades aparte el Ensayo es cada vez más un género para ricos, y a ellos parece estar dirigiéndose: a los que están en el poder o en la lucha por el poder; a los que buscan consejos económicos; a los que necesitan hacer amigos o buenos negocios”. Lo cual en sí mismo, sostenía, podía no tener nada de malo, pero “en el contexto de nuestra desculturización y del vacío espiritual a que nos somete el remate del Estado y la pérdida de identidad, es una muestra de que también en este campo la sociedad argentina se degrada: los libros son cada vez más un artículo para ricos, la gran mayoría de los argentinos –siempre tan lectores– ahora ya no pueden comprarlos y por lo tanto se embrutecen más y más”.
Aquel texto ya advertía “que las editoriales argentinas no tienen ninguna culpa de esto. Simplemente han tenido que reconocer este fenómeno, del cual es imposible escapar. Y es por eso que a pesar del esfuerzo de unos poquísimos editores todavía enamorados de la buena literatura ésta viene siendo, Feria a Feria, la gran perdedora, la gran ausente. Más allá del fantástico esfuerzo que significa realizarla y mantenerla año con año”.
Releído aquel texto y en dominguero y lluvioso camino a la Feria, me confieso íntimamente persuadido –para utilizar ese verbo tan caro al querido Raúl Alfonsín– de que si hay algo que seguro se repite en la Argentina es la tragedia. Pero también la esperanza. Sobre todo la de que alguna vez se termine el suicidio colectivo de esa porción de nuestro pueblo que inmortalizó Arturo Jauretche en un apotegma memorable: “La clase media es experta en resucitar cada tanto a sus verdugos”.