ATENCION: este artículo contiene SPOILERS sobre “The Last of the Starks”, cuarto episodio de la temporada final de Game of Thrones.
La pregunta quedó instalada poco después de que el cuerpo de Lady Melisandre se desparramara en la nieve de Winterfell: ¿Y ahora qué? Después de la tensión rompenervios, la extendida carnicería y la jugada maestra de Arya Stark para eliminar al Night King, ¿qué esperar del siguiente episodio de Game of Thrones? ¿Cómo sostener el ritmo después de semejante momento en el historial de la serie? Por otra parte, la última temporada no ofrece muchos resquicios: tratándose de solo seis capítulos, David Benioff y D. B. Weiss no podían darse el lujo de mandar uno de entera “relajación”, sobre todo teniendo en cuenta que los dos primeros ya tuvieron suficientes diálogos, reencuentros y posicionamiento de personajes. Resuelto el asuntito del Ejército de los Muertos, la trama debía volver a lo que se dijo por acá hace un par de semanas: al aspirante helado le tocó perder, el juego de tronos debe resolverse entre los players que quedan en pie. Y el tablero es complicado.
De manera inevitable, “The Last of the Starks” fue de menor a mayor. Arrancó con un funeral multitudinario cuya humareda dejó claro cuánto se perdió en el Norte, y un banquete posterior que comenzó con el mismo tono ominoso pero fue ganando intensidad a medida que corría el vino, y los sobrevivientes se animaban a celebrar una victoria pírrica pero victoria al fin. La clave de lo que vendría estuvo en palabras de Tyrion: “Los derrotamos a ellos, pero todavía tenemos que lidiar con nosotros”, le tiró a Davos, y fue quizá el mejor resumen de un episodio que volvió al juego político. Fue La Gran Rosca de los Siete Reinos, con quince minutos finales que dejaron dos nuevas bajas de peso. Bueno, tres si se cuenta al pobre Ghost, al que Jon exilió más al norte sin siquiera una palmadita de agradecimiento en el averiado lomo.
¿Qué hubo antes de esas caídas? Contrastando con el anterior, habrá quien sostenga que en este episodio “no pasó nada”, y sin embargo aquí hubo mucho más George RR Martin que en la Batalla de Winterfell. El árbol genealógico de Jon Snow empieza a ser un secreto a voces, y los cruces de análisis entre Tyrion y Varys tuvieron más sustancia que un año entero de A Dos Voces. Sansa y el Perro dialogaron sobre por qué ya no es el “pajarito” de King’s Landing, pero eso ya había quedado claro en la mirada que lanzó la colorada cuando Daenerys anunció el nombramiento de Gendry Baratheon: ahí no vio un homenaje al tipo que forjó las armas de vidriagón, sino una pieza movida en el ajedrez de poder. Su charla posterior con Tyrion también mostró un olfato que antes tenía solo para los dulces.
Como contrapartida al entretejido político, los guionistas Benioff & Weiss y el director David Nutter concedieron una generosa cuota de romance. O algo así. Adiós a las pretensiones del pobre Tormund sobre Brienne, que terminó enredada con Jaime Lannister –y luego con el corazón tan roto como el del Wildling-; Arya fue más letal que con la daga a la hora de cortarle el rollo enamoradizo a Gendry con el mismo “Yo no soy una dama” que una vez le dijo a papá Ned, y después se fue en plan “vamos a patear culos por ahí” con The Hound; oficialmente disuelta la Guardia de la Noche, Sam admitió sin ningún conflicto la ampliación de la familia con Gilly. Y Daenerys y Jon volvieron a hacerse carantoñas pero de modo interruptus: no por esa cuestión del vínculo sanguíneo sino, otra vez, por la rosca.
Si la cosa empezó a desmadrar con la inexplicable aparición de Bronn en pleno Winterfell (está bien que estén todos un poquito cansados pero... ¿puede llegar hasta allí tan tranquilo un general de Cersei, con una nada disimulable ballesta cargada en la mano?), el último segmento volvió a demostrar lo flojos de papeles que andan en el campamento Targaryen/Stark a la hora de la estrategia. Después de Blackwater y de la última paliza por parte de Euron Greyjoy, ¿a nadie le pareció mala idea acercarse a King’s Landing en barcos? Si el mismo Jon apuntó que Rhaegal no estaba para hacer el viaje, ¿por qué exponerlo y sacrificarlo de esa manera? Hasta para quienes detestan a Cersei, la exigencia de rendición pareció una payasada: Qyburn tranquilamente podría haber contestado “Muchachos, hace cinco episodios tenían tres dragones y una legión de soldados, ahora les queda uno algo machucado y ese triste montoncito de Inmaculados en la inmensidad frente a las murallas donde tenemos ocho Scorpions y mil arqueros... ¿y los que se tienen que rendir somos nosotros?
La respuesta, se sabe, no fue esa, sino una algo más cruel. Jamás se entenderá por qué Missandei, que en la batalla contra los muertos fue enviada a refugiarse en la cripta, estaba en cubierta de uno de los barcos de guerra Targaryen enviados al muere. A la pobre morocha no la salvó ni el sentido discurso de Tyrion a Cersei, que con todas las cartas ganadoras en la mano le dio vía libre a The Mountain para repetir el momento Ned Stark. Amarga ironía, después de tanto disfrutar su liberación la consejera y amiga de Daenerys murió encadenada. Cuando Jaime abandonó su ciudad caía la primera nevada del largo invierno, pero ahora brilla el sol para la reina Lannister y el loco Euron: arengada por el último “Dracarys” de Missandei, la cara de bronca de Khaleesi en el final no presagia nada bueno, le da la derecha a algunas apreciaciones de la Araña sobre la salud mental de los Targaryen.
Así, faltando apenas dos episodios para el epílogo, “The Last of the Starks” dejó claro que la fuerza bruta puede servir para voltear dragones, pero el Trono de Hierro también es cuestión de mano política. Y en ese sentido hay unos cuantos que se parecen demasiado a Jaime Lannister.