“En este mismo instante, en su anacrónico refugio de Almagro, entre gatos y libros, está escribiendo la canción más melancólica y perfecta. Como un conjuro, como una queja, como un pedido, como una salvación... Una canción que probablemente nunca conoceremos”. La pluma tranquilamente podría definir un día en la vida de Alejandro del Prado. Le pertenece al periodista Mariano del Mazo quien, junto al cineasta Marcelo Schapces, precisamente dirigió y guionó El eslabón perdido, documental en (y sobre) la vida del esquivo y genial cantautor porteño, que espera su estreno el público hoy en Circe (Córdoba 4335). “Tanto Marcelo como yo hemos sido testigos de la cantidad de material inédito que tiene Alejandro. Y también de la cantidad de canciones que va corrigiendo día a día. Temas como “El sospechoso”, una canción extraordinaria que le dedicó a Fabián Polosecki, o “El aparecido”, están ahí, esperando ver la luz algún día”, refuerza Del Mazo, empalmando con la cita inicial, escrita al final del trabajo.
“Son temas que a veces canta. Hace poco, incluso, salió editado un outtake de un disco de Marcelo Mercadante, en el marco de un homenaje a Raúl González Tuñón, y así nos enteramos de la maravilla que Alejandro hizo con ‘La pieza donde velaron a Eloísa’... ¡Hay que musicalizar un poema que en un momento dice ‘permanganato y ácido bórico’!”, sigue el periodista ante PáginaI12, posicionado en una de las ideas-fuerza del film: las resistencias del protagonista a grabar. A dar una materialidad a sus versiones y creaciones. En efecto, Horacio del Prado –pianista y periodista, hermano de Alejandro– también intenta una explicación al caso, ya dentro de la narración. “Creo que mi hermano tiene un rechazo por la materialidad, por eso no ha grabado tanto. No sé, ser su hermano es como ser el hermano de Maradona”, dice y banca, mientras su sobrina Malena, hija del protagonista, encuentra la explicación en la persistencia de ideales de “hippie total”, que llevaron a su padre a no transar.
La intervención de ambos, más el recuerdo permanente del dibujante Calé (Del Prado padre), el nietito de Alejandro, que su madre tiene en brazos durante toda la entrevista, el testimonio del mismo Del Prado, y las apariciones constantes de Susana –su mujer, fallecida en 2007– le imprimen al documental otra de sus ideas-fuerza: el tono casero, cálido y familiar. “El testimonio de su hermano Horacio y su única hija, Malena, creo que vertebran el conocimiento más genuino de un temperamento bien complejo y además es el anclaje afectivo. Por otra parte, Alejandro fue atravesado por dos dramas tremendos: la pérdida de su padre, Calé, cuando él tenía solo 8 años, y la muerte joven de la compañera de toda su vida, madre de su hija y música permanente en casi todos sus proyectos artísticos”, explica Del Mazo.
Entre los pocos músicos que aparecen en el documental figuran Rodolfo García y Dani Ferrón, junto a quienes Del Prado armó uno de sus tantos proyectos fugaces e inconclusos: el trío PosPorteños. Luego, ambos serían parte de la última banda de Luis Alberto Spinetta. “Nunca hubo intención de juntar a Dani y Rodo con Alejandro –cuenta Schapces–, aunque si lo hubiésemos intentado habríamos chocado con esa suerte de imposición de la imposibilidad que flota a lo largo de la película y que probablemente sea parte de la personalidad de Alejandro”. Una personalidad que, traducida a música, emerge en canciones que van hilando el relato por un carril paralelo: “Para que los gorriones vuelvan”, “Aquella murguita de Villa Real”, “Tanguito de Almendra”, la inédita “El eslabón perdido”, “Doña soledad” (con Del Prado en el rol de guitarrista de Alfredo Zitarrosa) o “Los locos de Buenos Aires”, la mayoría de ellas muñidas por esas melancolejanías insertas en el genotipo espiritual del hombre de la urbe portuaria.
Por ese cruce entre tango, murga, Beatles y rock and roll, que Del Prado supo y sabe absorber, catalizar y transformar en lenguaje propio. “Le pusimos El eslabón perdido porque su música es un eslabón entre muchas estéticas populares. Para empezar, de las dos grandes músicas que le cantaron a Buenos Aires: el tango y el rock. Pero también es un eslabón que linkea con la murga, el fútbol, el folklore, y con la puesta al día de las audacias del Serrat que musicalizó a Machado y a Hernández en los ‘70. Alejandro musicalizó a poetas de los más diversos orígenes y estilos: de Tuñón y Gelman, a Humberto Costantini, Osvaldo Ardizzone, Jorge Boccanera –otra de las voces del documental– o Vicente Muleiro... Siguiendo con los eslabones, creo que Alejandro se formó sentimentalmente en el primer y segundo peronismo que tan certeramente retrató su padre, le sumó la psicodelia de los ‘60 y explotó masivamente en la Argentina del regreso de la democracia, en los ‘80”, describe Del Mazo.
Del resto hay apenas cuatro discos, una vida, y setenta y cuatro minutos para refrendar algo poco visto por estos tiempos: Alejandro Del Prado es de verdad. “No sabemos qué piensa él del documental, simplemente porque no lo vio”, detalla el periodista. “Eso habla seguramente de alguna de sus fobias, pero también de su calidad artística, porque no tiene la vanidad clásica de los músicos y tal vez no le interese tanto verse en el espejo”. “Creo que las permanentes fintas y amagues que nos hizo fueron marcando por omisión los derroteros del relato, pero con Mariano sabíamos perfectamente con qué buey arábamos. Su conducta y genio propio nos motivó a unir fuerzas para narrar el documental”, concluye Schapces, que no solo fue manager de Del Prado durante treinta y cinco años sino también, fundamentalmente, su amigo. Y un amigo así, claro, no se tiene todos los días.