Eva Perón se convirtió en Evita no sólo gracias al dominio escultor de su esposo. Fue excepcionalmente intuitiva, sagaz y determinada. En ella se revela una mutación profunda que reduce el narcisismo para tornarse cada vez más una mediación, una agencia vicaria de otros y de otras. Sin duda, Evita hace su conversión desde una identidad colmada de lealtades a la figura de Perón, pero en el pasaje mismo de la mímesis con su causa, y tal como ella misma lo señaló tantas veces, se convirtió en la encarnación misma de las otredades que aguardaban reconocimiento. Las fórmulas de presentación corporal cambiaron cuando se entregó al trabajo en la Fundación –algo que le pidió a su marido que crease, sin que tenga nada que ver con ocupar el lugar de las damas de la Sociedad de Beneficencia, cuya extinción había sido decretada bastante antes del arribo de Perón. La inscripción en el organismo que llevaba su nombre le exigió un acatamiento a fórmulas menos superficiales sin que seguramente nadie se lo aconsejara. No eran épocas de demanda y mucho menos de sometimiento a consultores de imágenes. El austero rodete pasó a guardar la cabellera glamorosa, con ausencia de cualquier estrategia que hubiera decidido dotar así de mayor credibilidad a la ardorosa faena de atender a miles de gentes humildes. Las ropas se hicieron más severas, los modelos se inspiraron en atavíos menos lujuriosas. Los detalles prácticamente desaparecieron de su repertorio, se asistió al desuso creciente de sombreros, guantes, estolas, que al parecer cada vez la incomodaban más. Evita desarrolló su estadio público como si hubiera reflexionado acerca del límite en que debía permanecer su privacidad, incluido su cuerpo. Hay un enorme engaño si se piensa lo contrario, pues en Evita no hubo traslado hacia lo público de ningún ingrediente íntimo. Una muestra irrefutable es que ignoró su propia enfermedad e impidió que se hablase de ella, y estoy segura de que eso fue antes de que calara la idea de que era disfuncional para el gobierno cualquier información acerca del cáncer que la carcomía. Si el peronismo molestaba por los excesos unidireccionales, no se puede decir que eran los berretines privados de “esa mujer” lo que azuzaba la ira de sus opositores. Paradójicamente, la transmutación evitiana incrementó esos sentimientos hostiles, largamente compensados por el fervor de las masas. Si Eva Duarte de Perón hubiera transitado la vereda consagrada de las consortes convencionales, si se hubiera mantenido a la sombra de su marido, si no hubiera osado salirse del lugar que debían observar las mujeres, los atributos del odio tal vez no la hubieran alcanzado de la misma manera. Pero el colmo exasperante de “esa mujer” era su pretensión politizada y politizable a medida que crecía su intervención reparadora, la eficiencia que había conseguido en la sensibilidad de los seguidores del peronismo que oscilaban entre la identificación con el líder y la veneración a Evita. Pero no hay duda de que lo recíproco fue verdadero, de modo que el cabildo abierto del 22 de agosto de 1951 que culminó con el Renunciamiento, fue un entrañable contrapunto entre dos términos equivalentes de reverenciados. El amor a la causa de Perón, que recitó de modo redundante, cifró su significado mayor en la justicia social, verdadero sintagma escultor de Evita: “Compañeros, se lanzó por el mundo que yo era una mujer egoísta y ambiciosa; ustedes saben muy bien que no es así. Pero también saben que todo lo que hice no fue nunca para ocupar ninguna posición política en mi país. Yo no quiero que mañana ningún trabajador de mi patria se quede sin argumentos cuando los resentidos, los mediocres que no me comprendieron, ni me comprenden, creyendo que todo lo que hago es por intereses mezquinos…”. Ese discurso de agosto de 1951 fue un auto de fe que sólo podía subrayar el destino mediador que se impuso, la despojada construcción de sí, al punto de una confiscación de la carnalidad del amor por un impulso amatorio mucho más simbólico. En efecto, la evolución que la llevó a convertirse en la excepcionalidad de Evita, revela mucho menos la tarea escultórica directa de Perón, que el impulso irrefrenable de consolidar su gesta ocupando el lugar vicario de quienes lo interpelaban procurando justicia y reconocimiento. No se trata de una inmolación, sino de un acatamiento a sensibilidades y sentimientos que minaron su narcisismo y la llevaron al generoso estadio del verdadero sentido de lo político. Recordarla a cien años de su natalicio hace imprescindible el reavivamiento de nuestra sororidad con las determinadas, con las insurrectas que lidian por el incremento de derechos y por prerrogativas que alcancen a las mayorías, por las denostadas y perseguidas que no se doblegan, contra viento y marea.
* Socióloga e historiadora feminista.