La política es cuestión de ideologías y fuerzas sociales, de tácticas y estrategias, de negociaciones y compromisos, de luchas audaces y de agachadas que mejor no recordar, pero es, por sobre todo, asunto de pasiones. Por eso no puede hacerse una historia del peronismo sin tomar en cuenta los amores y los odios. Desde esa perspectiva, Evita se convierte en la figura central. Ella amó como nadie a los humildes de su tierra y también supo odiar a quienes le mostraron desde niña, negándole el reconocimiento, el desprecio por los más pobres que campeaba en las familias tradicionales de aquellos pueblos de provincia en que le tocó nacer.
Pero el odio de Evita, producto de aquella exclusión familiar y los desaires que sufriera junto a su madre en la infancia, no adquirió nunca la envergadura del que profesaron hacia ella los sectores dominantes de la sociedad argentina. No expresaba sólo el rechazo a la advenediza que se atrevía a ocupar un lugar que no le correspondía ni la indignación ante un discurso revulsivo que cuestionaba ese orden social basado tanto en los privilegios como en la hipocresía. Además de eso, como el coronel secuestrador del cuento de Walsh que odiaba tanto a Esa Mujer que en su afán de posesión estableció con su cadáver una relación casi amorosa, el odio hacia Eva de las señoras respetables estaba teñido de otros sentimientos: admiración y envidia por la mujer joven y bella que irrumpía con audacia, revelando con su presencia pública el sinsentido de tantas vidas sometidas a la reclusión doméstica del orden patriarcal.
Perón, formado en una institución como el Ejército que velaba por el comportamiento moral de sus oficiales, no ignoraba el rechazo que provocaría su casamiento con una actriz a la que no tardaron en atribuirse episodios considerados condenables por la sociedad pacata de la época. Sin embargo, el hombre que, excluido del poder días antes del 17 de octubre, pensó en la posibilidad de abandonar todo junto a ella, tuvo en esos días un gesto de transgresión y de grandeza casándose con quien sería la compañera de su vida.
Una sola vez en la historia de los presidentes argentinos, una actriz se había convertido en la primera dama. Regina Pacini, cantante de ópera nacida en Portugal, se casó con Marcelo T. de Alvear. Las señoras de la mejor sociedad no le dirigieron la palabra durante un buen tiempo, pero la situación no puede compararse a la vivida por Evita. En parte, porque Regina Pacini, aunque protagonizó iniciativas como la fundación de la Casa del Teatro, no intervino activamente en política, y, además, el marido presidente portaba uno de los apellidos más ilustres mientras el coronel de Evita –a quien después se atribuiría ascendencia indígena– no sólo era acusado de fascista sino que tenía la insospechada vocación de soliviantar a los trabajadores.
Es interesante recordar estos orígenes populares del matrimonio Perón-Duarte porque no siempre han sido reconocidos, como sí lo hizo con desenfado Néstor Perlongher: “Una actriz –así dicen–/ que se fue de Los Toldos con un cantor de tangos/ conoce en un temblor al general y lo seduce/ella con sus maneras de princesa ordinaria”. En esa historia se habrán reconocido muchas jóvenes mujeres argentinas. Cuántas habrán salido del interior provinciano para adueñarse de la gran ciudad... Algunas, las menos, lo habrán logrado, pero la historia de Evita las redime a todas. No sólo por su ascenso social junto al Presidente. No es eso lo que más importa sino que desde ese lugar ella reivindicó a todas, y muy especialmente a las más postergadas y olvidadas. Evita no fue sólo la abanderada de lxs trabajadores organizadxs a quienes dio un muy fuerte apoyo, fue también la esperanza de aquellxs que sobrevivían en las márgenes de la sociedad.
Por eso es injusto que se haya cuestionado como antiperonista La señora muerta, el cuento de David Viñas –escritor que vivió dramáticamente su polémica relación con el peronismo– cuya acción transcurre en la Buenos Aires paralizada por la muerte de Eva Perón. Luego de recorrer la larga fila de quienes esperan para ingresar al velatorio, el protagonista convence a una mujer de que lo acompañe en su travesía por la ciudad en busca de un hotel. Como todos están cerrados, el hombre expresará airado su enojo por los inconvenientes que le causa la muerte de la yegua, lo que provocará el alejamiento de la mujer indignada. Se ha considerado al cuento como antiperonista por la relación que se establece entre alguien que ejerce la prostitución y la figura de Evita, como si la devoción por su figura no hubiera alcanzado también a quienes habitaban la marginalidad.
No sólo los peronistas se conmovieron con la muerte de Evita. Menos de un año antes, Perón había sido reelecto con más del 60 por ciento de los votos. Sería equivocado creer que el tercio restante de la población participó en las conocidas expresiones de odio. Sólo los más gorilas -cabe la calificación aunque todavía no fueran llamados así- celebraron esa muerte que el pueblo lloraba en las calles. Más tarde, cuando la Revolución Fusiladora secuestró su cadáver, ese cuerpo se convirtió en el símbolo del odio de la oligarquía pero también de su impotencia: la minoría que estaba en el poder no podía ni siquiera tolerar que se manifestara públicamente el amor del pueblo por Evita. Símbolo de lo que el régimen no podía conciliar, la Evita de lxs trabajadorxs y lxs pobres será desde entonces cada vez más reivindicada por los grupos combativos del peronismo. También, para muchos, el primer paso para acercarse al peronismo fue el rechazo al antiperonismo y en ese proceso la identificación con Evita jugó un rol fundamental.
La revolución de las mujeres que hoy vive la Argentina reactualiza aún más la figura de Evita. La Abanderada de los Humildes fue, antes que nada, la líder de las compañeras, la mujer que las convocó a integrarse en la política y a participar más activamente en todos los órdenes de la vida social. La pregunta acerca de si Evita fue feminista tal vez tenga algo de anacrónico, pero no puede negarse que fue un antecedente fundamental. No volvamos a cometer el error de quienes negaron el sentido revolucionario de la obra y el discurso de Eva Perón porque no venía en el esperado envase de la cultura de izquierda. Hoy, cuando saludamos la irrupción transgresora de las jóvenes de Ni Una Menos, ¿cómo no asociarlas con el compromiso y el sacrificio de esa mujer que mostró el camino para avanzar en la lucha contra los privilegios y la dominación patriarcal? Naturalmente, lxs que integramos un movimiento liderado hoy por otra mujer tenemos aún más motivos para venerar a Evita. Así como quienes en su afán regresivo cuestionan más de 70 años de peronismo, herederos de quienes festejaron con champán aquel doloroso 26 de julio, tienen poderosas razones para lamentar que el ejemplo de Evita haya encarnado nuevamente en la Argentina de hoy.