Detrás del vidrio hay zarpazos que sacuden la guitarra, dedos como las patas de una inmensa araña que se mueven sin pausa sobre el diapasón del bajo, un cuerpo abstraído en la velocidad cuyos brazos golpean la batería como los de un pulpo furioso. La imagen que llega de Acorazado Potemkin, cuando su música queda encapsulada adentro de la sala de ensayo, es la misma que llegaría si uno se enfrentase a un animal en medio de su cacería. Hay en los movimientos de estos tres músicos una mezcla de plenitud, de dolor, de desesperación, de resistencia. Atravesar la puerta –o escuchar sus discos– es entender que todo eso fue traducido a un sonido lacerante cuyas fronteras se vuelven inestables a cada paso. Una suerte de punk de arrabal criado en la dureza del asfalto que hurgó en la mugre de la ciudad, que se volvió puñalada en medio del remolino, que aprendió a mimetizarse con los susurros mágicos de un río en calma. ¿Qué sucede entonces con esta banda inclasificable, que se mantiene desde hace diez años en estado de expansión?
“Hay una intención que estuvo desde el primer ensayo, una búsqueda de momentos que uno desea pero que no sabe si van a ocurrir. La afluencia de público en los shows, el respeto por el trabajo, los viajes, la búsqueda de una banda que sea original, reconocible, que la escuches y puedas decir: ‘estos son los Potemkin’. Todo eso empezó a pasar casi desde el principio”, dice el baterista Luciano “Lulo” Esaín cuando se cerró la primera parte del ensayo en la sala que la banda tiene en Villa Ortúzar. En una hoja de papel a tres columnas, anota las canciones con las que este viernes a las 20 en El Teatrito (Sarmiento 1752), van a festejar su primera década de vida, junto a The Tormentos como banda invitada.
El entramado que van armando no tiene ningún sesgo especulativo: nombran las canciones que necesitan tocar, que les resuenan más en este momento, y luego afinan el diagrama. “El orden, la dinámica, viene de las ganas de tocar las canciones en primer lugar”, asegura Esaín. “Después están las tensiones, los bloques de temas que pensamos para poder meter a la gente en un clima particular. McCartney decía que el show tiene que ser como una ‘W’, un camino de subidas y bajadas hasta la batalla final”.
En esa última frase que genera las risas de sus dos compañeros, el guitarrista Juan Pablo Fernández y el bajista Federico Ghazarossian, se esconde también una certeza que funciona como pacto implícito al interior de la banda: los tres confían en el trabajo sostenido y la transpiración como los motores de su buque de guerra. “No hicimos un camino en línea recta. Nunca fue una opción eso de querer ‘pegarla’. Siempre hubo mucho compromiso: salir a tocar por todos lados, mover los discos, las fechas”, dice Fernández. “Después empieza a aparecer un cariño mezclado con todo eso, una vuelta de las personas que escuchan la banda, y ahí ya no es lo mismo. Eso te da otra fuerza. Ahora estamos en un momento más que difícil, un contexto muy recesivo, con un gobierno que achica, que ajusta, pero el grupo sigue pensando en crecer. El esfuerzo es algo que estuvo presente en cada momento de la banda. Somos gente del rock independiente, siempre estamos proponiendo, arriesgando lo que tenemos”.
El riesgo aparece en Acorazado Potemkin desde el momento en que decidieron soltar amarras. Cuando se encontraron, llevaban ya una trayectoria consumada. No era difícil volver sobre las huellas de un mapa propio que los había llevado a dar con ciertos tesoros del rock vernáculo. Ghazarossian venía de fundar y formar parte de Don Cornelio y la Zona, Los Visitantes y Me Darás Mil Hijos; Fernández de estar al frente de la Pequeña Orquesta Reincidentes; Esaín de darle vida a Valle de Muñecas (banda en la que sigue militando) y Motorama. Pero de lo que se trataba para ellos –una vez más–, era de encontrar una nueva voz propia: no mirar hacia atrás y volver al campo de batalla.
“Armamos una relación honesta, franca, en lo personal y en lo musical. Nos permitimos incluso cierta dureza, porque sabés que la idea es ir para el frente. Si hay dos que deciden algo, listo, vamos para adelante. Confiamos en esa opinión. A veces le dedicamos todo el ensayo a un solo tema para que pueda salir. Con los años uno aprende a relajarse y dejar que las cosas sucedan”, dice Federico Ghazarossian, y hace girar la ronda de mate. “Lo bueno del grupo es que te dispara para otros lugares en los que no estabas pensando. La sumatoria de las energías hace aparecer cosas que no podías programar. Es importante no quedarse en tu chacrita, sino armar una chacra exponencial, que se sumen las de los otros. A partir de eso dejás que todo fluya, que explote”.
Aguafuertes extraviadas
La salida de su primer disco, Mugre (2011), los puso en escena con una crudeza valvular ya alejada de los sonidos experimentales del pasado. Una nube cargada de electricidad envolvía las canciones. Se trataba de postales malditas escritas desde los márgenes de la ciudad, desde fábricas escondidas bajo un manto de hollín, desde el fin de la noche, que hablaban de vínculos azotados, de la muerte, de fantasmas, de pérdidas inevitables. “Desde el principio creíamos que lo mejor a lo que podríamos aspirar era a tener un lenguaje abierto, que pueda ir mutando, que nos permita cambiar cosas”, asegura Fernández, y Ghazarossian lo completa. “Lo que me dice que todo va bien es cuando la música nos trae las mismas sorpresas que cuando grabamos Mugre. Necesitamos que haya una transformación para no aburrirnos. Cuando empezamos a componer el material de Remolino, nos dábamos cuenta que nos repetíamos en algunas cosas. Había temas largos, con esa cuota de psicodelia con la que ya veníamos, y buscamos que el efecto fuera otro. Acortamos el desarrollo, queríamos que fueran una piña”.
Las estocadas entonces se volvieron más directas. En Remolino (2014), su segundo disco –ganador del Premio Nacional en la categoría Rock y Pop, entregado por la Secretaría de Cultura de la Nación–, se ponía de manifiesto esa necesidad desde el comienzo. “A lo mejor”, el tema que abre, ponía las cosas en otro plano. La guitarra de Fernández, sin abandonar su esencia rítmica, se permite arreglos que son como tajos en la melodía. Su voz se corre de la cadencia de trovador tanguero y encuentra una potencia escondida. El bajo dispara líneas dementes que funcionan como mascarón de proa. Los coros de Esaín abren dimensiones lejanas. La nueva alquimia vuelve al disco ese cross a la mandíbula del que tanto hablaba Roberto Arlt, en cuyas palabras la banda parece hurgar para construirse a sí misma: una nave de canciones que son en realidad aguafuertes extraviadas, empujada por la prepotencia de trabajo.
“Los tres trabajamos para las melodías. Es lo que siempre estuvo adelante: ese juego de tensiones, de acordes o arreglos que aflojan, que plantean una intensidad”, asegura Fernández. “Las historias que se cuentan van detrás de eso. Hacemos un recorte que busca una emoción límite. Algo que está lejos del verso poético, lírico, pomposo, que es lo lindo que tiene Spinetta por ejemplo. Pero uno tiene que ir a lo que puede contar, a su manera personal de entender el mundo”.
–¿Con qué elementos tiene que ver esa mirada propia en Acorazado Potemkin?
Lulo Esaín: –Hay una cuestión de no ser “complacientes”, de seguir ese instinto propio en relación a la música que uno quiere tocar. Sin caer en fórmulas clásicas, fáciles o clicheras. No importa cuánto suene en la radio, si hay una gira o no por Europa. Somos chabones que anduvieron por los sótanos toda la vida. La música la vivimos como una necesidad.
Juan Pablo Fernández: –Ensayamos desde hace diez años tres veces por semana. Sabemos lo que vale un ensayo, la prueba de sonido, mejorar tus instrumentos, el cuidado entre los músicos. Estamos muy lejos de esa cosa deportiva, competitiva, marcial, que a veces aparece en el arte. Hay una parte que tiene que ver con la disciplina, una base que no depende de la magia ni del talento ni del don. Pero después te pasa que se te rompió el equipo y te quedaste cantando sin amplificación en medio de un show. Ahí se produce un efecto distinto, una comunicación distinta entre nosotros y con el público. Eso es lo lindo del arte, cuando aparece una emoción que te lleva para otro lado. Está bueno no tenerle miedo a esa emoción, a ese coraje que te hace quedarte sin red.
Federico Ghazarossian: –Y disfrutar de eso. El disfrute hace que tu cabeza llegue a un estado de honestidad, de amor por el trabajo. Siempre se trata de un tema nuevo, un ensayo nuevo, un recital nuevo. Todo el tiempo estamos moviendo emociones. Es el material con el que trabajamos.
–Si bien hay excepciones, sus canciones parecen estar más cerca del dolor que de la alegría. ¿Lo sienten así?
J. P. F.: –Lo que pasa es que no hay una sola emoción adentro de la canción. Cuando falleció mi hermano y escribí “Hablar de vos”, recibí muchísimos mensajes de gente que yo no conocía y que también había perdido a su hermano, diciéndome que no me caiga. Había alegría también en eso que me llegó, de alguien que me quería ver mejor. Cuando no tenés miedo de controlar las emociones, cuando permitís que se descontrolen, vuelven de infinitas maneras. Está el tipo que te acerca su libro de cuentos, la banda que te trae su disco, el que te paga el cachet sin problemas. En medio de una recesión, donde subimos nuestros discos gratis, la gente igual los quiere comprar. Uno nunca termina de dimensionar todo eso que pasa.
L. E.: –Podemos estar diciendo algo doloroso, pero cuando tocamos, eso se mezcla con lo que nos pasa arriba del escenario, con lo que nos gusta tocar. Abajo podés bailar o cantar a los gritos un tema que es un bajón. Nosotros escuchamos el aplauso y sabemos si está sonando bien, si el tema estuvo bueno, si se dieron cuenta la cagada que te mandaste antes de entrar al estribillo. Eso nuevo que sentís, que te vuelve como una ola de cariño, de reconocimiento a lo que estás haciendo, que tiene mucho que ver con tu entrega en el escenario, puede cambiar todo lo que sentías cuando hiciste la canción.
J. P. F.: –Ahí te das cuenta de que la banda se volvió algo más grande que nosotros.
Cumbres borrascosas
En medio de una canción en la que surge un arreglo imprevisto, que modifica el rumbo conocido, la banda no se detiene. Hay miradas y movimientos fugaces en los instrumentos para dejarlo a flote. La vuelta de la banda a la sala deja a la vista un modo de funcionamiento: arriba del barco no hay capitán. No hay una voz que se imponga para reordenar las piezas, sino un instinto de acompañar ese impulso que apareció. No hay tampoco en sus canciones un momento en el que las luminarias se posen sobre alguno. La posibilidad de exponer el dominio del propio instrumento queda relegada dentro de una suerte de manifiesto socialista, cuyas primeras líneas de acción podrían rastrearse en el motín entre los tripulantes del Acorazado Potemkin, cuando en 1905 se rebelaron contra la armada zarista. Son motivos que hacen imposible situar a esta banda dentro de esa enquistada idea del power trío. No se trata aquí de virtuosismo, sino de colaboración.
“El sonido de Potemkin tiene más que ver con una forma de laburar que con la búsqueda de un resultado. Nos pasó de estar en situaciones donde quizás no alcanza la plata, o hay dificultades de organización, pero con un compromiso, un entusiasmo de la persona que está armando el show. En esos momentos hay que decir que sí, sacarlo adelante”, asegura Fernández una vez que el ensayo concluyó, y Ghazarossian lo continúa. “Eso te hace entrar en otro circuito con la gente. Te abren la puerta de su casa, te invitan un asado, conocés a su familia. Vos después te empezás a reconocer en la música a partir de sus vidas personales”.
Esas experiencias acumuladas en los viajes de la banda fueron expandiendo los horizontes de la cartografía urbana en la que navegaban, que incluyó recitales en las unidades penitenciarias 31 de Ezeiza y 54 de Florencio Varela, presentaciones en Guadalajara, México y en los Festivales locales Music Is My Girlfriend y Festipulenta. La aparición de su tercer disco, Labios del río (2018), mostraba nuevos colores en el paisaje: los disparos en una frontera rural, el cielo estrellado en la noche, el contrabando desde los márgenes del río, platillos voladores. Una nueva bitácora en la que también se abren nuevas páginas desde lo musical: el disco incluye teclados, flautas, violines, versiones borrascosas de Lila Downs (“Semilla de piedra”) y The Beatles (“Two of us”). En esa última, la apropiación también se volvía una toma de postura desde la letra: en los versos donde McCartney cantaba sobre prender fósforos y abrir cerrojos para volver a casa, Fernández trastoca el curso y prende sus fósforos “hasta que cierre el bar”. Una relectura donde la “clave Potemkin” se exhibe desde todos los ángulos.
“Cuando elegimos un cover nunca termina de ser algo deliberado, sino más bien intuitivo. Casi sin querer vamos zapando en la sala hasta que pasa a ser un tema nuestro”, asegura Fernández. “Trabajamos con humildad sobre una idea que es de otro, que nosotros no la podíamos haber compuesto. Ahí aparece una responsabilidad sobre la letra, sobre cómo se canta, cómo se traduce. Yo creo que siempre es mejor tomarse un rato más de trabajo y encontrar una traducción que respete la melodía, pero en la que haya una forma nueva: decir esa misma letra desde acá, desde lo que es cada uno”.
–Incluso antes de que armaran Potemkin, los tres aseguraban que su música tenía que ver con una búsqueda de libertad. ¿Siguen encontrando esa libertad en el rock?
F. G.: –En el rock entran todas las vertientes posibles que te puedas imaginar. Le podés poner mil condimentos musicales y entran todos. Es como el peronismo (risas). Hay otros géneros como el jazz, o el tango, que tienen sus códigos inquebrantables. El rock no. Y eso está bueno, porque musicalmente no tiene una lógica. Podemos poner lo que sea. Ahí sigo encontrando libertad.
L. E.: –Está esa cuestión muy punk de empezar a tomar de todos lados. Toda la porquería que había dando vueltas en las ciudades, en el campo, en donde sea, termina adentro del rock. Esa idea de “lo hago como puedo, a como dé lugar”.
J. P. F.: –El rock es una gran coartada. Pero como en cada movimiento artístico también hay quienes se atan a fórmulas establecidas. Podríamos ir en busca de una libertad si hiciéramos valses peruanos buscando siempre la intervención personal, la interacción entre las personalidades para llegar a una canción que te represente más allá de los géneros. Se trata del coraje de ir hacia adelante, corriendo los bordes de lo que hacés. Siempre buscamos eso: aunque un disco o una canción no sean del todo nuevos, porque siempre está tu historia detrás, que se mantengan siempre frescos.