Tony tenía una vida perfecta hasta que la muerte prematura de su esposa vino a destrozarla. Así parece al menos en los flashbacks que los muestran juntos y divertidos, disfrutando de un vino en el sofá después de un día de trabajo. A Tony (Ricky Gervais) le gustaba hacerle bromas y ella siempre respondía con risas. La vida en pareja era una suma de momentos cálidos: la calma al final de un día, el perro que adoraban, la maravilla de estar juntos. La muerte es puro contraste en After life, la serie de Netflix que desgrana en seis episodios el durísimo proceso de duelo de Tony, que perdió lo que más le importaba en la vida y ahora no le importa nada. El perfil misántropo y corrosivo de Gervais es perfecto para el papel, porque a Tony se lo ve enemistado con el mundo, considerando la posibilidad del suicidio y decidido, una vez descartada esa opción, a destruirlo todo a su alrededor. 

Sin embargo, la serie se propone retratar el proceso de un duelo y parte de una base problemática, la de la construcción del amor como postal perfecta y del duelo como irrupción del mal en una vida que de otro modo, al parecer, no tenía mayores padecimientos. Al perder a su compañera, Tony parece haber sufrido una transformación que lo volvió un nihilista despiadado, amargo y hasta brutal, básicamente alguien que no entiende los límites permitidos para la expansión del dolor y todo lo traduce en veneno. La construcción del personaje es un poco la de lo que hoy se define como “persona tóxica”, ésa de la que es mejor alejarse porque funciona como un agujero negro de energías. La serie rodea a Tony de un pequeño universo de personajes situado en un pueblo de Inglaterra con el que demostrar la fricción que produce su dolor inmanejable: los compañeros de trabajo, el jefe que además es su cuñado, el padre internado en un geriátrico y senil, una prostituta que conoce en la calle y un indigente adicto son algunas de las personas a las que Tony primero aplastará con su amargura y después les tenderá una mano, al cabo de sucesivos aprendizajes. Además, el modo de indicar que Tony está por fin superando su duelo es plantearle un encuentro con una nueva mujer y la perspectiva de volver a formar pareja; una no quiere pasarse de feminista pero la idea de la mujer como tabla de salvación del varón, aparentemente romántica pero en definitiva utilitaria, no deja de hacerse presente. 

Aún así, el problema mayor de After life es que esos momentos de aprendizaje son tantos y están comprimidos en tan pocos capítulos que en la acumulación se transparenta una retórica, y el discurrir de la serie da la sensación de un proceso relativamente ordenado y lineal, más parecido a los doce pasos de Alcohólicos Anónimos que al después de una pérdida real. Y por ese motivo, la serie abandona bastante rápido su único recurso de comedia, este personaje de viudo misántropo y destructivo que decide, al revés del protagonista de The invention of lying (esa película donde Gervais descubría el potencial del recurso de la mentira, que todo lo mejora), que decir lo que una piensa todo el tiempo no es lo más conveniente ni lo más humano. La apuesta más interesante quizás esté en el intento de plantear el suicidio como tema y como modo aceptable de salir de una vida que no se soporta. Pero el suicidio de Tony se descarta rápidamente, y la cuestión se desplaza a un dealer pobre y adicto que en cierto modo sublima el deseo del protagonista de morir, y en definitiva deja entrever que la muerte es terrible, sí, pero algunas muertes importan más que otras, algunas se duelan largamente y otras apenas se registran, y frente ambas el dolor se debe acotar porque no hay nada más importante que no joder al otrx.