La santa, la puta, la militante, la actriz, la política, la enfática, la humillada, la injuriante, la loca, la frágil, la cancerosa, la rota, la renunciante, la montonera, la feminista, la subordinada, la queer, la trava, la laburanta, la sindicalista, la amable cuidadora de caniches, la de la gala europea, la impiadosa, la salvaje, la mujer del látigo y la abanderada de los humildes. Versiones infinitas. Caleidoscopio de la política argentina. Esa mujer. Inabarcable. Breve nombre, significante que estalla. Cada época política construye su Eva. Otra que la de la manzana, de ésta no dejamos de heredar. Si con aquella perdimos el paraíso por pura vocación de probar, con ésta imaginamos un hedónico cielo en la tierra. Nombre de la mujer original, nos priva de buscar cualquier origen, porque siempre el que nos corresponde, y el que queremos, es bastardo.
Esa mujer. Rodolfo Walsh imaginó un duelo por un cuerpo ausente -robado y ultrajado, carne de venganza para las clases dominantes. El cuerpo arrebatado es el nombre silenciado en todo el relato. El atardecer cae mientras dos hombres disputan por el secreto. Borges había escrito “Guayaquil” donde dos historiadores pugnaban por ser el investigador de los archivos de Bolívar y encontrar el secreto de ese otro duelo, el que habían sostenido dos hombres que conducían ejércitos por la independencia. Lo que en Borges son papeles, en Walsh un cuerpo desaparecido. Todo se anuncia allí. La tragedia y el río, la búsqueda insomne y el suplicio, pero también la Eva que los insurgentes montoneros querían llevarla como bandera a la victoria o hacerla bajar del cielo caminando por una escalera de huesos de algún militar ejecutado. (Recuerdo haber cantado algo así en los 80, cuando en la escuela secundaria inventábamos modestos homenajes al heroísmo castigado, y eran los huesos de Aramburu y nosotros adolescentes ya aburridos). Eva, la de aquellos militantes entusiastas, era la del pelo suelto y ropa informal y no la del rodete, la flor y el trajecito. Cuenta Cora Gamarnik que a la protagonista no le gustaba aquella foto. Demasiado informal. Prefería la gala de la imagen que usa en el libro que fue pieza de pedagogía política y cívica.
Leónidas Lamborghini hizo estallar la voz de La razón de mi vida. Hizo cortes, suprimió, escandió. Estrujó frases hasta hacerla rezumar la furia y la aspiración insomne a una vida redimida. Mujer rota pero no escrita por Simone. Aún Cristina Banegas actúa esa Eva de Lamborghini y su cuerpo es médium de un oleaje, de un mar que irrumpe, de una tormenta. Pero también está la Eva loca de Copi y la puta que recorría los arrabales en la escritura de Néstor Perlongher. Son algunas de las Evas de un culto trava y sudaca, maricón y plebeyo, que imaginan el cuerpo deseante al tiempo que hacen escuchar una voz rota. Horacio González escribió en el exilio brasileño un libro que ahora llega traducido por la Universidad Nacional de Córdoba a las librerías argentinas: Evita. La militante en el camarin. Libro que es un poco ficción y un poco ensayo, escritura de fronteras, más allá de los géneros. Quizás la Eva que conmueve es esa de los desplazamientos, la que huye de toda consagración. No la que acepta los honores.
El peronismo es honorífico, ritual, celebratorio. Construye santorales y Tomás Eloy Martínez se arriesgó a titular Santa Evita. Pero también es paródico y carnavalesco, y mina y corroe la solemnidad de sus propias celebraciones. Peronista es ir a Los Toldos y peronista es reescribir la marcha para convertirla en una canción feminista y abortera. Le robo a Carlos Godoy una intuición genial: podemos hacer la lista de todo lo que es peronista, y esa lista es más infinita que las imágenes de “El aleph”. Él le llama a eso: Escolástica peronista. Volvamos a Eva, entonces. A la infinita sucesión de imágenes que esta semana poblaron las redes, a todas las fotos y dibujos y poemas y fragmentos de discursos, y escenas de obras de teatro y de películas, y rituales ante la tumba y en la casa, y el Museo con su nombre, y los libros sobre su figura, y los suplementos de los diarios, y las canciones y las calles, hasta llegar al título de La izquierda diario: “Hace cien años nacía Eva Perón, una figura controvertida”. Cada quien hizo su acto o produjo su distancia, pero inolvidable la muchacha que migró del campo a la ciudad para hacer radioteatros y terminó siendo la clave de un país. Daniel Santoro la pinta cuidando niñes pero también azotándoles, como si un mito fuera más pleno cuanto más contradicciones se permite cobijar, cuánto más opacidades revelar. Lo controvertido y no lo puro es lo que está del lado de la potencia mítica.
Aurora Venturini conjuró la totalidad con su Eva. Alfa y omega y Marysa Navarro escribió la biografía más completa. Vera Pichel anotó en su Evita íntima: “los sueños, las alegrías, el sufrimiento de la mujer más poderosa del mundo.” Nuestra época es la del feminismo y la Eva que retorna por estos días es la que nuestras luchas imaginan, la antecesora fantaseada por un movimiento que no se priva de narrativas poderosas y que prefiere la mitología apasionada antes que las biografías precisas. La Eva de la melosa subordinación al hombre es estallada para encontrar tras la máscara una suerte de femininja, una muchacha con sable móvil, como dibujó Fátima Pecci Carou. Milagro Sala, la indoninja, la presa política más emblemática del macrismo, recreó la idea de un derecho popular al goce, que estaba en la Eva de las bellas residencias para niñes y en las casas obreras con tejas y patios, con sus barrios y piletas. Eso que era intolerable en Eva, en Milagro es castigado, porque hacen estallar la división entre los que deben sufrir y los que tienen posibilidad de gozar.
Eva disfrazada de gorrión, de pobre gorrión, para encubrir una feroz estrategia de afirmación de lo femenino, para reclutar muchachas militantes, armar una rama femenina, construir una fundación repleta de cuadros, y conseguir el derecho al voto. Diciéndose no feminista, antifeminista, discutiendo con las sufragistas, habría hecho política feminista. Cristina, en la misma senda, recuerda su propio gobierno como una serie de políticas de ampliación de derechos para las mujeres y para las disidencias sexuales, llevadas adelante por una presidenta que no se consideraba feminista. Que decía –recuerda casi con rubor– femenina y no feminista. Si ella puede reescribirse y ver su momento anterior como feminismo implícito y práctico, frente a Eva es la propia militancia feminista la que la reescribe. El movimiento produce sus antecesoras. Las elige y las inventa. No tiene pudor historiográfico ni lo encandila el dato positivo. Más bien sabe que la política es acto performático de poner un nombre y de darle otro sentido a los nombres existentes.
Un conjunto de activistas llamaron a la performance/acto político Evita el macrismo, donde 100 personas se vistieron con uno de cinco ropajes/estilos de Evita: la actriz, la sindicalista, la montonera, la de gala, la de La razón de mi vida. No hay una Eva, hay por lo menos cinco. Y cada ropaje puede ser portado por una mujer, una marica, una trans. Por cualquiera que se defina en la asunción de ese gesto airado y paródico. Todo disfraz porta su halo carnavalesco y se sitúa frente al objeto de culto en parte con ímpetu de sublevación y con profundo respeto. Por eso, el arte herético no deja de ser religioso y una virgen con pañuelo verde o el Cristo crucificado en un avión de guerra pueden leerse como intervenciones que constituyen un elemento más en los sagrarios. Porque son heterodoxas pero no omiten la fuerza de lo sacro que impugnan, más bien intentan tajearla, encontrar su foco insurrecto, su fuerza soterrada. Eva en la performance de las 100 es objeto de culto declarado pero íntimamente parodiado. Quizás porque no habría trato vital sin irrespetuosidad. Frente a Eva, las plebeyas saltarinas, que se anudan su pañuelo verde y buscan en el ropero esos vestidos, para que el espíritu que con ellos vuelva no sea el de la Eva de los 40 sino el de una muchacha que hoy transcurra su juventud pueblerina, actoral y política en esta Argentina.
No se puede preguntar si Eva fue feminista como si esa condición fuera algo inmune y atemporal. Este presente nos hace feministas, nos obliga, nos exige, nos entusiasma. Ningún general nos seduce ni hay pacto de caballeros que funcione –salvo el que los compromete a asistir silenciosamente a los crímenes de otro0. En lugar del anacronismo de preguntarnos si fue o no, qué dicen sus textos y sus discursos (como si fueran emitidos en el aire de una eternidad en la que los enunciados políticos pueden decirse y quedar incólumes), estas feministas peronistas dieron un manotazo y la pusieron en el presente. Eso no agota, por supuesto, las mitologías políticas del movimiento, ni los discursos ni las identidades que circulan, pero sí lo enriquece al enrarecerlo, a construir narrativas impuras y linajes mestizos. La reescritura de la marcha peronista, convertida en canto a las luchas de estos años y dispuesta para el escenario electoral, es osada y no está desprovista de problemas.
Peronismo y feminismo son nombres malditos. Arrastran no pocas querellas. Inmediatamente se nombran para decir que merecen un adjetivo, una diferenciación, un matiz. Que no somos feministas liberales o peronistas conservadoras ni federales ni pactistas. Y si cada uno de esos nombres arrastran problemas, todo se acentúa con su superposición. ¿Conjunción o tensión? ¿Nuevo oxímoron que nos depara la época o formidable intersección de las experiencias plebeyas en este país? Por lo pronto, intervenciones para que no triunfen los modos más adocenados y conservadores de la coyuntura política y que el aire insurrecto de estos años no sea disipado en nombre de una aspirada sensatez electoral.