Hay una imagen muy reciente de Eva Perón estampada en una serie de remeras que se venden online. Allí Evita tiene grandes anteojos de marco negro, las uñas cortas y renegridas también, un piercing en la nariz, un tatuaje que dice “Juan Domingo” en un brazo y un motivo tribal en el otro, camiseta, jeans gastados, y por supuesto, un pañuelo verde en el cuello. La imagen dice, “si Evita viviera sería una joven feminista a favor del aborto”. Hace algo similar a lo que hicieron los jóvenes del 70 cuando recuperaban esa foto de Eva tomada por Pinélides Fusco, esa imagen que la muestra en un plano americano, con el pelo suelto, una camisa abierta, la sonrisa leve y un fondo de nubes que le da un aire desenfadado y resuelto. Esa Eva joven y optimista de Fusco resulta intervenida con los medios analógicos a mano: se reencuadra y se acerca para que todo el rostro ocupe todo el plano de visual y así se vuelve tapa de revistas como Mundo Peronista y El Descamisado. Esta Eva intervenida y multiplicada en la prensa periódica también proponía una frase condicional: “si Evita viviera sería montonera”.
Esas frases condicionales poco tienen que ver con lo oscuramente probable o con lo lógicamente posible; se juegan en un terreno mucho más luminoso: el año campo de los afectos, las fantasías y los deseos. Allí, reencuadrada en el universo de la imagen analógica o retocada en el mundo digital, reproducida en la prensa periódica de la resistencia, clonada en las redes o multiplicada en estampas que se llevan sobre los cuerpos de la rebeldía feminista –en una remera o directamente como un tatuaje impreso en la piel–, Eva reaparece de cien modos subrayando la potencia infinita de la imaginación visual y política.
Durante su vida, Eva desempeñó cien roles. Fue la niña humilde, la joven temeraria que viajó a conquistar la ciudad o la costurerita que dio al mal paso como condición para entrar al mundillo de la farándula local. Como estrellita en ascenso hizo de joven pícara y risueña o de damita soñadora en las páginas de las revistas de modas. Después se volvió actriz con pequeños papeles en el cine y roles protagónicos en la radio donde le dio voz a grandes mujeres de todos los tiempos, como lo proponía el ciclo que la tenía como protagonista en radio Belgrano. Desempeñó 100 roles femeninos para cientos de mujeres que la escuchaban y volvió a multiplicar el juego de representaciones en el campo del peronismo: fue la protagonista del melodrama nacional que, por la vía del amor y el matrimonio, reescribía su destino de hija “ilegítima” para volverse la jefa espiritual del pueblo. Fue primera dama elegantísima con vestidos diseñados por Christian Dior y tapados de piel, incluso cuando el clima no lo requería. Pero también se ató las mechas y, con rodete y traje sastre y rodete, volvió a agarrar el micrófono para poner su voz ronca y su gestualidad crispada al servicio de ardorosos discursos políticos.
Eva se cambió su nombre y su fecha de nacimiento como de color de pelo; fue morocha y rubia, fue una cualquiera y por eso fue posible que cualquiera la venerara y se identificara con ella o la odiara con la misma pasión. Con ella, la metáfora del cuerpo de la nación se literaliza. Su cuerpo se mostraba como emblema identificatorio: era la provinciana que “había llegado” y por un juego de representaciones hacía llegar “ahí” –a la cámara de diputados, a Europa, a donde sea que las imágenes la muestran entre 100 cuerpos masculinos– a todas las otras mujeres del pueblo. Era también un cuerpo fuera de lugar, había llegado haciendo un poco de trampa con las tretas del débil: estaba allí porque era la amante o la esposa, porque era joven o porque era linda, porque era desmedidamente ambiciosa. Ese efecto de usurpación de un lugar suscitaba la furia que siempre generan los cuerpos fuera de lugar, los que están allí donde se supone que no les corresponde. Jugando al juego de las 100 máscaras y de las 100 poses, Eva desempeñaba un rol, hacía un papel y a la vez abría un campo de derechos.
Ese cuerpo que desde el mundo de la ficción que se había metido de contrabando en el universo de la política, esa voz que desde la radio se había colado en el balcón de la casa de gobierno, fueron reencauzados con toda la ingeniería comunicacional de mediados del siglo XX. Entre las 100 Evas, la propaganda oficial eligió una, con ropa y maquillaje neutro, la Eva del cuadro que pintó Numa Ayrinhac en los años 50 y que se multiplicó en la portada de La razón de mi vida, ese libro que Eva no escribió pero firmó. Con ella se inaugura una nueva etapa en la política argentina, no sólo la que sella el maridaje entre comunicación y gestión pública, sino también la que descubre que cuerpo y voz son soportes claves para la transmisión de valores y mensajes políticos. Por eso, incluso su enfermedad y su muerte fueron asunto de Estado bajo la narrativa del sacrificio. Eva fue la que no se podía sostener pero seguía en pie, la que no se podía ni levantar pero votaba. Y finalmente Eva muerta fue la señora que pasó a la inmortalidad a las 20.25.
En el proyecto de inmortalización que la volvía una señora eterna es una hermenéutica del poder. Hacer de Eva Perón una eterna señora, una apacible madre de la patria fue un modo de detener la alocada multiplicación de Evitas para fijar una imagen y un sentido. Aunque eso implicara también –y Borges identificó con lucidez este punto– convertirla en una momia o una muñeca, una pieza de utilería en un ritual repetido, honorable e inofensivo. (Los enemigos no dejaron de detectar, sin embargo, una vitalidad que latía en ese cuerpo muerto y no sólo prohibieron que se pronunciara su nombre, que se reprodujeran sus imágenes sino que también secuestraron, profanaron y exiliaron su cuerpo muerto. Esa mujer innombrable estaba en todos lados y se volvía un enigma y un mapa, anticipando los miles de cuerpos triturados por la maquinaria del Estado genocida de las décadas siguientes).
La imaginación literaria rescató esa Eva cambiante y plural al discutir con la señora inmortal y subrayar su muerte. En un largo poema que se llama “El cadáver”, Néstor Perlongher repitió una y otra vez que esa Eva inmortal se quedaba ahí, fijada como una imagen única en el cielo de lo eterno. Perlongher confrontó a la mujer embalsamada del médico español y a la muñeca de los funerales del simulacro borgeano, con una Evita muerta. Porque sólo una vez que Eva ha muerto puede cumplir su promesa y volver, una y otra vez, distinta en cada presente. Y ser así, ya no cien, sino millones. En la década del 70, Perlongher escribió un cuento sobre estas 100 Evas y sus 100 regresos. En ese relato, ella vuelve para charlar con las atorrantas y las travas, vuelve para revolcarse en una orgía, vuelve para fumar faso con los pibes del barrio. Vuelve para cagarse en los mecanismo de adecentamiento de la liturgia peronista y ponerse al lado de los nuevos sujetos subalternos de la época de su regreso en los años 70. En estas 100 vueltas se formula el condicional perlongheriano: “si Evita viviera se acuerparía con el lumpenaje de mi presente”.
La retórica de las cifras produce, en estos días, una nueva frase condicional para esa mujer nacida el 7 de mayo de 1919: si Evita viviera hoy tendría 100 años. En la víspera de este centenario, un colectivo político-estético que se autodenomina “Comando Evita” convocó a todas las personas que quisieran sumarse a ocupar la calle en una acción que se llamó “Evita el macrismo”. Cuerpos masculinos y femeninos encarnaron algunas de las 100 Evitas –la actriz, la primera dama de gala, la líder del trajecito sastre, etc.– y crearon 100 más. Frente al Ministerio de Desarrollo Social, cantaron la versión feminista de la marcha, que entre otras variantes, dice “Las muchachas peronistas gritamos Ni una menos, por las que nunca volvieron ponemos el corazón…Eva Perón Eva Perón” –abuchearon a posibles candidatos presidenciales y vivaron a Cristina.
Estas 100 Evitas que ocuparon la calle en el centenario de Eva Perón no buscaron representar a Eva, no se disfrazaron de Eva ni como diversión ni como homenaje, aunque hubiera algo de eso también. Lo que hicieron fue arrancar a Eva del limbo de lo eterno para cumplir de hecho la promesa del “volveré”: ser cualquiera de los cientos de cuerpos que se pusieron un pañuelo blanco contra el Estado genocida, ser alguna de las muchas que aullaron contra el exterminio patriarcal, ser parte de las la muchas que se plantan contra la violencia económica del presente neoliberal. Se trató menos de una actuación y más de una encarnación efectiva del pasado en los cuerpos del presente. Efectivamente le dieron cuerpo y voz –es decir, nuevos cuerpos y nuevas voces– a 100 nuevas Evas y a 100 nuevas proposiciones condicionales: “si Evita viviera sería feminista”, “si Evita viviera hablaría el lenguaje inclusivo”, “si Evita viviera sería cristinista”, etc.
Estas frases condicionales son, igual que todas las anteriores, obligatoriamente anacrónicas. No podría ser de otro modo ya que se apoyan en las imágenes. Las imágenes son siempre anacrónicas: se mantienen iguales pese al paso del tiempo y sin embargo se vuelven necesariamente distintas en cada nuevo contexto de circulación y de lectura, en cada instante que se traman con nuevas imágenes, con nuevos vocabularios, con nuevos sujetos y acciones políticas. Estas condicionales como todos las anteriores, no son un mero chiste contrafáctico. Se juegan en el corazón mismo de la política, entendida no como administración de aparatos e instituciones del Estado, sino como laboratorio de experiencias para inventar comunidades. Ahí reside su potencia para atravesar el tiempo gris de los hechos y abrirse a los brillos de la imaginación política: porque dicen menos lo que sería y más lo que querríamos que fuera, lo que deseamos que sea, aquello por lo que apostamos para construir juntes un presente menos sangriento, menos desigual y más justo.