Tzvetan Todorov nació, se crió e hizo sus primeros estudios en Bulgaria y luego fue a vivir definitivamente a Francia. Recién llegado, se acercó y se alejó de Jean-Paul Sartre, amparado bajo la tutela intelectual de Gérard Genette y de Roland Barthes, e integró entusiastamente el grupo de los jóvenes discípulos de éste, nucleados en la École Pratique des Hautes Études. Fue el introductor y el difusor en Occidente de los llamados “formalistas” rusos, y en cierta medida su continuador, en los estudios teóricos y en las aplicaciones prácticas a las diversas modalidades literarias, que empalmaron con los del estructuralismo creciente en los 60. Con particular éxito y difusión, dedicó sus primeros trabajos teóricos a las ciencias literarias, la gramática de la narración, la literatura y su significación, la literatura fantástica; analista minucioso y sagaz de textos, se hizo crítico, ensayista, pensador traducido a numerosas lenguas.
Más adelante, giró radicalmente en intereses e investigaciones, y en sus nuevos trabajos comenzó a predominar el estudio de la conquista de nuestro continente (su libro La conquista de América es de 1982) y de las relaciones con “el otro”, los universos totalitarios, el tratamiento de los pueblos “bárbaros”, los inmigrantes, las minorías; pasó a ser un observador crítico de la evolución de sociedades, un antropólogo cultural. Autor de obras fundamentales, como Frente al límite (1991) o Los abusos de la memoria (1995), Todorov centró sus preocupaciones en un vasto espectro que abarcó la relación con el diferente, las distorsiones de la memoria, los desafíos de las democracias.
Así como en sus libros, su pensamiento es también expuesto en reportajes y conversaciones que entabló con interlocutores diversos. Empero, las preguntas de estos no parecen más que un pretexto para facilitar el monólogo de Todorov, su relato de vida, el de sus cambios de posición frente a la cultura y el mundo, el de sus enfrentamientos y convicciones: los de un humanista que está contra toda violencia, contra toda opresión, por la defensa de los derechos humanos en el convulsionado planeta. Alegaciones de un testigo calificado de la historia: culto, poco indulgente, nada inocente. Su testimonio nos permite ver con otra mirada tanto la vida de unos de los países más atrasados del entonces extenso sistema socialista (Bulgaria), como algunos acontecimientos que sacudieron Europa, y las actitudes que ante los mismos adoptaron intelectuales de nota: Jean-Paul Sartre, Raymond Aron, Roland Barthes, Julia Kristeva, entre otros.
Formado en el seno de una familia intelectual, medianamente acomodada con el régimen y en contacto con sus máximos dignatarios, aunque presume coquetamente de ser “un campesino del Danubio”, exhibe destreza para sobrevivir sin ser adicto ni opositor: como un hombre que repudia la política en todas sus formas y, especialmente, en su país de origen. Ello le permite estudiar, formarse junto a la élite, dominar varias lenguas y, llegado el momento, emprender un viaje al exterior que no tendrá retorno. Sintiéndose harto de las contorsiones que sus conocidos tenían que hacer para evitar el alcoholismo o para no ser internados en campos de concentración, los silencios cómplices, la autocensura, el joven búlgaro encuentra la forma de estudiar y luego de investigar y de enseñar en Francia, y de eludir a los “servicios” del régimen hasta que lo olvidan o lo abandonan por considerarlo inofensivo.
Entra así en la París de los inquietos sesenta, frecuenta la Sorbona y los seminarios de Roland Barthes, y a Émile Benveniste en el Collège de France, entabla una fuerte relación con Gérard Genette y sólidos contactos con el grupo que sacaba la revista Tel Quel. Desde entonces, su prestigio no cesa de crecer, mientras se va constituyendo en un referente obligado de la teoría de la literatura de la segunda mitad del siglo XX y, a la par, comienza a diversificar sus intereses. Los que irán desde un ensayo sobre Jean-Jacques Rousseau a las enseñanzas de la Historia, y desde la pasión democrática al repudio de todo régimen totalitario, sin dejar de lado novedosas preocupaciones sobre el mestizaje cultural y la cuestión del “otro”, las que dan lugar a su libro La Conquête de l’Amérique y, en la misma línea, a Nous et les autres, de 1989.
Esta amplia experiencia cultural, política y humana conforma a un hombre democrático con singulares posiciones: descreído de los paraísos terrestres, partidario del liberalismo político y naturalmente enemigo de terrores dictatoriales, pero mucho más dispuesto a prevenirlos que a castigarlos, está en contra de la “transformación de la política en justicia” y no lo convence “la idea de imprescriptibilidad”. En ese sentido, se reconoce más un historiador que “un militante de la memoria” porque, sostiene, “la historia no es ni olvido ni perdón, pero deja de ser una rendición de cuentas”. Llega a entenderse así que tanto su alejamiento del estructuralismo como su adhesión a otras inquietudes en el pensamiento aparezcan vinculados, ya que “El comentario del crítico participa inevitablemente de un mundo de valores. Las ciencias humanas y sociales deben recordar que también son ciencias morales y políticas”. Pueden ponerse en duda muchas de sus interpretaciones, pero él deja asomar una explicación más bien “poética” (y la expresión, huelga aclararlo, no es para nada peyorativa) a los dilemas que plantean lo real y lo auténtico, cuando, escribiendo sobre Baudelaire, afirma que “la medida de esta verdad es la profundidad, no la exactitud”. Cabe agregar, en el caso de Tzvetan Todorov, la originalidad, la falta de ataduras dogmáticas, el coraje de expresar certezas personales aunque vayan contra la corriente.
Particularmente dotado para analizarla, por sus orígenes, por su vivencia, por su inteligencia, es uno de los pensadores que más lejos fue en el análisis objetivo e interior de la experiencia totalitaria. Sin embargo, en su mirada sobre la historia transcurrida, especialmente durante el siglo XX, se producen algunos puntos oscuros, quizás por su formación eurocéntrica, quizás por sus tendencias o sus intentos de neutralidad ideológica, ecuménica. Es el caso de su mirada sobre la Argentina, a la que visitó en 2010, cuando juzgó que los esfuerzos de memoria estaban viciados por cierta falta de “contextualización”, por cierta parcialización de la historia (en favor de las víctimas). “La Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. /…/ Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él. No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos” (El País, Madrid, 7 de diciembre de 2010). Consideraciones, como se ve, bastante endebles, más bien atribuibles a su mirada sobre los totalitarismos europeos o asiáticos, y que tienden a despojar de especificidad (y de horror) lo que fue el terrorismo de Estado en la Argentina. En cuanto a “comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él”, aplicado a la Argentina ¿eso, no es pecar de falta de “contextualización”?
En algún libro de recuerdos, Devoirs et délices, une vie de passeur (2002), habla de los intelectuales de su época; con verdadero afecto, de Émile Benveniste y de Roland Barthes; con un poco menos, de Lévi Strauss; con casi nada, de Jacques Lacan, quien “no era un tímido, sino más bien un manipulador y un seductor”, cuyos escritos sobre la muerte del sujeto y sobre el poder “no nos resultaban muy confiables”. No poco vilipendiado es Sartre, quien “se me ha aparecido con frecuencia como la encarnación de esas posturas que suelo respetar poco. Evidentemente, no lo reduzco a eso: también ha escrito páginas maravillosas que nada tienen que ver con sus gesticulaciones políticas”. Con Julia Kristeva, es escueto: “La única búlgara en mi ambiente era Julia Kristeva, llegada de Sofía aproximadamente un año después que yo: nuestras relaciones siempre fueron correctas sin más, nunca fuimos verdaderos amigos”.
No es más cauto el juicio que le merecen hechos sociales y políticos de magnitud, verdaderos hitos en la historia del siglo XX. Es el caso de las luchas de Mayo del 68. Dichos sucesos, vistos en su costado más íntimo, el universitario, fueron, para él, deplorables: “Una vulgaridad galopante lo invadía todo”; el grupo de los maoístas era dirigido por André Glucksmann y Judith Miller, y también por Alain Badiou, quienes “militaban para la destrucción de esa máquina burguesa que era la universidad”. Del “nuevo filósofo” Glucksmann, “siempre tan dinámico”, agrega, no sin sarcasmo, que “sería interesante que un día un hombre como él escriba el relato de sus metamorfosis, de Aron a Mao, luego del maoísmo a una suerte de intervencionismo moralizante”. Del conjunto de los hechos, opina que fueron “ambivalentes”: “no fue un movimiento de vanguardia, sino más bien de retaguardia, un último coletazo que retrasó apenas el desmoronamiento del ideal comunista (saltó en pedazos algunos años más tarde, a mediados de los setenta) para preparar a su manera el reinado actual del pensamiento liberal”. Fue bastante personal e iconoclasta. Lo que no es raro en un balcánico...
* Escritor, docente universitario.