Historia de amor y de desamor, pero también de deseos insatisfechos y dolores irreprimibles, el primer largometraje de ficción del brasileño (nacido en los Estados Unidos) Daniel Barosa describe la relación entre los dos protagonistas a lo largo de casi una década, dividiendo el relato en cuatro capítulos. No se trata de una estrategia novedosa en la historia del cine, aunque las marcas personales de las criaturas y su devenir en conjunto no le deben mucho a la tradición del melodrama clásico. Barosa estudió cine en la muy porteña Universidad del Cine y esa doble nacionalidad creativa se extiende tanto a la forma de producción de Boni Bonita, con aportes brasileños y argentinos, como a su reparto central. La argentina Ailín Salas nació en Brasil y su fluido manejo del portugués le permite pronunciar los diálogos sin mayores problemas; el resto, fiel a un estilo de actuación elaborado a lo largo de más de una veintena de títulos, está más relacionado con el cuerpo, las miradas, los silencios.
Ella es Beatriz o simplemente Bea, una chica argentina recientemente mudada a San Pablo junto a su padre, una adolescente de quince o dieciséis años que parece estar transitando un período de mucho dolor. Tal vez de duelo. El actor y realizador paulista Caco Ciocler es Rogelio, un músico treintañero que al comienzo de la historia está a punto de atrapar algo parecido al éxito. El primer y más extenso de los episodios, rodado en un 16mm desteñido, en ocasiones fuera de foco y atravesado por las típicas rayas y manchas de la emulsión, marca el encuentro entre la muchacha y el hombre, una relación con mucho de groupie y su objeto de fascinación, aunque la agenda de Bea –tan inteligente como emocionalmente quebrada– no se acaba en la simple admiración de una figura del mundo de la música. El marco es una casa de campo con pileta y río cercano, un ambiente bucólico y liberador que, sin embargo, irá perdiendo para los personajes casi todas esas cualidades veraniegas. Un intento de separación fallido, el sexo y las marcas de la violencia autoinfligida por la huésped le ceden el lugar, en el segundo episodio –dos años más tarde–, a la aparición de los celos y la desatención, pero también, irónicamente, al comienzo de una comprensión más profunda entre ambos. Tal vez algo parecido a la amistad.
Boni Bonita es también un relato sobre paternidades, maternidades y orfandades, literales y metafóricas. El padre de Rogelio es un famoso músico popular, al tiempo que el de Bea encarna en una figura ausente en gran medida. Es una suerte que el guion de Barosa nunca explicite con mecanismos “psicologistas” los vínculos que intenta representar, aunque en los últimos tramos un dejo de romanticismo formal comienza a empañar el relato. En los segmentos finales la imagen se estabiliza y su definición comienza a ser nítida y estable; si bien la película fue rodada intermitentemente a lo largo de tres años, resulta difícil dilucidar si esas alteraciones en la cualidad visual se deben a una decisión estética (en tal caso, algo caprichosa, aunque atendible) o a un cambio en los elementos técnicos durante la producción. A medida que las peleas anticipan una nueva separación, la relación entre Bea y Rogelio comienza a revelarse como única e insustituible, con matices amorosos pero también evidentes rasgos de toxicidad. La melancolía será finalmente el tono definitorio de la fábula, subrayada en pantalla por una fugaz aparición de Ney Matogrosso, vehículo para la descripción de una época que fue hermosa pero también terrible.