Como a la Minnelli, el destino la salvó de ser Bella. Para poder así convertirse, a fuerza de talento, micrófono abierto e ingeniosa procacidad barrial en Gustavo Liza, acaso el penúltimo de esos próceres transformistas de la escena gay emergida en los años ochenta, y cuya estirpe culminará con la Solá. Una irrupción,  aquella,  en la que si se pasaba revista al glamour y al star system era para tomarlos a la chacota. Grandes desfachatadas que desheredaban a la travesti-vedette predictadura, y que por sus lenguas filosas (precursoras en un stand up de locario que no admitía corrección, teorías post, ni pose de bonitas) se diferenciaron, también, de otras colegas geniales, compañeras de ruta pero cada una con su propio registro: Jean-Francoise Casanovas y Walter Soares, diosas de la performance pero no del monólogo. Distintas, sobre todo, de quienes  la bohemia de Buenos Aires encumbró, porque las dejaba sin aliento, como la vanguardia poético-clown-actoral Barea-Tortonese-Urdapilleta-Noy, una mezcla de teatro de la crueldad con playroom maloliente. 

Pedro Lemebel escribió que Batato era la copia de una doña en ruleros que desacreditaba, sin buscarlo, el simulacro de una imitadora de Legrand. Gustavo Liza, en cambio, era, ella misma, esa doña en estilete anfetamínico, que te muestra una teta mientras barre en tacos la caca del perro. Traducía el star system a su código de marica popular que sabía diseñar con una cortina vieja una minifalda bailantera, y del traje olvidado del papá, cuando empezó, hacía surgir el vestuario de una Minelli para su íntimo Cabaret. 

La mayúscula con la que escribí al principio el vocablo bella, una categoría esta de la que es mejor huir si una quiere ganarse al público en ruleros y a las puteadas, traduce la suerte de un tipo de fealdad popular resignificada en palacio de la risa. El transformismo popular es un estilo artístico, una variante de la picaresca que, como el modelo homosexual del chongo y la marica, hoy es invocado in memorian, mientras surge un nuevo varieté en cuyo catálogo figura lo queer y el género fluido, pero no el habla maldiciente de la loca que sobrevivió a la dictadura. Fingir, mentir, levantar un chongo bajo un puente y desde el escenario, rajarse de la prefectura en una fiesta (se decía party) en Tigre y hasta jugarse la vida al borde del estanque por un polvo proletario, es una narrativa que en la Liza se convertía en pasión por el miedo, porque ella pertenecía a la era de las audaces. Punzante en el mariconeo y violenta en la reacción  si lo exigía el momento. Hace poco supe que había incursionado en el transformismo punk y actuado hasta en Cemento en el personaje de Nina Hagen, sin que los punkies en birra la mirasen con desdén mataputo. Con la Liza la feminidad se volvía chabacana, como en las locas de la novela Embalse, de César Aira. 

Es que ella egresó de dos universidades sin diplomas. La de los Campanelli y la del pop sesentista televisado: El Club del Clan y Los Cinco Latinos. De los Campanelli nos vendió el reverso obsceno y clandestino de la típica familia raviolera. Mucha mueca a lo Pepe Biondi, mucho gesto cerdo. A Violeta Rivas -un enamoramiento frustrado, porque a la cantante no le hacía gracia la imitación- la evocó danzando como muñeca con rodete y epilepsia. Y la lista sigue: Gloria Gaynor, Cindy Lauper. La supuesta heredera del último Inca en Hollywood, que contaba entre sus nombres de pila el de Emperatriz, Yma Súmac, volvía con Liza al paso cansino de la Puna.  Es decir que la Liza hacía una relectura camp de la industria cultural de los sesenta y setenta, y quizá por eso funcionó tan bien en los ambientes hétero: cabarets, la revista porteña, y en las despedidas de soltero. Además, se sometió al director Jorge Polaco (variante de la tortura medieval) en la película homenaje a la Coca Sarli, La Dama regresa, a fines de los noventa, que todo puto adulto conserva en el arcón manflorita. 

La gloria le llegó a Gustavo Liza justo en el declive de su nombre y de su cuenta bancaria. En 2017. No cualquier artista llega a subirse al escenario del Cervantes  junto a los galanes del momento, Benjamín Vicuña y Juan Gil Navarro. Con la obra de Copi, Liza ingresaba al mundo de la sátira sofisticada y, también por primera vez, a largos textos que debía aprenderse de memoria (las entrevistas al autor). Para animar el intervalo entre “El homosexual o la dificultad de expresarse” y “Eva Perón”, el kirchnerista  rabioso (irrepetibles sus invectivas de facebook contra el señor presidente),  fue requerido por la alta bohemia de la escena porteño-parisina nada menos que para una dramaturgia que hace de Eva y su muerte una puesta enajenada de la amoralidad. Pero solo un fanático sin idea del arte anarco puede reducir a Copi al simple gorilaje.

 En fin, que con esas dos obras en una función recorrió escenarios europeos –una  sala “grande como el Colón”– y en Madrid la esperó, hasta que se sacó en el camarín la última uña, el mismísimo Pedro Almodóvar, para decirle que su versión dragueada de “Quizá, quizá, quizá” (un agregado de Sara Montiel que incorporó el director Di Fonzo Bo en Europa) había sido la mejor, y desde entonces se intercambiaron mails. La foto de los dos maricones abrazados cierra esta historia de la era de las audaces. Como si con esa imagen la Liza ya pudiera darse a los 58 años por bien velada en los grandes funerales del varieté transformista porteño. Qué digo porteño: mundial. Adiós, reina del arrabal gay; en la noche maraca nos tocaste a tantas con la vara del orgullo y el blister de la felicidad. Allá en el cielo te buscaré para agradecerte.