En distintos ensayos hemos analizado la recurrencia del patrón histórico de acoso a toda opción política no alineada con las superpotencias hegemónicas (no hay que ser muy despierto; las pruebas y evidencias están por todas partes): el caos diseñado en múltiples países en los últimos cien años, el financiamiento de grupos armados o desestabilizadores con nombres bonitos como Freedom fighters (“Luchadores por la libertad”), la promoción y financiación de golpes de Estado y el posterior apoyo ideológico, mediático, militar y económico a los regímenes amigos que luego se llaman “restauración de la democracia” y no “libertad para mis negocios”.
Sin embargo, nada de esto debería significar (vamos a repetirlo una vez más) un apoyo al actual gobierno de Nicolás Maduro. No debería, pero así es la dinámica de la pasión política desde hace siglos: como en el ajedrez, los peones son los primeros en morir luchando por una pasión (una religión, una ideología, unos valores morales) mientras detrás la aristocracia sobrevive para llevarse los beneficios (las tierras en el Feudalismo, el oro, la plata y el cobre en la Era de las conquistas, el petróleo en nuestro tiempo). Como si se tratase de un partido de fútbol donde los fanáticos se aman y se odian según la banderita que los cubre mientras alguien más se lleva los millones a sus cuentas bancarias.
En el caso venezolano ocurre un fenómeno que podíamos llamar “mazo de naipes”. Tenemos dos grupos de cartas: uno ideológico y otro humanitario. Mezclamos los naipes y repartimos a dos jugadores que resultan uno “a derecha” y el otro “a izquierda”. Vemos los jugadores, pero no vemos los naipes y nos posicionamos de un lado o del otro como si no hubiese otras posibilidades.
En lo personal y desde el punto de vista ideológico, para mí el gobierno de Maduro está lejos de lo que podría aspirar como una sociedad sin las obscenas diferencias sociales entre ricos y pobres, entre inversionistas y trabajadores, entre beneficiados y beneficiarios. Pero también hay que recordar que desde los primeros años de la experiencia de su predecesor, Hugo Chávez, el propósito golpista y el bloqueo ideológico estuvo siempre presente por razones obvias y tradicionales que no vamos a enumerar ahora.
Aunque esto pone furioso a muchos, voy a repetirlo: la oposición es Nicolás Maduro con otros intereses y en otro rol. A Maduro le quedó grande el rol de presidente y a la derecha (herederos de los Pérez Jiménez y los Andrés Pérez) le quedó chico el rol de oposición.
Como sea, y como dijo el congresista y candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Ron Paul: “déjenme decirles por qué tenemos problemas en América Central y en América del Sur: porque hemos estado metidos en sus asuntos internos hace tanto tiempo, nos hemos metido en sus negocios y así creamos a los Chávez, hemos creado a los Castros de este mundo, interfiriendo y llevando caos en sus países y ellos han respondido sacando a sus líderes constituidos”. El público de Miami lo hizo callar con sus abucheos. Porque no hay peores inquisidores que los conversos.
Ahora, dejando de lado las raíces del problema, es lícito considerar los frutos, casi todos amargos. Uno de esos frutos, del cual han participado tirios y troyanos, es la crisis humanitaria creada dentro y fuera de Venezuela.
Adentro está la grave escasez de los productos más elementales, como lo son los alimentos y las medicinas (no es necesario intentar introducir camiones por la fuerza cuando, desde mucho antes, hemos estado donando toneladas de medicamentos a través de Unicef USA y muchos otros medios más pacíficos y menos propagandísticos). Tampoco debemos minimizar la excesiva represión del gobierno, aunque algunos la considerarán una consecuencia legítima, no una causa del problema. Cierto, muchos disidentes, como el autoproclamado presidente (más allá de los 30 días constitucionales) Juan Guaidó (foto), hablan y organizan actos públicos llamando a la rebelión en las calles sin ser detenidos ni torturados ni desaparecidos. Desaparecer era la norma en las decenas de dictaduras militares que la oligarquía criolla, aliada a Estados Unidos, diseñó y apoyó en América latina por más de un siglo. Todavía es la norma en países incuestionados por Occidente, como lo son los “regímenes aliados” de Arabia Saudita, Israel, China y tantos otros. Incluso en muchos países considerados “democráticos” por mucho menos muchos fueron enviados a la cárcel.
Pero aun así (sobre todo aquellos que sufrimos dictaduras de otros signos) no podemos ignorar que en Venezuela existen denuncias y testimonios de abusos a los derechos humanos que deben ser tomados en serio y que, considerando la situación anómala, no me extrañaría que pudiesen ser de mayor gravedad.
Para completar, también tenemos la masiva emigración de venezolanos desesperados que, como casi todos los emigrantes sin privilegios, no sólo deben sufrir el desgarro de dejar su tierra sino las dificultades de adaptarse cultural, laboral y socialmente a un nuevo país que no siempre los recibe con la solidaridad humana (no ideológica) que se merecen.
Una solución, para nada radical, apenas moderada, sería que el presidente Nicolás Maduro renuncie y deje su cargo (¿hay alguien indispensable?), no en manos de la oposición sino del segundo o del cuarto en línea de su partido hasta que se normalice el proceso electoral y legislativo. Claro, algo bastante improbable, pero podría estar en la mesa de negociación si hubiese una mesa de negociación.
La otra solución, para nada radical, apenas moderada, sería que la oposición renuncie a sus contactos en Estados Unidos y Colombia y se concentre en la Asamblea Nacional y en cualquier elección. Por más limitada que sean las “garantías del gobierno”, si se puede llamar a la rebelión y al levantamiento armado del ejército en múltiples actos callejeros (o coqueteando con una invasión estadounidense, una más de cien, solución que sólo llevaría a un golpe de Estado que deslegitime cualquier pretensión de cambio), también podría ocupar el lugar para el cual fueron elegidos en elecciones. Claro, algo bastante improbable, pero podría estar en la mesa de negociación si hubiese una mesa de negociación.
Como siempre, me dirán que no puedo opinar porque no vivo en Venezuela. La respuesta es la misma que venimos repitiendo desde hace treinta años: si vivir en un lugar y en un tiempo fuesen suficiente para tener las cosas claras, no habría ninguna razón para que la gente de ese país se odiase ni tuviese lecturas tan radicalmente diferentes de los mismos hechos. Venir de o vivir en un lugar no significa que alguien sepa lo que ocurre en cada una de sus instituciones (nacionales o extranjeras) que deciden su suerte. De hecho, rara vez alguien sabe lo que está ocurriendo en su propia casa mientras lanzan esa genialidad de “yo sé lo que digo porque vivo allí”.
De hecho, resulta doblemente paradójico recibir este tipo de acusaciones (cuando no amenazas) de gente que, como solución, promueve intervenciones militares y económicas de otros países, como si el gobierno de Estados Unidos pudiese intervenir cuando quiera, pero sus ciudadanos no pudiesen pensar fuera del dogma porque “no viven la realidad”.
* Profesor de Español, Literatura Latinoamericana y Estudios Internacionales, Jacksonville University.