Podría decirse de Giorgio Manganelli, un original, único e inclasificable de la literatura italiana, que surgió de un extraordinario cóctel donde se mezclaron el Marqués de Sade, el Conde de Lautréamont y Poe, junto a las obras del alto modernismo literario (Kafka, Joyce, Proust), aderezado todo con unas gotas de Beckett y Weiss, de Calvino y Perec. Verdadero portento, logorreico, hiperlúcido –deslenguado incluso–, Manganelli es generador de una prosa imponente, maciza, densa, ¿barroca?, poblada por una amplia variedad de discursos, historias, datos y “razonamientos”, que sorprende en sus giros y contra giros, en sus caprichos, en sus ironías, en sus polimórficas transformaciones, en sus metáforas y escatologías, y en su escarnio a dios y a la religión. “Paradógrafo”, lo llamó su colega Alfredo Giuliani, de la neovanguardia que integraron en el Gruppo 63. Una obra narrativa, periodística y ensayística que se halla intervenida por una honda conciencia de la muerte, de la finitud de las cosas y de la vida humana, especialmente. Una oscura certeza, omnipresente, que tiñe gran parte de su singular humor.
Considerado por el filósofo Giorgio Agamben como “el mayor narrador italiano de la segunda mitad del siglo XX”, admirado por colegas de la talla de Pietro Citati y Roberto Calasso, y por la poeta Ida Vitale –flamante Premio Cervantes– como “una maravilla” y un “imprescindible”, Manganelli –quien nació en 1922, y publicó su primer libro, se podría decir, relativamente tarde, en 1964– fue traducido y publicado en castellano: Hilarotragoedia, La literatura como mentira, Experimento con la India, A y B, Centuria. Cien pequeñas novelas-río, La noche, entre otras obras. Tras su muerte, ocurrida en 1990, dejó un vasto legado en sus papeles y archivos. Los últimos lustros se publicaron una buena cantidad de libros, entre reediciones, póstumos y nuevas traducciones: La ciénaga definitiva y Encomio del tirano. Escrito con la única finalidad de hacer dinero. También, Ti ucciderò, mia capitale (Te mataré, mi capital), por Adelphi, en 2011, una colección de relatos póstumos e inéditos que ahora El cuenco de plata, en una cuidada edición, con una destacable traducción de Guillermo Piro, publica bajo el título de Un libro: Relatos inéditos.
Esta colección, que consiste en cuarenta piezas de diversa extensión –hay textos de una o dos páginas, otros de diez y de quince–, reúne trabajos surgidos a lo largo de cuatro décadas, de 1940 a 1980. Los temas abarcados son amplios, aunque subyace un profundo “existencialismo”, en el que se vislumbra la absurdidad de “la vida” y la angustia ante esta, con una veta irónica y corrosiva. Los temas de la historia, las leyendas y la religión (Circe, Juana de Arco), personajes que se expresan por medio de discursos, cartas y otras manifestaciones (un tal “Calígula”, los “longaevus”, ángeles), temas como la gloria, el poder, el odio y la nada, y objetos banales, como un par de pantuflas, son motivo de las asombrosas y (por momentos) apabullantes fantasías manganellianas (¡vocalizaciones “hibernando” en una montaña!), impulsadas por su vasta fuerza narrativa y argumentativa.
En “Apuntes para un hombre desorientado” se lee al comienzo, como si fuera la confesión/aceptación de esta, su propia escritura tan sui géneris: “Nada más penoso que mis intentos de hacer literatura, de escribir historias, de inventar protagonistas ingeniosos, sutiles, singulares; no tengo fantasía ni sensibilidad de literato, ni ganas de sacrificar mis tardes, mis noches un poco cobardes...”
Y las descripciones de corte beckettiano, del “detritus” al delirio, abundan. Por caso, en “La postal”, así se ve a “el Boletero”, al levantarse una cortina: “un hombre enorme, de rostro vulgar y amplio, con algunos tatuajes, hundido en un sillón gigantesco, una suerte de cama, de alcoba, de jergón; de ese gran cuerpo emanaba un hedor de excrementos disecados, y vi que parte de su ropa ya se estaba deshaciendo sobre ese cuerpo descomunal. Si no hubiese sido por las manos, habría podido dudar que se trataba de un ser humano, o que un elefante, del que se elogiaba su diligencia, o una tortuga blanda, conocida por su buena memoria, o un pólipo, del que se alababa su plurivalencia clasificadora, o tal vez un cachalote, ese carnoso archivo marino, hubiera vencido el adecuado concurso y le hubiera asignado la tarea de vender boletos; después de todo, desde tiempos del emperador Calígula, genial zoófilo, casos como esos estaban en continuo aumento”.
Muchas páginas, temas, tonos, keywords, se hallan en parentesco, relacionadas con los demás libros y el conjunto de su obra. En el posfacio de Un libro, Salvatore Silvano Nigro, curador del volumen, explica: “El archivo de Manganelli registra derivas y supervivencias solitarias: relatos astillados o inconclusos, y lo que queda de atolones sumergidos”; “cada motivo individual es un guijarro arrojado dentro del sistema de la obra entera, que genera ondas, almacenando huella y memoria”, explica, describe Nigro, in extenso: desde la década de 1940 “la sucesiva literatura manganelliana no podrá más que hacer hipótesis sobre hipótesis, y cultivarlas: abrir acotaciones y glosas, notas, adenda, aplastamientos, palimpsestos de tonta y arqueológica erudición académica; producir desciframientos de signos, ideogramas, mensajes, indicios; debatir soluciones alternativas con las entrevistas y las correspondencias epistolares de personajes que son también depósitos narrativos; y teologizar en una incesante, proliferativa e inconcluyente reflexión, argumentando y simulando deducciones abundantemente apuntaladas por cómplices ‘ya que’: en un ‘error’ laberíntico, sin entradas y sin salidas, infinitamente dilatable”. Una literatura propia, “orgánica”, que fagocita y se autoalimenta permanentemente, en relación-diálogo con las obras clásicas, consagradas, y la cultura, “autoposicionándose” ante estas, explícita o implícitamente. Como en “El engaño inocente”, suerte de versión propia del conocido “Informe de una academia” de Kafka; aunque aquí, a diferencia de un simio ante los científicos, tenemos a un ángel –a más de uno– y no un discurso sino cartas.
Durante 1947 –según recuerda Nigro–, Manganelli trabajó fuertemente, traduciendo las Confesiones de un inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey. Todo el trabajo, que quedó inédito, contiene el juicio de Manganelli sobre el autor británico, con adjetivaciones que muy bien podrían aplicarse perfectamente a él mismo cuando señala “la prosa, extravagante, intelectual, llena de ambages, de demoras, deliciosamente articulada, de una complejidad intelectual”. Entre la vida y la muerte, Manganelli eligió la ironía (mordaz a veces) y la inteligencia para transitar ese camino, escribiendo y conversando, destruyendo certezas, poniendo “todo” en cuestión.
Al publicarse en 1952 El oficio de vivir, de Pavese, Manganelli se sumergió en el libro, que lo impactó y acompañó por años. Sumando a dicho “oficio” el de la escritura a pleno, en “Un libro”, en el apartado “Escribir libros y otras cosas”, Manganelli señala: “Hablar de prosa fría es una tautología. La prosa siempre es fría –para escribir hace falta ser lúcidos, exactos, olvidadizos. La prosa pertenece a la estrategia”. A lo que agrega: “La demencia es poética. Hagamos la prueba, escribamos prosa. ¿Se aclarará algo? En realidad, nada debe aclararse. Se trata de volver masticable al universo”. Hablamos de un universo que “el estratega” Manganelli mastica y estira –en su escritura– como un chicle, y que lo infla, haciendo un globo, hasta que explota.