En la cima de una colina del pueblo Shingo, al norte de Japón, se encuentra la tumba de un pastor errante que, dos milenios atrás, sentó raíces y se puso a cultivar ajo. Se enamoró de la hija de un granjero, tuvo tres hijos y murió a los 106 años de edad. Allí se lo conoce como Daitenku Taro Jurai, pero para el resto del mundo es Jesucristo. Sí, sí, Jesús de Nazaret, el profeta, el mesías, el obrador de milagros, figura espiritual de una de las religiones más importantes del mundo. Quien, según el folclore local de esta aldea (donde no hay iglesias a la vista y prácticamente ningún residente es cristiano, casi todos son budistas), no murió crucificado en Jerusalén: ese fue su hermano menor, Isukiri. Cuenta el cuento, loquísimo a todas las luces, que Cristo llegó a Japón por primera vez a los 21 para estudiar teología, y allí permaneció durante 12 años. Se convirtió en discípulo de un monje, aprendió el idioma, la cultura oriental, y a los 33 decidió que era momento de volver a Judea, vía Marruecos, para pasar su flamante sabiduría. Así lo hizo, pero, claro, nomás llegar se encontró con hordas de romanos furiosos que lo acusaban de herejía. Por fortuna, su hermano gemelo, el tal Isukiri, dio un paso al frente y se ofreció amablemente a tomar su lugar en la cruz. Jesús toma el ofrecimiento, y se da entonces al exilio, no sin llevar consigo dos souvenirs: la oreja de su doppelgänger (RIP a esta altura del partido) y un mechón de pelo de su madre, la Virgen María. Cuestión que llega a Shingo tras una ardua travesía de muchos años e innumerables privaciones, que incluyó algún trayecto montado a buey. Vive modestamente atendiendo a la natura y a los necesitados, pero sin realizar milagros de ningún tipo (nada de convertir el agua en sake), entregado –dicho está– a la jubilación mesiánica, y a la plantación de ajo. Y el resto es historia; tal demente que incluso hay una familia contemporánea, los Sawaguchis, cultivadores de ajo de la zona, que se dicen descendientes directos de Jesús. Por lo demás, cada año 20 mil personas peregrinan por la zona, pagan los 100 yenes que cuesta entrar al Museo de la Leyenda de Cristo, compran “reliquias” (posavasos temáticos, tazas de café); o bien, participan del Festival de Cristo cada primavera, donde mujeres con kimono bailan alrededor de las tumbas gemelas (en una, Jesús; el otra, la oreja de su hermano y el mechón de María) y cantan una letanía de tres líneas en idioma desconocido; una ceremonia diseñada por la oficina de turismo local en 1964 para “consolar al espíritu de Jesús”. Se estima, más bien, que todo el asunto es un ardid turístico, del que se tiene registro recién desde la década del 30, para que los visitantes desembolsen unos billetes en sacrílega comunión.
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