Bob Fosse fue uno de esos artistas que surgió del fracaso de sus sueños para convertirse en toda una leyenda. Su frustrada ambición de ser el nuevo Fred Astaire, cuando el Hollywood clásico ya agonizaba, le dio revancha: emergió como un coreógrafo de rutinas sensuales y arriesgadas que sustituyeron con riesgo y dedicación la magia que se había celebrado hasta entonces: las formas magistrales de Busby Berkeley, las acrobacias de Gene Kelly, las audacias de los innovadores Jerome Robbins y Michael Kidd. Su ascenso fue arduo, sumergido en sus propios fantasmas, en miedos y abusos, extinguido en unos años por las tiranías de un sistema basado solo en el éxito, por el anhelo de su propia autodestrucción. Pero de ese tiempo lleno de luces y renunciamientos quedó solo una voz, la de su protagonista. Cuarenta años atrás Bob Fosse filmó en All That Jazz la versión elegida de ese ascenso y caída, las aristas de su genio, los matices de su gloria y agonía.
¿Qué más podía contarse después de aquella historia definitiva? Después de la película que lo consagró, que le dio varios Oscar y la Palma de Oro, que aseguró que no hubiera nada más para decir, ninguna otra palabra suelta. Cuando en 1987 murió a los 60 años, camino a un homenaje por el reestreno en Broadway de Sweet Charity, el duelo pareció abrir nuevamente aquel sellado cofre de secretos. ¿Qué había quedado guardado en esos cajones de la memoria y el engaño? Con el correr de los años llegaron a los teatros de Broadway numerosos homenajes a su vida y su obra, sus proyectos inconclusos asomaron en la pantalla, historias secretas se escribieron, se contaron en tantos oídos. En 2013 Sam Wasson publicó Fosse y abrió una nueva ventana: su libro iluminaba zonas opacas que el propio Fosse había dejado en la penumbra, habitaba sus fantasmas, complejizaba sus sabidos temores. Y en ese gesto daba vida a alguien que había estado allí desde el principio, desde los cimientos de su éxito, no como testigo sino como artífice de una estrella propia.
Gwen Verdon, bailarina mítica de Broadway, ganadora de numerosos premios Tony y célebre por su talento deslumbrante, había sido algo más que su tercera esposa y madre de su hija; había sido su amalgama creativa, había tenido una voz propia, a veces en sintonía, otras disidente, pero con el peso justo para hacer su merecida entrada a escena. ¿Cómo perderse esa jugosa historia en estos tiempos? Desde Broadway llegó entonces la idea de reversionar aquel mito desde su mismo esqueleto, la idea de conjugar aquella leyenda que Fosse forjó sobre su figura, su genio, su maldición. El equipo creativo detrás del éxito de Hamilton, musical inspirado en la vida del estadista Alexander Hamilton y convertido en el hit teatral de los últimos años en Broadway –un Pulitzer, once Tonys, un Grammy–, decidió impulsar una adaptación de aquel libro de Wasson a la pantalla. El productor Lin-Manuel Miranda –autor de Hamilton y estrella de la reciente El regreso de Mary Poppins– y el director Thomas Kail se unieron al guionista y dramaturgo Steven Levenson –autor del exitoso musical Dear Evan Hansen– para crear Fosse/Verdon, una serie que recorre la colaboración creativa de aquellas figuras, dentro y fuera del mundo del arte, condensando en cada peldaño de esa vida compartida el rostro verdadero de esa conflictiva y fructífera asociación.
CÓMO CONTAR DE NUEVO LA MISMA HISTORIA
“Al principio nuestra mayor ansiedad era encontrar una razón para contar de nuevo la historia”, recuerda Steven Levenson en una entrevista con The Atlantic. “Después de All That Jazz, ¿tenía sentido o era una empresa imposible? Al indagar con atención en el libro de Wasson nos dimos cuenta de que, en su película, Bob Fosse había presentado la historia de la forma en que él la recordaba, con un claro enfoque editorial sobre su gestación como artista. El resto había quedado afuera”. Para ello había que conseguir algo más que echar luz sobre la figura de Verdon, había que encontrar una mirada que indagara sobre ese vínculo que se había extendido a lo largo de 30 años, que había sorteado mezquindades y engaños, ambiciones y patetismo. La figura clave para esa aproximación fue Nicole Fosse, hija de Fosse y Verdon, quien bailó y actuó en varios musicales de su padre, ayudó a su madre a concebir el musical homenaje Fosse en 1999, y hoy dirige la organización “Fosse/Verdon Legacy”, a cargo de la supervisión de todas las adaptaciones de las obras de sus padres.
“Había tanta inteligencia y humor, tanto amor y alegría alrededor, que a veces se hacía difícil identificar las batallas de fondo”, cuenta Nicole Fosse en una entrevista con The Washington Post a propósito del estreno de la serie en Estados Unidos el pasado 9 de abril. Productora ejecutiva y consultora creativa del equipo, el trabajo de Nicole resulta tan intenso porque implica revivir el tiempo previo a su nacimiento, el origen de esa vida tumultuosa preñada de neurosis y disputas, de estallidos de furia y accesos de revelación. Junto al productor Lin-Manuel Miranda y al coreógrafo Andy Blankenbuehler, Fosse/Verdon formó un grupo de trabajo capaz de evocar la peculiar dependencia creativa de esos artistas en una forma nueva, que escapa a los tópicos tradicionales del musical, que atenta contra las convencionalidades de las biografías.
“Al ver Hamilton percibí que ese equipo estaba creando un nuevo género para aproximarse al relato de una historia real, como mis padres lo habían hecho para su generación”.
ALL THAT MAD MEN
Producida por el canal FX y todavía no disponible para Latinoamérica, Fosse/Verdon elude varios lugares comunes de este tipo de relatos pensados desde la primera persona. A lo largo de sus ocho episodios evita la estricta cronología, descree de escenificar los musicales de acuerdo a las coordenadas indicadas en las películas dirigidas por Fosse, dinamita la instancia de los ensayos como espacio de anclaje realista de la gesta de un musical, utiliza los mundos internos de modo inspirador antes que meramente onírico. Su estrategia es compleja y difícil de dilucidar en los primeros episodios, y va cobrando forma a medida que la serie despliega el universo de sus personajes, los entrelaza con su tiempo, los somete a las tensiones de un entorno visto desde el prisma de la distancia. Las críticas que mejor han entendido su propuesta –como la de Judy Berman en Time, aún con sus excesos celebratorios– no la han comparado con All That Jazz sino con Mad Men, otra serie ambiciosa que logró ganarse la devoción de sus fieles espectadores con el tiempo, que pensó los personajes en la encrucijada entre su alma y su arte, que entendió lo difícil de asumir el poder en constante lucha con los monstruos internos.
Si bien la serie cobró forma definitiva bajo la estela del #MeToo en 2017 y comprendió la exigencia de afinar su mirada sobre la figura de Bob Fosse, sobre su célebre tiranía y sus consabidos maltratos, los creadores decidieron abrir el juego a la compleja codependencia que estableció con Verdon a lo largo de su vida juntos, tanto en el terreno profesional como privado. La llegada de ambos a Broadway fue decisiva en varios terrenos. Gwen Verdon se convirtió en la mejor bailarina que había visto el musical teatral en su tiempo, según lo consignó el obituario de The New York Times luego de su muerte; deslumbró en la noche del estreno de Can-Can en 1953, bajo las directivas de Michael Kidd, y logró una ovación del público que la obligó a salir del camarín mientras se cambiaba; y formó un equipo notable con Fosse en el debut en escena en Damn Yankees (1955), obra en la que se conocieron y comenzó su odisea juntos. Bob Fosse ascendió de bailarín de coro en Kiss Me Kate (1953) a coreógrafo creativo de Broadway; modeló un estilo de baile novedoso, delineado sobre movimientos seductores y gestos provocativos, sobre una iconografía de manos arqueadas y sombreros negros; e inundó la escena de personajes del submundo, de desclasados y marginales del cabaret. Sus logros fueron distintivos e individuales, ella reina en el teatro, el advenedizo en el cine; juntos formaron una unión única y perdurable.
LOS PROTAGONISTAS, LOS ACTORES
La primera imagen de la serie lo muestra a Bob Fosse frente al espejo, con el cigarro apenas sostenido por la boquilla inclinada. En ese opresivo primer plano se ajusta el moño del smoking, y en un parpadeo regresa al pasado, al zapateo lúdico de la niñez. Pero el instante se agota y el tiempo vuelve a la realidad: al rostro ajado en el reflejo, a los insistentes golpes en la puerta, a la hora de salida. La puerta se abre y salimos al escenario, Fosse ahora ensaya las preliminares de la puesta en escena de Sweet Charity en su versión cinematográfica. Verdon es la modelo en malla negra que encarna esos movimientos, a los que les dio vida sobre las tablas y ahora intenta revivir para la cámara. “Hollywood, quedan 19 años”, reza una placa. ¿Quedan 19 años para cuándo? ¿Para el final? Esa cuenta regresiva que propone la serie se reinicia una y otra vez, disparada por hechos claves, por triunfos y fracasos, por tragedias y emociones.
Interpretar ese viaje de horizontes imprevisibles fue todo un desafío para los actores elegidos: Sam Rockwell y Michelle Williams. Ninguno de los dos proviene de Broadway, de la canción o el musical. Rockwell ensayó rutinas de baile casi como un juego en Iron Man o en sus participaciones en Saturday Night Live; Williams aprendió a bailar para interpretar a Marilyn Monroe en My Week with Marilyn y desde allí se atrevió a pisar Broadway en la adaptación de Cabaret de 2014 (luego llegaría su participación en El gran showman junto a Hugh Jackman). La apuesta de la coreografía imaginada por Andy Blankenbuehler no consistió entonces en entrenar a sus actores como bailarines, en concebir rutinas exigentes o audaces geometrías escénicas. La idea fue mostrarlos cómodos en su cotidianeidad, concentrase en las escenas de gestación de las ideas musicales, en el germen mismo de las inolvidables coreografías. Para ello decidió no imitar los resultados sino imaginar su proceso previo, entender la búsqueda del ritmo, la perfección del estilo. Blankenbuehler –quien trabajó con Verdon en la puesta del musical Fosse y hoy prepara la adaptación al cine de Cats– cuenta en una entrevista con The Washington Post que su intención nunca fue seguir paso a paso las rutinas de Fosse. “Nuestra historia más importante era lo que sucedía en el interior del proceso de trabajo, lo que ocurría en sus vidas y los llevaba a entender el arte como forma de enmendar las almas heridas”.
Mientras el Bob Fosse de All That Jazz se expande hacia afuera, en esas extravagantes rutinas que concentran el anhelo de llegar a la cima, de respirar el mismo aire que el que mantuviera vivo en su memoria la imagen de Astaire, el de Fosse/Verdon se dispersa en sus sueños quebrados, en su eterna dependencia de aprobación, en sus caprichosas inseguridades. Ese ego cuya firmeza se consagra en su eterna seducción, en sus múltiples amores, en sus conquistas pueriles, tiene como contrapunto una fragilidad casi infantil, a la que Rockwell dota de astucia y manipulación. Su Fosse es menos un artista con miserias que un hombre que intenta alcanzar la medida de sus ambiciones sin nunca conseguirlo del todo, egoísta y frustrado, siempre en fuga de sí mismo.
La escena que mejor representa su vínculo con Verdon es la que marca su encuentro. Verdon es ya una estrella con premios y ovaciones, y pese a ello acepta realizar una prueba para el rol de Lola en Damn Yankees, musical con el que Fosse se consagraría como coreógrafo. En la pista de baile sus cuerpos complementan el afilado intercambio de sus diálogos, una seducción que se alimenta de la inevitable vanidad, de la secreta disputa, de la creación conjunta. Williams nutre a su Verdon de una complejidad interna que trasciende toda exigencia musical: no solo sus emociones se agitan bajo sus estados más calmos sino que sus audacias artísticas son capaces de emerger con la mayor naturalidad. En el set de Cabaret es capaz de sacar a su marido del pantano creativo al sugerir su propio vestuario para la Sally Bowles de Liza Minnelli, o de traducir las extravagancias de Fosse en un lenguaje aceptable para los productores, es también capaz de hallar el corte justo en la sala de montaje y de entender que la seducción de Lola en Damn Yankees crece cuando sacrifica su glamour.
¿QUIÉN FUE GWEN VERDON?
La carrera cinematográfica de Verdon tuvo notoriedad con la interpretación de Lola en la versión de George Abbott y Stanley Donen de Danm Yankees, estrenada en cines en 1958. Luego tuvo algunas participaciones en televisión, el homenaje de Francis Ford Coppola en Cotton Club (1984), su estelar aparición como eterna pelirroja en Cocoon (1985), su aparición como la madre de Mia Farrow en Alice (1990). Pero antes había llegado a la cima en el teatro, había conquistado aplausos de pie, críticas elogiosas e infinitas premiaciones. El punto de quiebre en su carrera fue el triunfo en el musical de Cole Porter, Can Can: un homenaje conmovedor que la audiencia le regaló a quien los había conquistado. En la serie, la escena consigue una mística particular, adherida al rostro emocionado de Michelle Williams, a sus lágrimas que asoman sobre el murmullo extasiado del público, a ese fondo de sombras que atesora el misterio de esa consagración. Para Nicole Fosse, “ver a Michelle en ese eterno recorrido de la cámara que la envuelve, hacia atrás y hacia adelante, que despliega todas sus emociones, me permitió entender realmente lo que fue ese momento en la carrera de mi madre, un punto de quiebre para toda su vida”.
Después del encuentro y el casamiento con Bob Fosse, la carrera teatral de Verdon tuvo uno de sus máximos triunfos con Sweet Charity en 1966, y de allí en más se combinó con su dedicación a la maternidad, con su rol de anfitriona perfecta en las fiestas que daban en el exultante Hollywood de los 70 –en una casa extravagante, decorada al estilo Versace, que la serie recrea con divertida complicidad–, a explorar sus posibilidades como actriz dramática. Pero hubo un rol clave en su vida como artista al que la serie decide restituirle el justo valor. Una tarea invisible pero decisiva, signada por el torbellino de su matrimonio, por las humillantes infidelidades de su marido, por la absorbente dependencia que los mantenía unidos, pese a las pastillas, a los médicos y a las internaciones.
Esa tarea condensaba sus ideas para dar forma a la coreografía de “Big Spender” en la versión cinematográfica de Sweet Charity, sus invenciones para la viabilidad de Cabaret en el rodaje en Munich, su ingenio floreciente para dar vida al universo de Chicago, su equilibrio para sacar a flote cada una de las aventuras que la unieron a Fosse, sobre las tablas y en la pantalla, más allá de la separación afectiva que marcó los últimos años juntos. La Verdon de Williams conquista su autonomía dando lugar a sus propias dudas y contradicciones, a sus temores y elegidos sacrificios. En su piel, Verdon es el vivo recuerdo de ese estilo vibrante que quedó en nuestra memoria después de ver tantas veces las películas de Bob Fosse, y que ahora encuentra en su ingenio y su percepción el impulso incansable detrás de la consagración. No solo en las coreografías sino en la intrincada forma de sus emociones, en ese anárquico compendio de talento y audacia al que juntos le dieron forma. Fosse/Verdon restituye la vitalidad de esa experiencia, la sensación de asistir a la emergencia de algo único, del que hasta ahora solo habíamos visto sus consecuencias.