Domingo, siete de la mañana. El pronóstico en el celu anunciaba nubes y una temperatura máxima de 23 grados. Ideal para la expedición. Unos días antes de venir a Las Toninas, un flaco que conocí por Manhunt me había contado que entre Las Toninas y Santa Teresita había una playa nudista. Abrí el mapa de google e hicimos juntos la caminata por la arena virtual. “Acá hay un camping, justo antes está la playa nudista –. Y por acá se garcha” –dijo señalándome unos bosquecitos con la flechita del mouse.

En el morral metí una botella de agua, el teléfono, el pastillero con las pastillas del mediodía, un paraguas (por si acaso se largaba llover en mitad de la expedición) y algo de dinero para almorzar en Santa Teresita, después de una caminata por la playa de aproximadamente 5 km. 

Desayuné y me unté el cuerpo con protector 30, porque como es sabido, por más que había decidido dejarme la remera puesta, los rayos ultravioletas atraviesan las nubes y la ropa. 

Salí a las nueve, bajé hasta la orilla del mar, metí las ojotas en el morral y encaré la caminata hacia el sur con los pies en el agua. Había bastante actividad en la playa, sobre todo mucha gente que, como yo, había decidido que era una excelente mañana para caminar. 

Antes del mediodía pasé frente al club de mar y llegué a la playa sin vigilancia de guardavidas que me había indicado mi amigo. Una vez en el lugar, me di cuenta de que con tanta circulación de gente era imposible practicar el nudismo ahí. Me interné entre los médanos y llegué a un bosquecito de acacias. Ni un alma. Todo limpísimo, aunque algunos rastros humanos había: colillas de cigarrillos y, en el centro de una gran depresión circular entre los médanos salpicada de latas y botellas vacías, los restos de una fogata. Me interné en un bosquecito de acacias en busca de rastros de actividad sexual, pero en aquel paraíso verde donde hasta los envases vacíos armonizaban con la ecología del lugar, no encontré nada, ni un forro usado. De pronto una nube gigante con forma de ballena emergió del mar. Volví a la playa y las potentísimas ráfagas que soplaban desde el sur me devolvieron casi volando a Las Toninas. 

Para la segunda expedición, un martes soleado a las 4 de la tarde, había averiguado cómo llegar en colectivo. Bajé a la altura del club de mar, en calle 7 y Mendoza, y desde ahí caminé 200 metros hasta la playa. Desde la cima del médano más alto, un osote en pose de titán parecía fiscalizar todo. Algo más allá, una loca en zunga con corte de pelo cosplayer en tres coloraciones ardía bajo los rayos del sol. 

La arena me quemaba los pies. Busqué refugio a la sombra en el bosquecito de acacias, donde encontré la primera evidencia de actividad sexual: unos sobrecitos de gel lubricante. Se escuchaban también unos pasos que hacían crujir las ramas caídas. Al rato, un viejo bronceado y fibroso asomó entre los arbustos y me cabeceó para que lo siguiera al corazón del bosque, donde nos encontramos con otros dos que ya estaban desnudos.