La conmemoración por los 50 años del Rosariazo ha tenido en la ciudad dos núcleos de encuentro prioritarios. Uno de ellos es el Espacio Cultural Universitario (San Martín 750), dependiente de la Universidad Nacional de Rosario. Entre el jueves y el viernes, a través de la organización del Grupo de Estudios sobre Fotografía Latinoamericana, hubo paneles y discusiones, con la atención puesta en la reflexión sobre la imagen y la construcción de la memoria colectiva. De esta manera, fotoperiodistas e investigadores compartieron diálogos en torno a uno de los hechos más significativos en la vida de la ciudad y del país, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía.
El otro ámbito es el Centro Cultural Fontanarrosa (San Martín 1080). Apenas cuadras entre los dos edificios, y un mismo lazo comunicante. Tanto es así que ese jueves, tras participar del panel compartido con Enrique Marcarian en ECU ("La construcción de la imagen. El Rosariazo"), el realizador Charly López presentó en el CCRF la primera parte de El Rosariazo, su "documental interminable" en palabras del cineasta Pablo Romano, quien ofició de presentador.
La apreciación de Romano es cierta. Un primer corte de este trabajo pudo verse hace diez años exactos, también con motivo del aniversario de aquella explosión social. Ahora, López reestrena y continúa en este laberinto de archivos y entrevistas que seguramente lo asedien y hasta tal vez desesperen, vista la imposibilidad virtual de incluirlo todo. Lo que pudo verse el jueves alcanza los 45 minutos de duración, y muchas de las entrevistas que expone ya son, a su vez, testimonio de hace una década. El tiempo corre a la par del cine, no hay manera.
Ahora bien, lo que López logra es hilvanar un relato cronológico, que recrea el primer Rosariazo entre la actualidad de los testimonios y la puesta en movimiento del material de archivo. El efecto es extraordinario. Porque observar la Rosario de hace décadas, en movimiento, obliga al juego del espejo extraño. El espectador se ve a sí mismo, pero distinto. La imagen que se devuelve es familiar y sin embargo otra. No hace tanto pero pareciera que sí. Efecto raro. Que la película sutura desde la puesta en presente del hecho. Lo sucedido está acá, bien cerca, al lado de uno.
Observar la Rosario de hace décadas, en
movimiento, obliga al espejo extraño. El
espectador se ve a sí mismo, distinto.
De esta manera, las notas casi risueñas acompañan el film en un primer momento, como la anécdota de quien hiciera esconder por un familiar que trabajaba en bar El Cairo la bolsa con las bombas de estruendo. Un momento de fulgor juvenil se traza entre las palabras. Las reuniones espontáneas, como fogonazos, habrán de conducir a la unidad y concordancia entre estudiantes y trabajadores. La chispa de un avispero que tendrá su golpe de efecto -estético, moral- en la fotografía que informa sobre el paradero del estudiante Adolfo Bello, gracias a las peripecias que lograron que las fotos no quedaran en manos de la policía.
Pareciera, mientras se ve el film, que ese ardor juvenil habrá de conocer un rebote oscuro, inmediato. A Bello se lo asesina de modo despiadado. En esa misma ciudad que todavía se camina. Prolegómeno de la otra muerte juvenil y de angustia que cifra el nombre de Luis Blanco. Apenas un niño, 15 años. El relato de la hermana no puede ser más hermoso. Convoca imágenes desde las palabras, y lo que se recibe es de una sensibilidad plena. De lo imposible de concebir algo así -porque él debía estar en la puerta de su casa, fue su curiosidad de pelirrojo (dice ella) la que lo llevó allí- a lo tangible del hecho.
Por eso, la película de Charly López encanta y duele. Es tan próximo ese tiempo que pasó, que casi se lo puede tocar. Por eso mismo, las muertes se respiran, el cine las revive, y trae consigo ese día a día que significa la construcción de la memoria. Como lo expresó uno de los asistentes, agradecido con el realizador: "trajiste a la vida de nuevo gente que ya no está". Está bien que sea así. Que la película actualice y recuerde ese dolor, de dictadura y de reclamo por derechos sociales. Justamente, es entre las imágenes que Charly López desempolvó cómo apareció el rostro de Eduardo Garat, partícipe de aquellos hechos, y desaparecido en 1977. Era compañero de Chiqui González, ella lo reconoció, supo explicar López.
La película de Charly López encanta y
duele. Es tan próximo ese tiempo
que pasó, que casi se lo puede tocar.
Hay más imágenes sorprendentes. Las de los diarios arrojados desde las ventanas, para alimentar el fuego de los atrincherados. Hasta muebles. Se sumaron también quienes salían de sus oficinas, en camisitas blancas y traje. Una efusión social que quiso ser oída en los medios. Alguno de éstos, célebre y radial, los esquivó. Lo mismo hace hoy otro de estos canales de comunicación, al no dar vía de acceso al material audiovisual que guarda. También lo hacen quienes liquidan, desprecian, tiran el registro que de la ciudad alguna vez se hizo. El estado es quien debiera velar por la preservación del cine.
La segunda parte de este trabajo podrá verse en el mes de septiembre, en el marco del Festival de Cine Latinoamericano que organiza el Centro Audiovisual Rosario.