“Yo no quiero realismo. Yo quiero magia”, dice Blanche Du Bois a Mitch, su pretendido en retirada. La frase podría ser una de las definiciones posibles para un personaje al que, perdidas las esperanzas, sólo le quedan ilusiones. La verdad avanza y el viaje (el que la llevó a New Orleans a visitar a su hermana y el de su vida), se está terminando. Pero no es sólo el conflicto entre realidad y fantasía lo que sostiene a Un tranvía llamado Deseo, la ópera de André Previn que el martes puso en escena el Teatro Colón. En su estreno sudamericano, la obra compuesta en 1998 tuvo una versión bien lograda, con la dirección de escena de Rita Cosentino y un convincente cast de cantantes.
El drama de Tennessee Williams, que Elía Kazán supo llevar al teatro y al cine, también está atravesado por la intolerancia, la violencia y otras formas de patetismo que producen las disputas cuando ya nada importa. El espacio elaborado por la puesta en escena contextualiza sin clemencia la desdicha. Hay dos habitaciones centrales, a la izquierda, por afuera, una escalera que lleva a lo de la vecina de arriba y del otro lado, a la derecha, el baño, el único espacio de intimidad posible en ese desconcierto humano compuesto por amigos y parientes, del que Blanche y la lenta revelación de su desgracia son el centro.
Un tranvía llamado Deseo es una ópera extensa, con un primer acto impiadoso, el segundo más dinámico y un final conmovedor. La música de Previn, que tuvo en el director irlandés David Brophy y en los buenos reflejos de la Orquesta Estable óptimos intérpretes, la hace llevadera. La combustión de distintos estilos, entre los neoclásicos europeos y la marca norteamericana de las elaboraciones jazzísticas, acude con gracia para alivianar un texto torrencial, en el que la lascivia y la violencia palpitan continuamente.
El barítono David Adam Moore resolvió con buena vocalidad y presencia algo acartonada a Stanley Kowalski, ex camionero de origen polaco “nacido y criado en Estados Unidos”, que en su larga participación no tiene arias. La que sí tiene es su mujer Stella (bien interpretada por la soprano Sarah Jane McMahon), que enamorada de tanta masculinidad no termina de ponerse del lado de su hermana Blanche. Y justamente para Blanche, muy bien representada por la soprano Orla Boylan, están reservados los mejores momentos de la ópera, con arias como “Hay cientos de papeles”, en el primer acto, o el maravilloso monólogo del final del segundo acto, cuando rodeada de los fantasmas de su memoria, cuenta el suicidio de su marido homosexual. Y en la muerte simbólica del final, cuando los doctores vienen a buscarla y ella se va repitiendo que “siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”.
Más que la música, siempre amigable, la temática y la extensión de la obra pusieron a prueba al público. Al comenzar el tercer acto, después del único intervalo, quedaron numerosos claros en las plateas y muchos de los palcos bajos estaban desiertos. Acaso fue el clima asfixiante de la miseria material representado en escena y la desdicha de los personajes, a pesar de que los había vestido Gino Bogani, lo que no interesa a ese sector del público del Gran Abono que, como Blanche, prefiere la magia al realismo.
Entre flores para todas y todos, entregadas por poco explicables figurantes vestidos con librea y blancas pelucas dieciochescas, los mejores aplausos fueron para la convincente Blanche que compuso Orla Boylan, la irlandesa que a último momento reemplazó a la soprano argentina Daniel Tabernig. También la directora de escena tuvo su buena porción de aplausos. Cosentino tuvo además el significativo gesto de hincarse para besar el escenario. Ese lugar en el que sin realidad, no hay magia posible.