Un fantasma me atraviesa. Tengo en la biblioteca –en el estante de los libros de cine– una pila de cassettes TDK en sus cajas originales. Son entrevistas que hice en Cuba a fines de los noventa; terminaba el período especial y yo viajaba a convertirme en lo que no soy. Nunca las publiqué ni volví a escuchar. Suelo tomar notas, registrar voces o imágenes y no hacer nada con esa materia en bruto. Por pereza o por impericia. En este caso ocurría algo más: los matices me abrumaban, no coincidían con la postal que había ido a buscar a San Antonio de los Baños, a Centro Habana, al Vedado. Quizá porque la experiencia nunca coincide con lo que uno espera de ella, quizá porque el reflujo ácido es inevitable cuando se chupa hasta el hueso. Además, lo que había vivido dialogaba de manera singular con la pequeña Habana que conocí en Buenos Aires. Me resultaba complejo amasar esos elementos dispersos en una ficción para poder pensarlos, no eran los temas más habituales de mis relatos. 

Muchos años después –mientras hacía girar un lápiz por el agujero de un TDK para volver a su lugar la cinta que mi hija había desenrollado– vi la etiqueta “Narradores cubanos. Pinos nuevos”. Me acordé de una charla sobre tallarines, Cabrera Infante, espeleología y Foucault, iniciática en varios sentidos. Y también de un viaje. La autopista estaba a oscuras, íbamos apretados en un auto viejo, sin cinturones. Sin embargo, nos sentíamos seguros. Esa epifanía me llevó a inventar y fue el origen de “El que sabe de espuma”, uno de los cuentos de mi libro No tenemos apuro (Club Hem, 2016).