Para Aníbal
A mí siempre me importaron un carajo los coches, pero tengo que reconocer que viajar en ese hipopótamo –se movía en la autopista oscura como en un pantano que conocía de memoria– me hacía sentir una diva de los 40 o de los 50. Aunque para parecer cubana estuviera vestida con un enterito de lycra y plataformas verde flúo.
Recostaba mis hombros calcinados en el terciopelo del respaldo y convocaba al espíritu de Norma Desmond en Sunset Boulevard, mientras Milady se terminaba de pintar las uñas de la mano izquierda. Habíamos pasado toda la tarde mirando VHs de Billy Wilder en un televisor diminuto en blanco y negro, en la sala del departamento que compartíamos con una familia de lagartijas en la escuela de cine. Las líneas de diálogo de los guiones de Wilder se me cruzaban con el ruido de la heladera soviética y las nuevas palabras en cubano que intentaba aprender.
Estaba en la isla desde fines de agosto, pero hasta ese momento, además de la escuela, lo único que conocía era un paladar en San Antonio de Los Baños, y un mercadito que nos vendía la Tropi Cola, el ron y los jugos de fruta. Tomábamos para empujar la yuca reseca del comedor y para aletargarnos al lado de la ventana mientras esperábamos el paso del huracán Georges. O el huracán Giorgio, como le decía Milady. Una semana antes, en el mismo televisor del departamento, Fidel nos había explicado con precisión meteorológica, durante ocho horas, el recorrido de Giorgio. Hasta que se fuera para otra isla o a molestar a los yanquis, había que evitar el riesgo de quedar envuelto en el torbellino y aterrizar en una plantación de tabaco o en medio de una rumba. Entonces, aunque estaba por arrancar el otoño, esa iba a ser mi primera noche en La Habana.
Picaio, el taxista, escuchaba nuestra conversación.
–El malecón está hecho una ruina, chica. Después de Georges, vas a ver la sombra de la sombra de lo que fue.
–Se dice “la sombra de lo que fue” –lo corrigió Milady.
–La sombra de la sombra –repitió. No dio más explicaciones.
Picaio intentaba sintonizar algo que no fuera Radio Reloj, pero los otros programas se escuchaban con interferencias. Así que volvía a la sintonía de origen: Radio reloj, veinte horas, cuarenta minutos, diez segundos, Radio reloj, veinte horas, cuarenta minutos, veinte segundos, Radio reloj, veinte horas, cuarenta minutos, treinta segundos. En el asiento de atrás, yo le sacaba información a Milady sobre la fiesta a la que me estaba llevando. Mi amiga tenía la intención de que atravesara la noche sin pisar los lugares que mis viejos habían fotografiado en los 60: la Plaza de la Revolución, el Ambos Mundos, Coppelia, el Floridita. A mí se me revolvía un poco todo: lo de la escuela de cine había sido una excusa, yo lo que quería era conocer la plaza donde Rebeca –la prima de papá que trabajaba en la Agencia– había conocido a Rodolfo Walsh.
–Qué pena.
Me miró sin entender. La palabra “pena” significaba, para Milady, muchas cosas.
–Quise decir qué lástima.
–No seas patética, amiga.
Me gustó que me llamara así; Milady era mi primera amiga mulata con el pelo decolorado al naranja y trencitas en la cabeza.
Radio reloj, veinte horas, cincuenta y cinco minutos, diez segundos.
Picaio apagó la radio.
–Vamos a lo de Gretel o Gretchen, no me acuerdo bien. Es una alemana que vive en el Vedado. Te va a encantar. Desde su casa se ve el patio del Palacio de la Música.
Esa noche tocaba Paulito y en la terraza íbamos a bailar todo el recital. Como lo cobraban en dólares estaba imposible para los cubanos y para los estudiantes como nosotros.
–Ya no quiero más llamaditas anónimas, ya no quiero más llamaditas anónimas.
Qué mal cantaba Milady.
–¿Y qué hace Gretel o Gretchen en La Habana?
–Nos estudia a nosotros. Bueno, a ti no. A los escritores cubanos. Somos sus conejillos de Indias.
Me ofreció el esmalte de uñas. Lo rechacé. Milady pintó una estrella plateada en la ventana. Nadie abandona a una estrella. Por eso es una estrella. Norma Desmond me hablaba al oído. Afuera, el cielo estaba negro.
–Cuidado –se metió Picaio–. Que no te den de beber nada raro. Estos alemanes son todos unos mengueles.
Miré los ojos de Picaio por el espejo retrovisor: chiquitos, puro iris y pupila, como de pájaro. Quedaban un poco escondidos detrás de la muñeca de trapo vestida de blanco y tapada de collares que colgaba como adorno. Yemajá. Me caía simpático.
Según me explicaba Milady, Gretel o Gretchen había conseguido que todos los meses la universidad de Heldenberg o Herdenberg le depositara en la cuenta lo suficiente para alquilar un palacio de dos pisos con termotanque eléctrico en el barrio, comer en un paladar dos veces al día, y comprar suficiente ron y porro para dejar contento a su objeto de estudio, es decir, toda (o casi toda) la literatura más o menos joven de la isla. Milady estaba en el grupo: el año anterior había publicado, en una antología berlinesa, un cuento sobre una técnica agropecuaria que se hacía jinetera durante el período especial, se casaba con un tal Giorgio de pelo en pecho, y terminaba cocinando moros y cristianos en una cantina en Nápoles. Así, se había recibido de nueva escritora cubana.
–Hasta me llamaron “ícono femenino de la generación novísima” –dijo Milady tentada–. Varios de mis amigos somos íconos de distintas cosas, algunas tan raras que ni sé qué son.
La miré con envidia. A mí, ni por casualidad me llamarían ícono de nada. Ni siquiera se llegaba a leer mi nombre en los créditos de la comedia de la tele: el cartelito de “colaboración en guiones” pasaba más rápido que el del catering. El programa trataba de un hombre y una mujer que firmaban un contrato de alquiler para el mismo departamento, por una estafa, pero que decidían por un tiempo compartir la casa sin conocerse. Mi mayor mérito era encontrar una línea de diálogo que empezara con la última palabra de la escena anterior. Por ejemplo, un personaje terminaba la escena con la palabra “destino” y el personaje de la escena siguiente, en un espacio distinto y en otra situación, arrancaba con “Ese destino” y así.
–Lo mío no tiene nada que ver con jineteras, ¿sabes? –me dijo Milady–. Escribí un poema de cuarenta páginas sobre las diferentes formas que sugiere la espuma del mar en la arena de acuerdo con la luz. Yo no quería, pero Newton me convenció.
–El que sabe de espuma es mi primo Usnavi –interrumpió otra vez Picaio–. Armó una fábrica de cerveza en la casa.
Me quedé un poco tildada: Picaio había hecho (en la vida real) lo que hacían mis personajes. De una manera mucho menos obvia, pero lo había hecho.
–Vende en pesos cubanos. Si quieren pasamos por ahí y le llevan unos litros a Gretchen. Así no tienen que beber lo que les convide.
–¿Vende habanos también? –pregunté.
No sé por qué hice la pregunta, supongo que para ver si contestaba retomando mis palabras. La voz de Picaio me atraía cada vez más.
–Usnavi había conseguido un par de docenas; se las comió el puerco que están criando.
Nos contó que el primo tenía que ducharse en lo de un amigo, porque la bañera había quedado para el puerco. A las cinco, cuando llegaba el agua, Usnavi cruzaba en calzoncillos y chancletas la plaza de San Antonio, con una toalla en los hombros y un neceser de Aeroflot.
–¿Te acuerdas de Newton? –siguió Milady–. Es fanático de la ciencia ficción, ya tú sabes. Pero se inventó una novela de un músico mulato y una solterona escandinava. Ahora no para de dar entrevistas.
Newton era uno de los escritores amigos de Milady; usaba campera de cuero con tachas, remeras muy ajustadas y pelo largo con flequillo. Parecía más un rollinga de Rafael Calzada o el plomo de Hermética que un fanático de la ciencia ficción. Manejaba la moviola en la sala de montaje y era proyectorista de la escuela. Una vez, se había ofrecido a enseñarme a usar unos proyectores a carbón que había en el sótano. Nos pasamos la noche entera intentando proyectar unas pornos de Europa del Este que un director polaco había traído al congreso de cineastas del 75. La protagonista era bastante conocida: se llamaba Elka. Como los carbones se apagaban o la película se cortaba, nunca llegábamos a apreciar sus habilidades específicas. Vimos, por ejemplo, a Elka como recepcionista de una oficina, llegaba un rubio de saco y corbata, le entregaba unas carpetas, Elka sacaba un sello de un cajón, se le desprendía un botón de la camisa, el rubio le miraba el escote y ahí nomás se cortaba la película. La solterona de la novela debería estar inspirada en Elka: de este lado del Atlántico, las gringas eran todas iguales.
–Usnavi conoce Europa –se metió otra vez Picaio–. Su hijo tuvo un hijo con una catalana. Le mandaron la carta invitación.
Milady se retocaba el maquillaje en un espejo con orejas de Mickey Mouse, se acomodaba un top verde loro que llamaba “bajichupe”, se sacudía migas imaginarias del jean.
–No creas que no me lo pensé, Picaio.
–Me trajo unos dulces asquerosos: se llaman “regaliz”.
–A mí me miras fuerte y me embarazo.
Milady jugaba con una tarjeta de cartón de colores, la publicidad de uno de esos fastfoods que empezaban a abrir en el centro de La Habana. Una hamburguesa, un dólar. Algo parecido a lo de mi país en ese momento: un peso, un dólar.
–Pero después te pasas la vida cocinando y planchando. A largo plazo, la literatura es mejor negocio.
Picaio apartó la vista de la ruta y la miró como si le estuviera hablando en alemán. No sabía muy bien por qué, pero las palabras de Milady también me resultaron extranjeras.
Me acordé de Froilán, el primer cubano que había conocido en Buenos Aires. Le había pagado quinientos dólares a Verónica, una chica de la isla de Villa Fiorito, para que se casara con él y le dieran la residencia. En verdad, los quinientos dólares se los entregó a un pelado con cara de boxeador que bailaba sobre los parlantes en Azúcar, la salsera del Abasto, y era el padre de Claudio Paul, Dalma y Guillermo, los tres chicos de Verónica. La primera vez le costó mucho encontrarlos entre los pasillos: era un tipo de laberinto diferente a los de Centro Habana, aunque ni en uno ni en otro te encontrabas con Ariadna para que te guiara con un hilo.
Cada vez que Froilán iba a buscar a Verónica para llevarla a su casa y hacerle la comedia a la asistente social, tenía que pagarle al boxeador salsero otra vez quinientos dólares. A mí me divertía ayudarlos a armar la puesta en escena: acomodar los cepillos de dientes y la pinza de depilar, colgar los corpiños y las tangas de la soga, poner un camino de mesa y unas flores secas en el comedor. La asistente que los visitaba se daba cuenta, pero aceptaba entrar en el juego y nos quedábamos tranquilos todos.
–Y, Cuba, ¿tu isla se parece a la mía? –, le preguntó un día Verónica a Froilán.
Estaban en el comedor de la casilla, que se separaba del dormitorio con una cortina de plástico en tiras amarillas y azules. Verónica había cargado una jarra de agua en la canilla de la puerta y ahora le agregaba azúcar, para que los chicos tuvieran algo dulce después del guiso de arroz. Froilán hacía lo mismo en período especial, pero no le contestó nada.
Había estudiado para ingeniero de aviación en la Unión Soviética, y juntaba los dólares cantando “Chan Chan” o “El cuarto de Tula” los sábados a la noche en el bar de los cines de un shopping; él lo llamaba el lobby bar porque le recordaba uno de Varadero donde había trabajado. Sacaba a bailar a las señoras entre las fotos gigantes de JimCarrey, Begnini o Brad Pitt. Ellas se reían y le dejaban propina. Un peso, un dólar. “Onedollar”, así se llamaba el hijo de Froilán que había quedado en Pinar del Río.
–¿Queda muy lejos la casa de su primo? –le pregunté a Picaio.
Miré a Milady como pidiéndole disculpas.
–La verdad es que no me gustaría llegar sin nada a la fiesta de la alemana.
Picaio frenó de golpe. Dio marcha atrás y se metió por un camino estrecho de tierra. No lo había visto antes: era como si la plantación de maíz se abriera al paso del hipopótamo. Llegamos a una casa de madera, con una parte del techo destrozada y la veleta torcida. Picaio se bajó del coche y golpeó en el rectángulo de luz que recortaba la ventana. Una mujer sacó un teléfono y se lo dio. Picaio volvió con un café para cada uno.
–Antes de que lo acaben Usnavi está acá con las birras.
Desde el huracán de Giorgios, en Cuba se habían acostumbrado a la palabra “birra”.
Los pocillos eran de porcelana, todos con dibujos diferentes. Prendí el encendedor para ver el mío: tenía pintado un paisaje japonés en distintos tonos de verde y el borde bañado en oro. Me hacía acordar a los que usaba mi abuela en las reuniones importantes. Como la vez de la despedida, cuando me contó que una tarde en Polonia, unos años después de la Revolución, se lo había cruzado a Lenin.
Milady rascaba el fondo de su taza de metal con la cucharita.
–Cuando quieras te leo el futuro.
–¿No les dije? Ahí llega Usnavi.
Del otro lado de la casa vimos aparecer un Lada despintado. Del auto bajó un basquetbolista mulato con dos cajones de botellas y un paraguas colgando del codo. Espantó a los perros y al gallo con una patada, abrió el paraguas (aunque no llovía) y se acercó a nosotros.
–Para las musas del Gabo podemos hacer un descuento.
Aunque se suponía que era su fundador, el Gabo era casi como un fantasma en la escuela de cine. Muchos creían haberlo visto alguna vez, en la pileta o en las oficinas de dirección, pero nadie estaba seguro. Yo no tenía ganas de conocerlo: contaban que en cuanto te veía, te pedía que soltaras una historia. Si no lograbas seducirlo, te echaba por falta de talento.
–Acá nadie es musa de nadie.
Milady se había tomado hasta la borra del café y tenía un bigotito negro sobre los labios. No se lo limpió. Ella era Norma Desmond. Yo era, travestido, el guionista que terminaba muerto en la piscina y contaba la historia.
Usnavi me habló de sus técnicas especiales para fabricar la cerveza artesanal, de la red que habían armado con los amigos para conseguir malta, botellas, tapas, etiquetas. Y me vendió los cajones. Sin descuento, pero en pesos cubanos.
Cuando salimos a la ruta, dos hombres vestidos de fosforescente nos hicieron señas.
–Para, Picaio. Los amarillos.
Milady me explicó que paraban a los coches que circulaban medio vacíos para que llevaran a las personas que no tenían cómo viajar. En la banquina esperaba una vieja arrugada y muy blanca, con una joroba discreta. Colgaba de su mano un nene vestido con el uniforme de los pioneros; llevaba un canasto tapado con un repasador. El amarillo abrió la puerta y subieron al coche. Todos nos callamos.
Antes de volver a la autopista, Picaio logró sintonizar Radio Revolución. Era la hora del teatro leído. Como si estuviera en uno de esos bares de karaoke en los que también podés hacer playback, intenté reproducir moviendo los labios, sin hablar y sin entender, los parlamentos de los protagonistas. El pionerito me miraba y se reía.
–No entiendes nada, gringa.
No me sorprendió que se riera de mi torpeza. En cambio, me resultó extraño que me llamara “gringa”.