Quienes sostenemos la necesidad de cambiar la Constitución Nacional tenemos, entre otros argumentos, la convicción de que no sólo la historia constitucional argentina contemporánea es escandalosa, sino que el estado terminal del hasta ahora llamado Poder Judicial se vincula a ella. De donde cambiar una, implicará necesariamente cambiar la otra.
Desde que la Constitución de 1949 fue anulada violentamente en 1956 mediante lo que un gobierno de facto llamó “bando revolucionario”, y el constitucionalismo argentino empezó a derrapar, también el servicio de justicia se fue degradando al punto de que hoy, en los hechos y para millones de conciudadan@s, el Poder Judicial es más un feudo corporativo y un arma de sometimiento que un sistema republicano de impartición de Justicia.
Así, desde hace décadas –pero sobre todo en los últimos tres años y medio– vemos cómo la presión política, la corrupción corporativa y el autoritarismo son norma judicial en todas las provincias y casi todos los fueros, y con poquísimas excepciones. Hoy ya no asombra, ni muchos menos espanta, que un presidente de la república, un ministro de Justicia y un miembro del Consejo de la Magistratura operen abiertamente para destituir jueces federales; ni que se presione a cámaras de alzada para quitarle causas a otro juez; ni que un fiscal cuestionado pero “protegido”; por sus pares eluda groseramente testimoniar ante un juez que lo cita varias veces; ni que los mal llamados “servicios de inteligencia” operen, chantajeen y atemoricen como es público y tan notorio como un hato de gorilas golpeándose el pecho en la cancha de Boca.
Pero es notable que, si ante tantas evidencias uno cuestiona que la Justicia muestra comportamientos mafiosos tolerados, y va y dice que ese Poder Judicial ha devenido en un sistema arbitrario y clasista, entre aristocrático y barrabravista, lento, caro y patriarcal, racista y arbitrario, y convertido de hecho en un sistema de poder político temible y para algunos hasta aterrador, entonces los sostenedores y beneficiarios de ese Poder salen con los tacones de punta.
Y la sola denuncia mediática y la propuesta de terminar con ese sistema desatan furibundos ataques mediáticos para tergiversar las argumentaciones e impedir que se razone.
Esto ha llevado a lo que ya señaló esta columna: que la ajuricidad es el principal hecho maldito de la Argentina actual. Y cuando eso sucede, cuando ya no hay justicia, sólo quedan dos caminos: o la Ley de la Selva, o un cambio profundo y radical para dotar a la república de un nuevo Sistema de Justicia.
Que es perfectamente posible, además de deseable, necesario y urgente, y para lo cual el primer paso es –cabe la insistencia frente al silencio corporativo– declarar en comisión a las estructuras superiores del Poder Judicial, es decir a la judicatura completa, o sea a todos los jueces y fiscales. Y organizar rápidamente concursos académicos de antecedentes y oposición, con asistencia de juristas probos, nacionales e internacionales –que los hay– para tomarles exámenes de competencia jurídica y ética, y así recomponer el sistema con una nueva magistratura democrática y verdaderamente independiente. Y asegurarlo y ratificarlo todo después mediante vías plebiscitarias o referendums.
Esto fue condenado por uno de los escribas más tenaces e hiperconservadores de los mentimedios argentinos –quien calificó esta propuesta de “idea trasnochada”– y así avaló y acompañó al ministro Garavano y sus milicias de trolls anonimizados en la distorsión de estas argumentaciones. Que luego fueron maliciosamente repetidas a coro por una docena de “famosos” del cholulaje televisivo oficial. De donde resulta claro que por eso mismo estas ideas deben ser reiteradas para hacer docencia cívica, y ése es el sentido de esta nota.
No hay mejor modo de despolitizar, democratizar y limpiar la administración de Justicia que terminar con la dictadura corporativa. Para ello, la propuesta del Manifiesto Argentino se completa con la idea de que para garantizar una buena administración de justicia para el pueblo argentino lo primero es eliminar –sí, eliminar en su primera acepción de “quitar, separar, prescindir”– a un Poder Judicial concebido romántica y clasistamente para el Siglo 19 pero que hoy se ha pervertido y garantiza cualquier cosa menos Justicia. Y reemplazarlo de inmediato con un Sistema Judicial cuya independencia política y su autonomía frente al Poder Ejecutivo y Legislativo estén resguardadas por una nueva Corte Suprema integrada por entre 9 y 19 jueces, elegidos y/o refrendados por votación popular, con diez años de mandato, sin posibilidad de reelección en sus cargos y pagando impuestos como toda la ciudadanía.
También por todo esto el MA sostiene, desde hace años, la necesidad y urgencia de una nueva Constitución Nacional, que deberá ser sabia, precisa, clara e hiperdemocrática para habilitar y fortalecer una democracia participativa y no exclusivamente representativa como hasta ahora.