Veinte años después del desastre, los ex jugadores del Stroitel Pripyat participaron de una ceremonia agridulce pero reparadora: en un terreno de Kiev se jugó finalmente el partido con Mashinostroitel Borodyanka que no pudo disputarse el 27 de abril de 1986 por la explosión nuclear del día anterior. Del resultado nadie se acuerda, pero las crónicas aseguran que no faltó a la cita ninguno de los ex jugadores del FC Stroitel Pripyat.
“Chernobyl” es el nombre genérico con que se identifica inmediatamente el accidente nuclear sufrido por la Unión Soviética en 1986. “Pripyat”, en cambio, fue tragado literalmente por la naturaleza y el olvido. Situada a unos pocos kilómetros de Chernobyl, la ciudad le pagó caro al destino la distinción, acaso apresurada, de ser la niña mimada del comunismo, el ejemplo de sus logros, la puesta en práctica de una utopía urbana y social. El 26 de abril de 1986, cuando explotó el reactor número 4 y desencadenó el mayor desastre nuclear de la historia, comenzó a escribirse, también, la cuenta regresiva de Pripyat. Al día siguiente, las autoridades soviéticas ordenaron la evacuación de la ciudad. En pocas horas, 1500 colectivos se llevaron a 50 mil personas. Se fueron con lo que tenían puesto, porque no sospechaban ni habían sido alertados de la gravedad del asunto. Jamás pudieron regresar. Algunos murieron por los efectos silenciosos de la radiación. Otros se enfermaron. Muchos fueron reubicados en una nueva ciudad construida especialmente.
Pero Pripyat, creada para albergar a los jóvenes trabajadores de la planta atómica y diseñada según parámetros compatibles con el prometido “hombre nuevo”, se convertiría, para siempre, en una ciudad fantasma.
La recorrida por Pripyat, veintitrés años después, abona una suerte de nostalgia aumentada. Es la añoranza de todo aquello que pudo haber sido y no fue. Como si la Historia, concebida así, con mayúsculas, hubiese sido interrumpida en forma abrupta, para dejar su obra en estado de suspensión. Sin la mediación del contacto humano, la naturaleza irrumpe con salvajismo entre los edificios, las avenidas, los hoteles y los restaurantes vacíos. Pero igual se filtran los signos del pasado: por allá se ve una muñeca rota descansando para siempre y desde siempre arriba de una silla en una guardería; hasta da la sensación de que ha sido plantada ahí para reforzar en los turistas el “efecto tristeza”; más acá, en un cuaderno tirado en el piso, quedan grabados, de un modo tristemente milagroso, los símbolos en alfabeto cirílico de una clase interrumpida de gramática ucraniana. Más allá de la avenida Lenin, un parque de diversiones anuncia, con su deterioro irreversible, que ya no habrá allí risas infantiles. De todos los signos del abandono, el que más conmueve a este cronista –quizás por su condición de hincha del fútbol de ascenso, siempre al borde de la desaparición– es el despojo de lo que fue un estadio de fútbol. De lo que pudo haber sido, en rigor, porque nunca fue inaugurado.
La única tribuna del estadio Avangard se presenta a la vista con lo que le queda del esplendor planificado por el ingeniero y diputado del Soviet Supremo Vasili Trofimovich Kizima, su mentor y artífice. Los asientos de madera, erosionados por el viento, la nieve y el simple paso del tiempo, invitan a sentarse y contemplar el panorama de la ciudad vacía. Pero está prohibido sentarse allí. No se puede tocar ni maderas ni metales e inclusive se debe caminar con cuidado para no tropezar y tener la mala suerte de que las manos entren en contacto con material radioactivo. Un árbol, indiferente a estas precauciones, crece donde debería estar el banderín del corner. La fecha prevista para su inauguración era el 1° de mayo de 1986, en coincidencia con el día de los trabajadores y con la presentación del proyecto de construcción del reactor nuclear 5. Según Kizima, en ese momento, en la llamada “ciudad atómica”, el nuevo estadio era “tan importante como el nuevo reactor”.
El equipo beneficiado era el FC Stroitel (que significa “Constructor”) Pripyat. Había sido creado para garantizar el esparcimiento de una población con un promedio de edad muy bajo (26 años) y un nivel de vida muy alto para el estándar soviético. En su viejo estadio del bosque jugaban en forma amateur los fines de semana. Pero como la idea del gobierno era imponer a Pripyat como “ciudad modelo”, fueron llegando más recursos para el fútbol. Contrataron como DT a Anatoly Shepel, ex goleador del Dinamo de Kiev. El equipo, que en principio se nutría solo de futbolistas locales, comenzó a contratar a jugadores de otros pueblos. Se los seducía con una oferta de trabajo en la planta de energía nuclear. El emblema era un eslavo grandote llamado Victor Ponomarev.
El Stroitel Pripyat salió campeón regional, aunque tuvo menos suerte en el torneo KFK de la Tercera Zona del sistema de la Liga Soviética. Dan ganas de viajar en el tiempo –esquivando, claro, la fecha fatídica– y colarse cualquier sábado en alguna de esas canchitas de la Ucrania profunda para ver jugar al Stroitel contra equipos con nombres tan lejanos y entrañables como “Bolshevik Kyiv” y “Locomotive Znamenka”.
En la madrugada del 26 de abril de 1986, la explosión encontró a casi todos durmiendo. Había previsto un partido para el día siguiente, todavía en la vieja cancha del Stroitel, porque se estaba preparando la gran inauguración del nuevo estadio. Un helicóptero del ejército aterrizó en el terreno de juego del Mashinostroitel, el equipo rival, de la ciudad de Borodyanka. Los militares bajaron con trajes especiales y equipos de medición de índices de radioactividad. Llamaron al DT del Mashinostroitel y le dijeron: “Ya no necesitás ir a Pripyat”. Y eso fue todo.
En Pripyat, ese mismo día, se canceló el entrenamiento porque el viejo estadio comenzó a ser utilizado como helipuerto. La posterior evacuación de la ciudad canceló de hecho la gran fiesta de inauguración prevista para el 1° de mayo. Durante un tiempo se especuló con un inminente regreso que se fue postergando indefinidamente hasta que la gente dejó de preguntar. En cinco meses se construyó una nueva ciudad: Slavutych. Allí fueron relocalizados los habitantes de Pripyat, entre ellos algunos futbolistas del FC Stroitel Pripyat, que se convirtió, sin más trámites, en FC Stroitel Slavutych. Compitió una temporada y después desapareció. Había cosas –historias, sueños, imágenes– que no se podían mudar así nomás.
La visita está terminando y la guía sigue tirando información, pero ya son pocos los que escuchan. Cada cual construye una película distinta en su cabeza. A este cronista se le da por preguntarse qué habrá sido de la vida del grandote Ponomarev, o si habrá sido tan bueno como dicen ese tal Valentin Litvin, distinguido en su momento con la cinta de capitán. Imagina jugadas, gritos de gol (aunque los ucranianos no son muy efusivos) y mira hacia atrás, pero la tribuna ya se oculta tras la vegetación, que crece implacable en su desapasionada pulsión de vida.