ATENCION: este artículo está lleno de SPOILERS sobre “The Bells”, quinto episodio de Game of Thrones.

Y finalmente la moneda cayó del lado de la demencia. Big time.

El rictus de Daenerys Targaryen en la última escena de “The Last of the Starks” no presagiaba nada bueno. Y la moneda que tiran los dioses mientras todos contienen la respiración reveló a una Targaryen desquiciada que redujo a cenizas todo King’s Landing. Todo. Estaba escrito en las caras de Jon Snow / Aegon Targaryen y Ser Davos Seaworth: che, a Missandei la queríamos todos pero me parece que Khaleesi se está pasando de rosca. Nerón con peluca de Jayne Mansfield.

Las inconsistencias argumentales de la semana pasada dejaron paso a un episodio sólido como una roca. O en todo caso como una roca no sometida a fuego de dragón. Miguel Sapochnik, el que ganó una carretilla de premios con “Battle of the Bastards”, le dio forma a un capítulo que es toda una bisagra, que le abre la puerta a un finale impredecible e imperdible. No solo por el tratamiento visual que imantaba a la pantalla. De la tensión inicial al brote de locura total que se lleva la última media hora, el director y los guionistas (y padres de la criatura) David Benioff y D. B. Weiss hicieron uso de la coyuntura de los Siete Reinos combinada con una épica de momento histórico, de esos que analizan los libros que lee Sam Tarly. Los libros de historia de Westeros recuerdan la primera salvajada de los Targaryen con sus dragones; después del domingo, en King’s Landing no queda ni un libro sano.

Pero el anteúltimo episodio de #GoT no empezó como una revoluta de Atrapado sin Salida sino con el aire de una intriga palaciega shakespereana. De a poco fue quedando claro que iba a ser la última charla a disfrutar entre Tyrion y Lord Varys, que varios minutos más tarde demostraría haber tenido todo clarísimo... pero no iba a estar ahí para largar un “Se los dije”. Alcanzó el recuerdo del “espero equivocarme” en su última escena: cuando Daenerys & Drogon entraron a sobrevolar la ciudad meta Dracarys para acá y para allá, la frase resonó como un campanazo en un disco de Nick Cave.

Adiós a Lord Varys, entonces, presente en la trama desde el episodio tres, “el hombre vivo que conoció a más reyes y reinas”, que ya tenía una nueva red de “pajaritos” con la que prefería apostar por Jon Snow antes que por Daenerys en el Iron Throne. La Araña fue apenas el aperitivo de un episodio que no ahorró bajas, todas ellas –This is the end, damas y caballeros- en circunstancias memorables y una de ellas doble. El encuentro de Euron y Jaime fue un cara a cara que se venía cocinando desde el primer chiste sobre manos del Greyjoy en la Sala del Trono, y terminó con triunfo y derrota para los dos: el loco Euron murió diciendo “Soy el hombre que mató a Jaime Lannister”, y el susodicho aguantó lo suficiente para morir de nuevo junto a Cersei. Si la última charla de los hermanos varones –con el enano siempre mirando desde arriba- había sido un banquete, hubo pura poesía visual en la muerte de los mellizos y amantes Lannister, que llegaron juntos y así se fueron de Westeros, bajo los escombros de una Fortaleza Roja en colapso. Escaleras arriba, The Mountain y The Hound tuvieron su esperadísimo #CleganeBowl y terminaron consumidos por el fuego, otro nudito en la historia. La salida de Qyburn, estampado como mosquito por su propio invento zombie, no cuenta tanto como “muerte memorable” pero tuvo lo suyo.

Indiscutiblemente memorable, sí, fue la prematura partida de la Compañía Dorada: como esos troncos del papi fútbol que tienen el equipito oficial del Milan completo pero se les escapa la redonda en todas, Harry Strickland y sus muchachos tan dorados tenían todo el aspecto de no bancarse ni medio round. No llegaron ni al centro del ring: cuando Gusano Gris estaba a punto de dar la orden de lanzarse al cuerpo a cuerpo, Drogon practicó puntería con todos ellos y con eso dio el pistoletazo de salida al carnaval de fuego de Daenerys.

Arya Stark tuvo en el final un momento de pura poesía.

Porque allí estuvo el núcleo de “The Bells”. En el preciso momento en que Daenerys Targaryen dejó de ser un personaje a escala humana, que espoleó a su dragón y la cámara ya no volvió a tomarla, salvo como el pantallazo de un puntito blanco sobre su máquina de destrucción antediluviana. Daenerys se convirtió en una incontenible lluvia de fuego, la pura locura de romperlo todo. En la imposibilidad de volver a empatizar con una protagonista que supo cosechar el apoyo de muchos espectadores, pero desde esa imagen desencajada en la sala del mapa de Dragonstone ya quedó en otra vereda. Ni hablar de quienes deberían acompañarla en su reinado. Arya Stark vivió demasiado de cerca la consecuencia real del brote de locura de la reina (hablando de poesía visual: esa escena de Arya con el caballo...). Sansa y los norteños estarán lejos de aprobar lo sucedido. A Tyrion ya se le advirtió que “el próximo error será el último”, y ciertamente liberar a su hermano rankea como error grosso en la escala Dracarys de Targaryen.

Había que resolver el enorme artefacto en que se había convertido la historia de Game of Thrones. Y sin embargo, los productores se permitieron esa clase de golpe de timón que en el pasado sacudió a la serie, la corrió de lo esperable. No hay nada más difícil para una serie excelente que encontrar un final acorde, lo saben bien los que condujeron al desastre en Lost. Si encima la serie es un fenómeno, las dificultades se multiplican. Y aún así, HBO tiene preparado un tablero apasionante para el episodio final, el domingo 19.

Un poco como Breaking Bad, Game of Thrones también hace historia por la grisura de sus personajes. No queda nadie en quien confiar, nadie que no tenga una moral discutible. Hasta Jon, que a lo largo de la serie mostró convicciones incluso contraproducentes en ciertas situaciones, asistió impávido a la ejecución del eunuco que tenía toda la razón del mundo. Y él ya lo sospechaba, sobre todo después del “Entonces, será por el miedo” de su tía.

Mientras tanto, al cierre de estas líneas Daenerys de la Tormenta sigue calcinando lo poco que queda en pie. Hace unos cuantos capítulos, todavía en su tropical Meereen, aseguró que venía “a romper la rueda” en Westeros. La rompió. La hizo pedacitos. Con los tronquitos hizo una fogata monumental, y se quedó admirando el fuego. ¿El Trono de Hierro? Ahí anda, en el fondo de los escombros. Donde va la Reina de Fuego no se necesitan tronos de hierro.