Desde Barcelona
UNO ...de golpe –aunque la memoria funcione más como una suave palmada en la espalda– Rodríguez se acuerda de una canción. Algo que escuchaba todo el tiempo durante su decisivo pero breve (como alguna vez lo fue la adolescencia; no como ahora, inconcluyente y prolongándose a lo largo de casi décadas) y juvenil peregrinaje a Buenos Aires.
Allí y entonces Rodriguez oía y oía (aunque en realidad oía viendo a su prima Mirta bailoteando entre la cama y el living) una voz que se preguntaba “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?” ¿Era la voz de Luis Alberto Spinetta? (a quien nunca entendió). Seguramente era la voz de Charly García, (quien siempre lo entendió a él como pocos). Y era una buena pregunta y una opción más que justificada aunque –a menudo y por entonces– a las películas en cuestión le faltasen escenas censuradas por los guardianes del orden y de la moral.
Y una cosa conduce a otra y el tiempo pasa y Rodríguez –aquí y ahora, en el centro de otra campaña electoral– se pregunta y canturrea “¿Qué se puede hacer salvo leer biografías de escritores?”. Poco y nada más, se responde.
Porque de un tiempo a esta parte, Rodríguez no lee otra cosa. Lee, incluso, vidas de escritores acerca de los que no conoce nada de su obra (Clarice Lispector, por ejemplo) y que le hacen sentir no como si matase dos pájaros de un tiro sino como si los reviviese. Las biografías de escritores le sirven, también, para –como se decía y tal vez se siga diciendo en la hija patria– hacerse la película. La película en la que él no es un publicista sometido a los caprichos de dos jefes argentinos y mellizos sino escritor. La película en la que él “hace de” escritor. De uno de esos peregrinos que –lo peregrino equivale a todo eso– van por allí en busca de santa reliquia o de manera rara y original o que, simplemente, se mueven de un lado a otro sin salir de sus escritorios.
DOS Y el efecto de semejantes lecturas se vuelve aún más perturbador cuando se sabe absolutamente todo (porque se ha leído todo lo que escribió) el sujeto en cuestión. Y, entonces, el modo en que la vida influye en la obra y la obra influye en la vida y, sí, la literatura es un deporte de riesgo.
De hecho, Rodríguez hasta tiene biógrafos favoritos. Le gusta mucho Blake Bailey (quien ya realizó las impiadosas autopsias de Richard Yates y a John Cheever y a Charles R. “The Lost Weekend” Jackson y hasta a sí mismo y, por estos días, se apresta a entregar su informe acerca de Philip Roth). Y Tracey Daugherty (quien llamó a las puertas de Donald Barthelme y Joseph Heller y Joan Didion y del ahora olvidado pero “next big thing” Billy Lee Brammer). Y Charles J. Shields (de quien ya había leído una de Harper Lee, otra de Kurt Vonnegut y no con la que se cruza ahora y de la que no conocía su existencia: The Man Who Wrote the Perfect Novel: John Williams, “Stoner”, and the Writing Life). En su librería amiga, Rodríguez –quien como tantos otros fue feliz víctima hace ya unos años de la stonermanía– hojea este último libro. Y, por lo que ve allí (algo al respecto ya sabía por artículos leídos en periódicos sobre la novela de Williams que vendió apenas 2000 ejemplares en vida y lo convirtió en best-seller internacional diez años después de su muerte) es una vida deprimente y triste y desesperada.
“Justo lo que necesito”, se dice Rodríguez.
Y paga y sale y entra en su casa. Y, leyendo, empieza a liquidar una vez más esa deuda que tiene consigo mismo, con la vocación que nunca llegó a vocalizar. Así –no pudiendo escribir en voz alta– Rodríguez lee en silencio.
TRES Pero antes de empezar con el triunfal fracaso de Williams, Rodríguez va a su biblioteca y busca y encuentra otra de las biografías de Shields ocupándose del derrotado triunfo de otro escritor, uno de sus favoritos: And So It Goes / Kurt Vonnegut: A Life. Vonnegut es el autor de uno esos contados libros a los que, además de ser geniales, se los puede calificar de perfectos. A Matadero Cinco (que Rodríguez leyó primero en edición de Bruguera y luego en Anagrama) no le sobra ni le falta una coma. De ahí que, cada vez que se cruza con alguna edición nueva, Rodríguez vuelva a comprarlo y lo lea una vez más para ver si, por una vez, consigue entender cómo lo hizo Vonnegut. De ahí que, junto a la angustiosa y opaca vida de Williams Rodríguez también se haya llevado sendas ediciones conmemorativas (la USA y la UK) del cincuenta aniversario de la obra maestra de Vonnegut. Rodríguez, en su momento, ya había comprado la correspondiente al veinticinco aniversario y algo le dice que es posible que no esté para el cmpleaños número setenta y cinco y, mucho menos, para el centenario; así que... Son lindos libros. Y, además, vienen con ensayos de colegas admirados y copias de las sucesivas versiones del comienzo del manuscrito y cartas a su familia desde el campo de prisioneros en la arrasada Dresde y entrevistas alusivas (“Solo una persona se benefició de ese bombardeo aéreo. Yo. Gané tres dólares por cada muerto. Imagínese”). Y recuerda que vio la adaptación cinematográfica de Matadero Cinco (excelente, absolutamente fiel, dirigida por George Roy Hill) en un cine de la calle Lavalle, en aquel mismo peregrinar. En doble programa junto a otra de guerra, una película de guerra “normal”. Una de esas super-producciones desbordante de super-estrellas (algunas nuevas, otras casi muertas). No está seguro si era aquella acerca de la Operación Market Garden o aquella otra sobre la Batalla de Midway. Sí se acuerda que la copia de Matadero Cinco estaba rayada y rota; pero que, aún así, explicaba con inteligencia toda la estupidez que la otra película se limitaba a mostrar como si se tratase de una proeza histórica.
CUATRO Y John Williams –como Kurt Vonnegut– también “participó” en la Segunda Guerra Mundial. Pero no inspiró a las novelas suyas en las que hubo una “existencialista”, un atípico western y “una de romanos” además de la de su granjero profesor. Y el pequeño héroe de su gran libro –William Stoner– no poseía los efectos espaciales del crono-viajero y peregrinante mental Billy Pilgrim en el libro de Kurt Vonnegut. Pero es, también, un peregrino. Y –como Vonnegut– Williams tuvo que enfrentarse a las oscilaciones del mercado editorial. Los dos empezaron en lo más bajo y pasaron allí un buen tiempo. Sólo que Vonnegut –cortesía de Matadero Cinco, en 1969– fue lanzado hacia lo más alto. Y, más allá de los poco rigurosos vaivenes críticos y académicos de rigor, allí permaneció publicando muchos libros y siendo adorado por varias generaciones –incluso después de muerto– como gurú. Williams, por su parte, publicó apenas cuatro novelas entre las que estuvo Stoner (1965), ganó el National Book Award por Augustus en 1972 (pero compartido con John Barth), y se apagó como uno de esos atardeceres en el campo.
Rodríguez relee la vida de uno y lee la vida de otro. Y, sí, uno revive vidas ajenas para, inevitablemente, compararlas con la propia vida. Y Rodríguez no puede evitar el preguntarse qué sucedería si su vida pudiese leerse. Y quiénes lo harían. Y si compararían las suyas con la de él... Y de golpe se acuerda de...