La muestra que la Biblioteca Pública de Nueva York para las Artes Performáticas organizó por los treinta años del álbum New York poseía la puntillosidad de los museos: cada objeto tomado del archivo personal de Lou Reed tenía su correspondiente cartel explicativo, así solamente dijera “Foto de Lou Reed y Axl Rose, Los Angeles, 22 de abril de 1989”. En prolijos exhibidores había cartas (sí, la de Scorsese estaba allí, lo mismo que “Los diez mandamientos de una banda de rock” que se mencionan en la nota principal), las fotos con las que se armó el collage de la tapa, los faxes con los detalles financieros de la gira o las pruebas de arte para cassette.
“Los objetos de esta muestra cuentan la historia de cómo Reed creó, promovió y distribuyó el álbum, y el tour en vivo que siguió al lanzamiento”, explicaba un cartel que resaltaba el aniversario del disco New York. El último día de la exhibición, eso sí, había parlantes por los que sonaban tomas inéditas, grabaciones en vivo, fragmentos de charlas de Reed con los músicos. Todo ese material, proveniente de los archivos que pueden consultarse en ese mismo edificio del Lincoln Center, había sido curado por el músico y productor Don Fleming.
Y estar ahí sentado, junto a diez desconocidos en el mismo estado de éxtasis, fue para quien escribe una experiencia casi del mismo tenor emocional que ver a Lou Reed en persona por primera vez, en aquella conferencia de prensa previa a sus presentaciones de 1996 en el Gran Rex. Eran las mismas canciones de New York, sí, pero la selección de las tomas parecía hecha a propósito para estrujar los corazones de quienes ya gastaron el disco de tantas pasadas.
El sólo hecho de pensar en la cantidad de horas de audio disponibles invita a fantasear con una visita a la ciudad sólo para dedicarse a escucharlas. Eso sí, gentrificación mediante, Nueva York ya no es la de Lou Reed, aunque sólo hayan pasado unos siete años desde la muerte del cantante y poeta. Para buscar aquella ciudad con mucho de mito, con calles peligrosas y bananas que se pelaban en las tapas de los discos hay que abandonarse a la nostalgia, sacar la tarjeta de la Biblioteca Pública, y disponerse a tener en las manos pedacitos de la historia del hombre que documentó y elevó a Nueva York desde el rock.