Nacido en los suburbios de nuestro pueblo bonaerense y pampeano de Chacabuco, Haroldo Conti ingresó a los doce años al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y a los catorce al Seminario de los salesianos, al que abandonó y reingresó dos veces más. Se formó en filosofía y comenzó a leer al padre Leonardo Castellani. Terminó sus estudios en la UBA en 1954 y ejerció como profesor de la secundaria en Santos Lugares. Sobre un suelo místico y existencialista, fueron asentándose y quedando en él lecturas de Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Joseph Conrad y, en otra vertiente, William Faulkner, Cesare Pavese, Dylan Thomas; visiblemente, ciertos personajes de Horacio Quiroga y del uruguayo Juan José Morosoli.
Sin embargo (o es por todo ello), la obra literaria de Haroldo Conti tiene gran originalidad y potencia, y guarda enorme fuerza para las literaturas argentina y latinoamericana. Desde una de las mejores novelas que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), aquélla se caracteriza por su homogeneidad y su considerable densidad. El río, el Delta, las islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso casi imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud, que parece rodear y contener lo esencial de la naturaleza, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no surca, que no avanza, pero que deja huellas.
El moroso desenvolvimiento de sus relatos, la humildad del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias sin trascendencia (según él sostiene), muestran una especial aproximación a la materia narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de “héroes” cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni siquiera importantes: hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro o de algún barco; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado. Los personajes de Conti son parias, abúlicos, desclasados, desapropiados, verdaderos desconocidos, inclusive para sí mismos: “Ahora era todo más agradable. A partir de ahora, sobre esta playa desierta, cocinando estos pescados, podía considerarse un vagabundo. Él no pensó exactamente eso, sino que de pronto se sintió invadido por una extraña serenidad, una nueva placidez y una especie de risueño contento. Ahora ya estaba en aquello que, al parecer, había deseado por mucho tiempo”. Luego, las conjunciones disyuntivas, las frases indirectas, los reflexivos, la progresiva incorporación de interpretaciones poco seguras, siguen acentuando el carácter dificultoso de la relación entre el narrador y su materia. Y, como formando parte de ese proceso de ajenidad-búsqueda-rechazo-adentramiento, lo acercan a ella, dan forma al intento de penetrarla. Van plasmando una narración congruente, en la que narrador y protagonistas, sin identificarse, coinciden en la dificultad de las certidumbres. Unos, en el interior, “viviendo”; otro, en el exterior, contando. Ciertamente, el núcleo está en Sudeste: “Él preguntó alguna otra vez por el barco. Ya se sabe cómo son todas esas historias. Uno dice una cosa, otro dice otra cosa. Se dicen demasiadas, en general, y uno no tiene por qué creer ni la mitad de ellas”.
Es esta literatura esencialista la que impresiona, esa monotonía, esa persecución de lo fundamental, del ser, no del tener: los seres despojados de todo (el Boga, en Sudeste; Milo y el viejo, en Alrededor de la jaula; Oreste, en En vida; el tío que corre, en “Las doce a Bragado”...), que están frente a la naturaleza y al mundo, a las cosas y a los otros seres, como desnudos, como desapropiados. Hay una suerte de conciencia de la falta de propiedad: el mismo discurso es impropio; la palabra siempre corregida no es exacta, no tiene “propiedad”. Una escritura también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar solo lo sustantivo, lo inmanente.
El narrador de los textos de Conti siente qué lejos está; deambula, enumera sin convicción, califica inciertamente, no elige, no indica. La falta de certezas lleva a la memoria errátil, como a un campo de producción de una escritura prerrepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Ambientes de pesadilla, oníricos en todo caso, que llevan al (que salen del) sueño. O “al trabajo del sueño” que, para Freud, no piensa, no calcula, no juzga, se contenta con transformar. Un trabajo transformador desde un “texto” que se despliega como brotando de sí. Ya que ¿de dónde habría de brotar si nada posee?
Es evidente que el narrador duda hasta la raíz, y reniega de las cualidades significadoras del signo, y que, por eso, lo somete al constante bombardeo de un generalizado movimiento de corrección. Pero parece claro, también, que ese ataque pretende, en definitiva, hacerlo más transparente, más servicial, más útil, para significar mejor en su limpieza, en su pobreza, en su ausencia de toda pretensión. Cree posible recuperar un signo perfectible para una realidad aún representable. Su discurso, con ir bastante más allá del autocuestionamiento, está, todavía, más acá de una impugnación (que, por otra parte, lo tornaría ágrafa) a lo representativo.
Pero si la desposesión del espacio social y aun del natural, si la ajenidad del tiempo vivido, llevan al barro, al agua y a la memoria, ¿a qué otro sueño inicial llevará la desapropiación del signo? “Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad”. Se persigue el ser que le han desapropiado, y se lo busca en una situación de despojo radical, así como el discurso persigue su ser en la pobreza del significante. Búsqueda del ser, padecimiento de la máscara. Padecimiento y penetración de la máscara. ¿Hasta dónde? ¿Habrá ser tras el despojo de las vestiduras? (¿Y hay, acaso, esencia humana en la mayor desposesión, en el mayor vacío, fuera “del conjunto de la relación social”?)
Siento que, de las escrituras con las que tuve contacto, la suya es una de las más parecidas al hombre que la hizo. No suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario) y, por eso, durante buen tiempo, me llamó y me sigue llamando la atención. A esa extraordinaria coherencia entre concepción del mundo y del arte, escritura y vida, entre acción y pensamiento, rindió tributo Haroldo Conti, quien, como se sabe, fue uno de nuestros grandes escritores asesinados por la dictadura cívico-militar que devastó la Argentina entre 1976 y 1983.
* Escritor, docente universitario.