La chica más porteña que conocí, hasta el nombre de un tango tenía. Culta, sarcástica, ultra analizada, universitaria con honores, doctoranda o magister, no me acuerdo bien. Había vivido en Londres y Berlín pero, claro, elegía Buenos Aires. Cuarta generación de porteñes, tenía la voz saltarina y sentenciosa, como corresponde a la auténtica porteñidad. Sabía de música y cine. Le parecía una locura que la gente durmiera con sus animales. “Entiendo más a la gente que coge con animales que la que duerme abrazada a ellos”. Se me disparaba la carcajada ante la ocurrencia. Pero no sólo la risa sino también un mareo o una suerte de retorcijón aparecía cada vez que la veía. Acercarme me producía un mareo inexplicable.
La primera vez que la vi me dijo que necesitaba un sillón y yo desenfundé una artillería de frases simpáticas que pude sostener pese a que un poco se me nublaba la mirada La había observado de lejos muchas veces. En una marcha me había sorprendido un tatuaje que le envolvía el hombro. En una fiesta le había mirado el pelo blanco y un vestido negro que dejaba la espalda descubierta. Ni bien supe su apellido la busqué en IG. No teníamos amigas en común. Una noche nos encontramos en un recital, no podía seguir los movimientos del escenario porque el relojeo constante para saber que hacía. Así, cada vez que intentaba acercarme o hablarle algún órgano me fallaba. En una asamblea la encontré en primera fila, le seguí los ademanes con que aplaudía las intervenciones como si quisiera seguirle el pensamiento y ese movimiento de cabeza me dejó dos días con una contractura. Cuando la asamblea desconcentró me acerqué a saludarla sin rotar el cuello, dura como si un palo me atravesara la columna pero igual le hablé tratando de encontrar un tema de conversación en el que concentrarme mientras le miraba la boca. Roja, y los ojos verdes debajo de los lentes. Me fui no sin sonreírle con los dientes apretados. Después de esa conversación hablamos de un libro que no tenía pero que fingí tener para dárselo. Lo busqué, lo compré en mercado libre y vuolá, ya era mío y estaba listo para ser prestado. Un truco viejo pero simpático. Así que el día que me comentó una historia en IG le dije que nos encontráramos por el libro en cuestión. Un viernes en la República de San Telmo.
Amanecí con una leve irritación en un ojo y un principio de boquera en el labio inferior. Inmediatamente inicié una seguidilla de tomas de medicamentos autorecetados: antiestamínicos, analgésicos y por último un antiinflamatorio. Ella llegó con una camisa a rayas, el pantalón alto y los anteojos más preciosos. Bebí dos tragos y el mareo me empezó a ganar, pero le quería prestar atención a cada cosa que me dijera. Incluso llegó a decir que no le gustaba Italia y yo seguí ahí, incólume con trescientas hormigas en el intestino. Me daba vergüenza irme, me daba rabia el dolor y entonces bebí más para que la borrachera tapara lo que mi transpiración ya no podía.
Le ofrecí fumar en una terracita y la luna le iluminó el cuello y me empecé a marear. No sabía si yo le estaba resultando interesante o no, si quería irse o no, pero decidí beber más rápido y agitada, es decir mezclar tragos para que según alguna lógica que en ese momento me parecía infalible, el mareo cediera y mi humor resplandeciera. Me propuso ir a otro bar y yo no supe qué decir, ni que hacer, porque en realidad lo que quería era que sucediera todo de otra manera, que yo no me sintiera así, que no me agarrara con retorcijones en la panza, ni mareos, ni transpiración, como me pasaba cada vez que la veía. Pero como una guerrera que sabe que no va a ganar, como los espartanos en las Térmopilas, como Filmus en capital, ahí me quedé, estoica. Chusmeamos sobre la gente, sabemos que el acto de criticar une malestares y paciencias (tal vez mi malestar y su paciencia). Dos veces me preguntó si me sentía bien y yo insistí en el sí. Cada hora que pasaba era una hora ganada a sus ojos y una hora vencida para mi estómago. Finalmente cuando la noche empezó a aclarar, a esa hora de la madrugada cuando conviene retirarse, las ganas de darle un beso se unieron inmediatamente con el ácido en la garganta y la marea ocre de lo que sube desde el estómago a la boca.
No diré más por coquetería o pudor pero como una señora elegante traté de ocultar lo inocultable. Fue imposible. Ella insistía ahora con una voz cálida en que no había problema y muerta de vergüenza fui acompañada a la puerta de mi casa, a la que entré sola. Me retiré del campo de batalla en camilla, consciente de que la guerra contra la vergüenza recién empezaba. Guerra con la que me enfrentaré cada vez vuelva a verla, cada vez que sus ojos verdes me saluden debajo de los anteojos con más onda, cada vez que vea ese tatuaje que sube como enamorada del muro por cualquier pared porteña.