El estreno de una nueva película de Juan José Campanella es un acontecimiento para el cine argentino. Sobre todo porque El cuento de las comadrejas es la primera rodada con actores en escena después de El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera. En el medio dirigió Metegol, film de animación infantil que también resultó un éxito pero que, por su naturaleza, nunca cargó con el peso de ser “La nueva de Campanella”, fardo que ahora cae sobre El cuento de las comadrejas. Diez años separan a un trabajo de otro y semejante distancia deja entrever que para el popular cineasta ese paso tampoco fue sencillo. Por eso no resulta extraño que para darlo haya decidido pararse sobre el hombro de un gigante.
El cuento de las comadrejas es un remake de Los muchachos de antes no usaban arsénico, anteúltima película de José Martínez Suárez estrenada en abril de 1976. Martínez Suárez, quien se desempeña desde hace más de una década como presidente del Festival de Cine de Mar del Plata, es uno de los últimos nombres capaces de vincular al cine argentino contemporáneo con sus años dorados. Justamente su película de algún modo tenía su punto de partida en esa tensión entre presente y pasado que las estrellas de cine no siempre transitan de forma grata. El cuento de las comadrejas se mueve bien cerca del argumento original, pero realizando movimientos significativos, sobre todo en el último tercio del relato que, aún así, es en esencia el mismo.
Mara Ordaz es una diva olvidada del cine argentino de los años 60, quien vive en una casona señorial junto a su marido inválido y dos amigos. Uno es el director de sus películas más recordadas y el otro, el guionista. Ambos además estuvieron casados con las hermanas de Mara, una de las cuales murió de forma trágica, mientras que la otra se fue poco después y nunca se supo más de ella. Mara vive presa de la nostalgia por los tiempos idos y la amargura la tramita como odio hacia sus compañeros. Estos, en cambio, se sienten a gusto compartiendo sus existencias crepusculares en esa casa tan decadente como ellos mismos. La guerra entre ambos bandos es abierta.
Como en el original, los roedores que tienen la casa sitiada y que los tres amigos se encargan de combatir funcionan como manifestación física de la decadencia y ferocidad con que se tratan los personajes. Y también anticipan una amenaza exterior que no tarda en aparecer. Una joven pareja extraviada reconoce a los ilustres y olvidados habitantes de la casona y de inmediato se declaran admiradores. Sobre todo de las películas de Mara, quien no puede resistirse a tanto halago, en especial a los de él. A la chica en cambio le toca la peor parte: lidiar con el trío que desde el minuto cero desconfía de ella.
El guión de estructura clásica escrito por Campanella junto a Darren Kloomok (conocido por ser el montajista de las dos primeras películas del director: The Boy Who Cried Bitch, de 1991, nunca estrenada en Argentina, y Ni el tiro del final, de 1997) abunda en diálogos que se convierten en duelos verbales que potencian el humor negro, marca registrada del film original. El cuarteto experimentado que integran Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock se mueve con soltura entre esos filos.
El director realiza tres importantes alteraciones a la historia que contó Martínez Suárez hace 40 años. Dos de ellas ayudan a aligerar una carga de misoginia que hoy hubiera resultado difícil de digerir, incluso en un contexto humorístico. La tercera tiene que ver con el color del relato, incorporando elementos de slapstick que parecen inspirados en el dibujo animado clásico y le permiten jugar más a fondo la veta absurda. A eso se suma una lista de referencias, alusiones y juegos metacinematográficos introducidos como guiños cinéfilos. Todos estos elementos logran que el mecanismo narrativo funcione a pesar de los excesos de costumbrismo y de algunos saltos de tono.
Nota final: El cuento de las comadrejas también puede ser vista en clave política en sentidos diversos, como ocurre con el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar. Como un Test de Rorschach, cada espectador podrá encontrar en esa pérfida disputa por una casa sus propios reflejos.