Hubo una época en la que intentar, siempre en vano, disimular con maquillaje un chupón en el cuello (conocido también con el extraño nombre litúrgico de “cardenal”) era señal de tener una vida sexual… Y esconder hematomas usando mangas largas aún en pleno verano, señal de tener marido. Dicen que Doris Day solía mostrar las marcas propinadas por sus sucesivos maridos en los tiempos muertos de las filmaciones. Dentro y fuera de la pantalla, cachetada que no dejara huella no era golpe y buena parte de lo que hoy se lee como violencia de género figuraba bajo el título de “las pequeñas delicias de la vida conyugal”. 

De ese modelo de matrimonio donde la mujer es la mujercita pero ya no es la que fue su madre que ni votaba ni había tenido que salir a trabajar, fue emblema Doris Day, la cara más perfecta del sueño americano de los 50, capaz de entonar melodiosas canciones mientras manipulaba un novedoso electrodoméstico y evitaba sin éxito que su marido le robara un beso sugiriendo una apasionada escena de cama fuera de cuadro. La cara feliz de la posguerra. Si hay crisis, que se recomponga: sus comedias solían comenzar con una reyerta, con alguna vileza de parte del galán y terminar en reconciliación.

Desde que se casó por primera vez a los 17 con un tipo que la maltrataba en casa y en público y la quiso obligar a abortar “por las buenas y por las malas”, se casó mil veces más gracias a una prerrogativa (el divorcio por causal “tortura psicológica”) que se le concedía a las hpersensibles estrellas de Hollywood. La historia de sus fracasos matrimoniales como la lista de amantes que coinciden a groso modo con la nómina de actores más guapos de la Paramount era un secreto a voces en aquellos años en que la industria había inventado “la vida privada” y su estricto respeto como un modo de evitar que la verdad de las estrellas se chocara de frente con la misma verdad de las espectadoras. Marcó tendencia para la mujer moderna: blanquísima, rubia, pequeña pero curvilínea, sonriente y cantarina, más pícara que feliz, personificación de la loca alegría de consumir para el hogar. Innegablemente linda pero no una bomba como Marilyn, sexy pero no por exuberante sino por traviesa. Capaz de birlarle a la masculinidad una prenda tan exclusiva como el pijama, y lucirlo ante el público con un toque de seda y corazones, eso sí (Pijama para dos, 1961).

Doris Day fue un choque de verdades opuestas y eso mismo alimentó su poder de influencia: un empalago de heterosexualidad que sólo podía dejar al descubierto su revés.  Declaró, por ejemplo, en tiempos de closet estricto: “Lo que marca el gran éxito de la pareja que formamos con Rock Hudson es esa magia entre no­sotros.” Nunca mintieron, siempre actuaron. En los 80 esa misma frase exigió a la sociedad entera la decodificación de “esa magia”: la alianza entre ousiders, el encubrimiento mutuo y la protección. Doris Day, además de la pareja perfecta del gay más fiestero y más tapado en los 60, fue la aliada que veinte años más tarde, cuando el HIV no existía sino como peste rosa y el sida se contagiaba con solo nombrar la palabra, se sacó la foto con él y marcó el regreso de la “pareja perfecta”, pero ahora en modo radiografía. El show de Doris Day fue el lugar elegido por Hudson prácticamente para ir a morir y ella quedará en la historia como una de las pocas personas en el mundo  –junto con Elizabeth Taylor– que desobedecieron el mandato de pureza, del terror al contagio y la complicidad con el estigma. Abrazaron al marido ideal de todas las mujeres, el amigo gay, el animador junto con ellas, de una educación sentimental hecha a medida. 

Por estos días, Mary Quant, la británica que atentó contra esa silueta con el invento de la minifalda y con la languidez de Twiggy, le reconoció a Doris haber representado en decenas de películas, más de 600 canciones, un solo cuerpo y un mismo peinado, “lo mejor de América, con la capacidad de ser perfecta y a su vez parecer siempre la vecina de al lado.“ 

Pero el modelo Doris Day es a su vez una reformulación de otra silueta americana: la chica del pañuelo a lunares rojos clásica figura del “We can do it”, ilustración que circuló en los años 40 como propaganda de guerra y que muchos años después las feministas adoptaron como emblema. La chica femenina, pero también remachadora de partes de aviones de guerra, que se levanta la manga, no para mostrar moretones (su marido estaba en el frente) sino su fuerza de trabajo, deviene en tiempos de paz en una buena chica, que se le parece pero mucho más decorada. 

También es un ícono gay y lésbico. Tenía para todes. Antes de que la canción del arco iris de Judy Garland se volviera bandera casi exclusiva, “A secret love”, la que canta Doris en “Calamity Jones”, (película donde incursiona en el dragueo personificando a un aguerrido machote mata indios) fue canturreada por homosexuales de la época (¡y por George Michael en los 90!) como un lamento en clave: “Yo tuve un amor secreto/ que guardé dentro de mi corazón/pero ahora mi amor secreto/ está impaciente por salir…”  

“Mi sueño no es ser actriz, es tener un hogar feliz, ser una buena esposa, tener una familia”, declaró cada vez que pudo. Dicen que además detestaba su canción más exitosa, “Que será, será” que le había hecho cantar Hitchcock en El hombre que sabía demasiado. Dicen que se la podía encontrar cada dos por tres en bares de lesbianas vestida como su personaje de Calamity Jones. Resumiendo: fue una mujer de su tiempo, hizo a la perfección todo lo que no quería hacer.