Un escritor que hace aproximadamente tres años comenzó a publicar sus Diarios ahora entrega una colección de cuentos o mejor dicho, una reunión de relatos seleccionados por él mismo a los que no duda en considerar como “una especie de autobiografía”. Y como dirá más adelante aquí, lo hace bajo la sospecha, casi la certeza, de que una obra de ficción puede llegar a ser más confesional que un diario. Como un mapa personal, como una cartografía amasada con sangre sudor y lágrimas. Palabras verdaderas. Una ineludible autobiografía hecha bajo la obsesión de la pregunta acerca de quién escribe o de quién escribió lo que después puede aparecer como una obra difícil de reconstruir, con la cronología alterada. Con la fe en el propio talento (¿qué escritor no la tiene?) pero también bajo la temprana intuición, tan presente en los Diarios, de que todo finalmente se jugará en el altar sangrante del acto de corregir, ahí donde el escritor aprenderá el don de la paciencia y finalmente encontrará la paz.
Hablar de verdad, de la búsqueda de algo genuino, hablar de despojamiento. Esto no se dice aquí por decir, como mera frase de compromiso que apela a la autenticidad como valor extraliterario de refuerzo; es que a esta altura del camino, poner a Abelardo Castillo en el lugar de los escritores cuyos textos sólo valdrían por el cuidado del artificio o una destreza “técnica”, suena más bien escaso, por no decir insustancial. Y esto no está para nada reñido con decir también que para Castillo un cuento o una novela se resuelven en el cómo más que en el qué contar, ya que cree que vidas interesantes, tener, al final tenemos todos. Pero la diferencia, la ética de esa forma, si se le quiere llamar así, consiste en sumergirse en el arduo aprendizaje de escribir, de pelear por la palabra, cuerpo a cuerpo. Y hay cuentos que vienen desde el fondo del camino, de toda la vida. Se la llame “antología personal” o como se guste, Del mundo que conocimos es un libro de cuentos que arranca por el principio, con “La madre de Ernesto”. Primer cuento del primer libro de Castillo, Las otras puertas (1961) y que sigue con otras tantas piezas que -puede decirse con absoluta convicción lectora- mantienen intacta su fuerza narrativa, eludiendo a su vez la cómoda y algo marmórea condición de “Clásico” o “canónico”. Hablamos, entre otros, de cuentos como “El candelabro de plata”, “Also sprach el señor Nuñez”, “Patrón”, “Los ritos”, “Triste le ville”, o la más reciente “El tiempo de Milena”. Antología, tal vez. Lectura obligatoria, no.
Pero sí hay una intención explícita, a partir del recurso a la antología, de provocar como resultado tanto un libro nuevo como un efecto de recorte poderoso sobre la producción anterior. Como un gesto de conjuro, quizás, frente a la dispersión del tiempo o la absoluta relatividad de confiarlo todo al lector. “Quiero quedar en paz con quien me lea” señala Castillo en el prólogo de Del mundo que conocimos. “Libros de cuentos, yo sólo he publicado cinco. Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, Las maquinarias de la noche, El espejo que tiembla e integran un ciclo cuyo título general es Los mundos reales. Del mundo que conocimos no pertenece a esa obra: es un mapa personal o selección a la que deliberadamente no voy a llamar antología. Ya se verá por qué. He ordenado estos relatos como si fueran un libro autónomo, es decir, una totalidad. La unidad de efecto, de la que hablaba Edgar Poe,vale no sólo para el cuento sino para el libro del cuento”.
“La madre de Ernesto” es uno de los cuentos que mejor representa una parte o período de tu literatura, un fuerte gesto narrativo asociado a los sesenta. ¿Es es el motivo por el cual decidiste que abriera la serie de esta antología personal?
–Cuando publiqué Las otras puertas por primera vez, incluso cuando lo mandé al Premio Casa de las Américas, no lo consideraba mi mejor cuento; el primero de ese libro era “Macabeo” porque, para mí, tenía mucha fuerza y era más complejo. El editor, que era don Juan Goyanarte, me dijo: “No, como primer cuento tiene que ir ‘La madre de Ernesto’, porque el lector que lo lea no deja el libro”. Goyanarte era editor pero también escritor, así que le hice caso. Yo lo publico ahora por eso, y en el mismo lugar. “La madre de Ernesto” se transformó con el tiempo en una especie de Karma. A mí ya me tenía un poco harto, les aclaro. Yo pensaba: “No puede ser que a mi edad todavía me sigan hablando de un cuento que escribí cuando tenía veinte años”.
¿Te molestaba?
–Sentía que, de alguna manera, ese cuento me estaba mostrando que antes escribía mejor que ahora. No había descubierto la fatalidad de la cadena del yo, porque en realidad, el que había escrito “La madre de Ernesto” y el que escribe el cuento más reciente de ese libro es la misma persona, quiero decir que la diferencia de edad existe únicamente para tu recuerdo. No existe en la obra. Cuando uno lee una obra cuentística ajena no le importa ni sabe cuál fue el primer cuento ni cuál fue el último. Y además todo te parece que tiene una coherencia. En cierta época, yo creía que todavía no la había encontrado. Hubo un tiempo en el que no podía unir al autor de Israfel con el de “La madre de Ernesto”. Después aprendí algo: si todavía se puede discutir como actual un cuento escrito hace cincuenta o sesenta años, entonces hay una especie de figura secreta. Y además, ¿Cuántos textos que se escribieron hace cincuenta años leemos hoy? Eso ya te consuela bastante.
En tus Diarios, sobre todo en lo que refiere a los años de formación, hay muchas entradas con respecto a la problemática de la escritura. Una necesidad de plantearse una y otra vez cómo escribir.
–El problema de la escritura, cuando sos muy joven –y también cuando dejás de serlo– no es el de las ideas. No es el de algo trascendental que tenés que contar. El secreto en literatura está en el cómo contarlo. Todo el mundo tiene algo que contar. Si no tuvieras nada que contar serías una especie de cosa. Cada uno, si pudiera relatar su propia vida, pero de verdad y bien, haría un gran libro. Eso ya lo descubrió Edgar Poe hace casi doscientos años. Él decía que el más grande libro del mundo debería llamarse Mi corazón al desnudo, con la condición de que ese título fuera cierto. Baudelaire, cuando escribe su pequeño diario Mon coeur mis a nù, hace una referencia directa a Poe, claro que ese diario no alcanza la aspiración que tuvo Baudelaire, aquella cláusula esencial para Poe. Todos contenemos un gran libro, de alguna manera. Lo que casi nadie tiene es la sinceridad y la forma que haría falta para escribirlo. Tal vez lo que vos has visto en mi diario sea eso.
La experiencia de trabajar en un libro de estas características, ¿hizo que pensaras en algo parecido a la cuestión de enfrentarse a uno mismo? Si el escritor de los Diarios y el de los cuentos, por ejemplo, pueden considerarse el mismo.
–Seguramente, ya que estos cuentos están definidos como una especie de mapa personal. Para mí, la literatura de ficción puede ser a veces más confesional que un diario, en el sentido en que va más a lo profundo. No hay más que literatura autobiográfica, como decía Thomas Wolfe. Cuando uno lee los cuentos fantásticos de Borges o de Akutagawa, está leyendo su autobiografía mental o espiritual, tanto como cuando lee a Céline o a Henry Miller. En cuanto a mí, yo hablo de cosas tan íntimamente personales en El que tiene sed como en el cuento fantástico “Triste le Ville” o en el Diario. Y a veces más. Pude comprobar que en mis diarios casi no hay referencias a la bebida, por ejemplo. Cuando uno escribe un diario no escribe para recordar, escribe para olvidar, para sacarse de encima cosas que en ese momento lo angustian, atosigan, preocupan mucho. En cambio, cuando escribe ficciones, está buscando realmente ese tema. En el diario no tenés tiempo ni necesidad de crear un personaje porque escribís lo que te pasó hoy, la semana pasada. Estás pensando en sacarte esa cosa de encima y el embellecimiento y el fraude casi no caben. Y tampoco deberían caber en la ficción. Uno nota inmediatamente cuando un mal autor de ficción o de memorias está mintiendo, se está embelleciendo o está juzgando el mundo mirándose desde el lector. En resumen, creo que, de alguna manera, mis diarios y mis ficciones son la misma cosa porque sigo siendo yo escribiendo de mí. El género literario es lo que cambia, y en ese sentido, aunque yo no sé exactamente dónde, un libro de cuentos o una novela o un poema van mucho más al fondo. La ficción, en la medida que es literatura auténtica, no puede más que decir la verdad.
Ahora en relación al libro de cuentos, afirmás en el prólogo que el peor antólogo de un escritor es él mismo porque elige sus textos pensando en lo que cree ser, o en lo que le gustaría que el lector creyera que es. ¿En tu caso cómo lidiaste con esa construcción de la imagen?
–A mí nunca me preocupó “construir” una imagen, ni siquiera entiendo muy bien qué quiere decir eso. Un escritor intenta crear una obra, no construir una imagen de sí mismo. Lo que yo digo en el prólogo es que todo escritor tiene, de hecho, una imagen de sí mismo, y por eso es su peor antólogo: si él cree que es un escritor torturado, su antología estará llena de textos torturados y sacará de esa antología los textos cómicos que a lo mejor son superiores. Si él cree o imagina que es un escritor metafísico, nos va a servir abundantes textos de colección en donde se hable filosóficamente de la muerte, del ser y la libertad, del espíritu y del alma. Es su peor antólogo en la medida en que tiene una imagen de sí mismo, aunque esa imagen no siempre corresponda o casi nunca corresponde a lo que realmente es. Pero, además, también quiere quedar bien con el lector. En cambio, un antólogo de verdad es el que elige un texto ajeno porque le gustó. Entonces, lo incluye dentro de la categoría de “cosas que me parecen que están bien”. Y el único que no puede decir eso es el autor. Por ejemplo, en este libro hay un cuento que yo tal vez no hubiera incluido en una antología y, sin embargo, es uno de los cuentos que más me han festejado que es “La cuestión de la dama en el Max Lange”. Yo pensaba que ya no escribiría más ficciones cuando, de pronto, como lo digo en el prólogo, me encontré con “La cuestión de la dama en el Max Lange”. Por esa razón personal está ahí. Por otra parte, la palabra “antología” en griego quiere decir “ramillete” o “florilegio” y es como un ramito de flores. Para los griegos pudo ser una idea muy linda, muy poética y hasta muy simpática, pero hoy significa algo así como “lo mejor”. Suena a museo. Y en ese sentido, no creo que el autor sea el mejor juez de su obra. En general, no lo es. Pensá, por ejemplo, en Rodin: estaba absolutamente harto del El beso; y Beethoven, de la sonata “Claro de luna”. A Borges no le gustaba “Hombre de la esquina rosada”, a mí me lo dijo personalmente. Detestaba ese cuento, seguramente porque lo escribió por una apuesta. A Kafka tampoco le gustaba La metamorfosis. Ni hablemos de Virgilio, no es sólo que no le gustara la Eneida: sencillamente quería quemarla. O sea que siempre, para bien o para mal, el peor juez de su obra es el propio autor.
En el caso de Del mundo que conocimos, la antología también es una linda excusa para poner en diálogo los textos, y no solamente a partir de los distintos géneros sino también en relación a estilos diferentes, recursos y tonos, cierta musicalidad.
–Sí. Hay texto como “La fornicación es un pájaro lúgubre” que anticipan o se ligan a mi novela El que tiene sed. La utilización de la primera y la tercera persona en el mismo párrafo, por ejemplo. Y es verdad, también hay “tonos”. Cuando comencé a escribir, como les dije, me preocupaba no ver la unidad en mis textos. ¿Quién era yo?¿El que dirigía El escarabajo y escribía los editoriales políticos o ideológicos, el autor teatral de Israfel o el poeta oculto y el cuentista? Después me di cuenta de que todo eso es la unidad que estaba justamente en mí. Yo empecé escribiendo cuentos fantásticos, por ejemplo...
¿La casa de ceniza?
–La casa de ceniza está al borde de lo fantástico, es una especie de novela gótica. Es casi lo primero que escribí.
Lo fascinante de ese libro es que hay casi una declaración estética que se va a desarrollar luego a lo largo de toda tu obra.
–Lo que pasa es que la escribí muy joven, yo tenía menos de veinte años cuando escribí el borrador, y veintiuno cuando la terminé en el servicio militar. Pero luego encontré que hay contactos con Israfel y hasta con Crónica de un iniciado o El que tiene sed. Es una idea acerca del arte que ya aparece en mi adolescencia. Hay en mí una tendencia muy grande a ocultar lo que hago, a no publicarlo. Y aunque leo, hasta el hartazgo para los demás, lo que estoy escribiendo, publicar ya es otra cosa para mí. Crónica de un iniciado tardé treinta años en editarlo. Si no me la pasa en limpio Sylvia y prácticamente me obligan a publicarla, esa novela yo creo que todavía la sigo escribiendo. Hay una resistencia que, de alguna manera, llevada al extremo, es la de Wenzel, que quema toda su obra, junto con la casa, en La casa de ceniza. Esa unidad a la que te referís, un escritor la va descubriendo con el tiempo, pero mientras tanto se te va revelando, lo vivís como angustia.
En el prólogo citás a Faulkner diciendo que en el cuento, el prosista toca a veces ciertos límites de la palabra. ¿Por qué lo recordaste?
–Lo que Faulkner exactamente decía era que el escritor de primer orden era el poeta porque con muy pocas palabras puede cifrar un mundo. En excelencia lo sigue el cuentista. Después, viene el novelista, que vendría a ser, pero esto no lo dice Faulkner, el gran charlatán de la literatura. Viniendo de uno de los más grandes novelistas contemporáneos y sin duda el más grande de los norteamericanos de su tiempo, yo sentí que era una gran verdad. Si eso lo dice un cuentista, yo sospecho que está defendiendo su objeto. Que un novelista defienda la poesía y el cuento, significa que no está hablando para que lo lean a él sino a los otros. Sin contar que Faulkner era también un cuentista extraordinario, no hay más que recordar “Una rosa para Miss Emily”. Vos leés cuentos como “Bola de sebo”, “La muerte de Iván Ilich o “La dama del perrito” ¿qué tienen que envidarle a cualquier novela? ¿Y qué pasa cuando juzgás la obra entera de un cuentista, no sólo un cuento? La obra de Chejov se pone a la altura de la obra de casi cualquier novelista ruso y a veces, como pensaba Tolstói, por encima. ¿La literatura es una cuestión de muchas páginas? Entonces ¿qué hacemos con Juan Rulfo?
¿No te parece que a partir de cierta época, calculo que desde los años sesenta, metió una cuña en ese debate la industria editorial? La cuestión entre cuento y novela, inclinando hacia un lado porque se consideraba que la novela vendía, o tenía más chance de vender literatura argentina?
–Nos han hecho creer que la novela es más vendible que el cuento, cuando la realidad dice otra cosa. El primer best seller argentino fue Dalmiro Sáenz, que salió segundo en un Premio Emecé con su libro de cuentos Setenta veces siete. Ese libro no sólo vendió más que la novela ganadora, sino que se leyó más que casi todos los libros argentinos de su época. En la Literatura nacional, empezando por El matadero, los cuentos de Eduardo Wilde y los cuentos de Pago chico, de Payró, siguiendo por casi todos los grandes escritores contemporáneos como Arlt, Borges, Benito Lynch, Cancela, Cortázar, Mujica Láinez o Bioy, casi no hay más que cuentistas. Lo mismo pasó en mi generación y pasa hoy entre los escritores más jóvenes como Pablo Ramos o Samantha Schweblin. Debajo de un gran novelista argentino, siempre hay un cuentista. Y a veces, no hay un “debajo” porque son nada más que cuentistas. En Rusia, Dostoiewski decía, y creo que Tólstoi también, que toda la literatura rusa sólo aspiraba a reproducir un solo texto: “El capote” de Gógol. Y más o menos lo mismo pensaba Kropotkin. El cuento es un modo de hacer literatura, tanto como la novela. La diferencia está en el tamaño nada más. Es como creer que una sonata es inferior a una ópera porque es más corta. O un repollo más lindo que una rosa porque es más grande.
Apelando a tu experiencia de lector y de escritor: ¿Existe el talento en la literatura?
–Por supuesto. Sólo que el talento es también, en alguna medida –lo mismo que la habilidad formal–, producto del trabajo. El puro talento sin la voluntad de escribir y sin la voluntad y la capacidad de estructurar formalmente la materia estética no sirve para nada. He conocido gente de enorme talento literario que a la larga termina no escribiendo. He conocido a tipos de una voluntad férrea que tampoco podían escribir porque no tenían talento. Muy raramente se dan las dos condiciones. El talento y hasta el genio son palabras huecas sin la voluntad, la persistencia, la capacidad de trabajo y, sobre todo, sin la humildad final que exige la corrección de tu propio texto cuando descubrís que lo que escribiste no es lo mejor que se puede hacer. Pero para eso tenés que admitir que eso que escribiste es malo. Sin todo eso, el talento no sirve para nada. Pero que existe el talento… ¿quién lo duda? Se ve sobre todo en casos ya excepcionales. ¿Qué es lo que lo hace escribir a Rimbaud? ¿Su pasión por las letras, su afección al trabajo? No, el talento. De los dieciséis a los diecinueve años, escribió la mejor poesía de Francia, dio vuelta del revés la poesía de su tiempo. Neruda antes de los veinte años ya había escrito El hondero entusiasta, Anillos y Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Todavía no había tenido tiempo ni de enamorarse. A los veinticuatro ya estaba escribiendo tal vez su mejor libro y uno de los mejores y más misteriosos libros de la poesía en nuestra lengua, y en cualquier lengua, que es Residencia en la Tierra. Frente a esas muestras de talento, no tenés dudas. A los catorce años, Poe escribe To Helen, que es uno de sus poemas más perfectos y del que Mallarmé decía que muy pocos poetas llegan en toda su vida a escribir un poema de tal intensidad. Por si fuera poco, se lo escribió a la madre de un compañero de colegio. Mejor creer que el talento existe, ¿no? Casi en el único lugar donde yo advierto el puro talento es en la poesía. En lo demás, me parece que es el trabajo y, sobre todo, una enorme voluntad, que, ya te dije, son dos hechos que muy raramente se dan juntos.