El pasado martes, la Junta de Supervisores de San Francisco –órgano legislativo de esta ciudad y condado de Estados Unidos– aprobó por amplia mayoría una ordenanza que prohíbe el uso de tecnologías de reconocimiento facial como método de vigilancia. Con esta iniciativa (que debe ser sometida nuevamente a votación antes de ser elevada a la alcaldesa) se convirtió en la primera ciudad del país del Norte en poner un freno en este sentido. Y aún más: remarcó la importancia de debatir y de consensuar el marco de actuación para el uso de este tipo de herramientas de la seguridad. Aaron Peskin, supervisor a cargo de la redacción de la ordenanza, destacó la necesidad de construir confianza en la comunidad, sobre todo en torno a cuestiones tan delicadas.
La prohibición abarca el uso departamental de tecnologías de reconocimiento facial, con excepción de la empleada en lugares regulados por leyes federales (aeropuertos y puertos) y con ciertas salvedades en lo que hace a la investigación criminal. Pero no se limita a esto. También establece límites para la adquisición de servicios y de tecnologías de vigilancia, y para la suscripción de acuerdos para recibir información recopilada por entidades no estatales. Además de exigir la intervención de un Comité de Tecnologías de la Información, obliga a la presentación de informes de impacto de las prácticas de vigilancia y al desarrollo de políticas de tecnologías de la vigilancia. Son los legisladores quienes deberán discutir y aprobar las propuestas de regulación del uso de equipamientos y servicios, con anterioridad a su adquisición.
Si bien los modelos regulatorios deben ajustarse a las necesidades locales, el caso de San Francisco permite analizar la reciente aprobación y puesta en funcionamiento del Sistema de Reconocimiento Facial de Prófugos en la Ciudad de Buenos Aires a la luz de su mayor defecto: la ausencia de un debate previo. La Resolución del Ministerio de Justicia y Seguridad porteño que aprobó el sistema tiene la misma fecha que el inicio de su uso, menciona convenios interjurisdiccionales que no parecen haber transitado los canales institucionales y deja la puerta abierta a usos que van más allá de su finalidad declarada. El trámite que tuvo la ordenanza de San Francisco incluyó pedidos de particulares, intervención de distintas organizaciones de la sociedad civil, argumentos expuestos por los distintos actores y una participación amplia y respetuosa de sectores diversos. En nuestro caso, primero se concretó la adquisición y luego un intento de convalidación tardía. Algunas organizaciones, así como la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, se han manifestado al respecto. Pero no se trata aquí de rechazar o de aceptar acciones gubernamentales consumadas, sino de participar en el debate y de que este se realice, o se inicie, en el ámbito correspondiente: la Legislatura, por cuanto se trata de una situación que puede afectar derechos importantes.
En efecto, aquí entran a jugar garantías y derechos fundamentales, desde la intimidad y la privacidad de las personas hasta la transparencia y la rendición de cuentas de sus representantes. En lo fundamental, el estado de inocencia (“somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”) corre el riesgo de ser falsado al perseguir a ciudadanos de maneras inespecíficas. En San Francisco se fundamentó la prohibición del uso de la tecnología de reconocimiento facial, en gran medida, porque su propensión “a poner en peligro los derechos y las libertades civiles supera sustancialmente sus beneficios”. Con otras palabras, se aceptó formalmente lo que se ha propuesto tantas veces desde la sociedad civil y la academia especializada: una sociedad más vigilada no es una sociedad más segura.
* Docente (UBA/UNS) y consultora en políticas públicas de seguridad ciudadana.
** Profesor titular de Modelos Comparados en Seguridad ciudadana (UNS). Consultor internacional.