Desde Cannes
Aunque parezca una verdad de Perogrullo, el trabajo es una cuestión central en la vida de hombres y mujeres de todo el mundo. Ocupa horas, días, meses, años, existencias enteras. Trabajar aliena y perder el trabajo desespera. Paradójicamente, sin embargo, el mundo del trabajo no tiene una representación equivalente a su importancia en el cine contemporáneo. El género documental siempre ha estado más atento al tema, pero en el campo de la ficción se diría que uno de los pocos –sino el único-- que ha hecho del asunto el cuerpo de obra de su cine es el británico Ken Loach. Fiel a esa preocupación, que comparte con su fiel guionista Paul Laverty, el director de Riff Raff y Como caídos del cielo vuelve una vez más a la competencia oficial del Festival de Cannes con su film más reciente, Sorry We Missed You.
Dos veces ganador de la Palma de Oro, primero con El viento que acaricia el prado (2006) y una década después con Yo, Daniel Blake (2016), Loach tiene la virtud --no reconocida como debería-- de interesarse por las palancas que mueven al mundo y lo que suele haber detrás de ellas. Y siempre suele estar muy informado y actualizado. Se diría que lo motiva la curiosidad. Por ejemplo, ¿qué hay detrás de todo el inmenso movimiento comercial del correo o la entrega puerta a puerta? ¿Cómo funciona eso que incluso en los países hispanoparlantes se denomina “delivery” y que parece tan cómodo y tan moderno? Bueno, en Sorry We Missed You, Loach & Laverty –porque después de más de dos décadas de trabajo en común casi suenan como Gath & Chaves— se internan en las bambalinas del sistema y descubren que detrás de eso que hoy el neoliberalismo promociona como “emprendedurismo” se esconde nada menos que la vieja esclavitud y la usura.
El punto de partida es simple y Loach lo describe con síntesis y eficacia. Ricky (Kris Hitchen, un actor desconocido de esos que hacen más verídico al cine de Loach) trabajó de todo lo que uno pueda imaginarse, pero hoy está desempleado y se presenta a una empresa de entregas puerta a puerta, con la promesa de un buen ingreso. Puede alquilarle una camioneta a la compañía, pero ese trato vil licuaría casi todas sus ganancias. Y convence a su esposa de vender el pequeño auto con el que ella trabaja (también cuentapropista: es enfermera a domicilio especializada en ancianos) para comprar una camioneta propia. Lo que Rick no tardará en descubrir –como ya lo han hecho todos los pibes y pibas que trajinan con sus bicicletas y enormes mochilas rojas día y noche por Buenos Aires— es que el trabajador corre con todos los gastos y riesgos y la empresa con ninguno. Se supone que Rick es su propio patrón, pero en verdad lo que ha firmado es un contrato basura, que lo obliga a explotarse a sí mismo en nombre de la eficacia de una empresa que ni siquiera lo reconoce como su trabajador.
Las deudas y la alienación de Rick y su familia, que incluye un hijo adolescente y una hija todavía en la escuela primara, no tardarán en manifestarse, de las más distintas maneras. Con la nobleza y sensibilidad que lo caracteriza, Loach da buena cuenta de esas complejas relaciones familiares, que también viene describiendo desde sus comienzos, allá por la época de Family Life (1971).
Si algo descalifica a su cine en los últimos años no es la literalidad de sus relatos sino en todo caso la tendencia de Loach & Laverty a cargar las tintas y a castigar por demás a sus trabajadores, a quienes de algún modo termina martirizando. Aquí no llega tan lejos como lo hizo en su película inmediatamente anterior, Yo, Daniel Blake, donde acababa matando literalmente al protagonista. Pero un toque de mesura en los últimos tramos de Sorry We Missed You hubiera contribuido a hacer más sólido y verosímil al film. En todo caso, se diría que en Loach el diagnóstico siempre es mucho más preciso que su ejecución.
El duro mundo del trabajo también está presente en el comienzo de Atlantique, promisoria opera prima de Mati Diop, la primera directora negra en participar del concurso oficial de Cannes en 72 años. Con el fondo de un ostentoso rascacielos que desde la costa domina el paisaje de Dakar, la capital de Senegal, un batallón de albañiles trabaja en una torre similar, pero al final del día descubrirán que por tercer mes consecutivo la paga no llega y la desesperación cunde. El lujo de unos se construye sobre la miseria de otros parece expresar ese inicio, al que le sigue la relación de uno de esos albañiles con una chica de uno de los barrios periféricos de la ciudad.
Hay algo que Souleiman le quiere decir a Ada, pero que no puede hacerlo. Al día siguiente, Ada lo sabrá: Souleiman se ha embarcado con sus compañeros en una balsa hacia España. Ella a su vez deberá casarse con quien su familia ha elegido como su esposo, pero unos pocos días después el futuro lecho nupcial aparecerá incendiado. Alguien dice haber visto por allí a Souleiman, mientras una extraña fiebre se apodera de las novias de los emigrantes, que hacen suyo el reclamo de esos salarios impagos.
Es digno de admiración el modo en el que la directora franco-senegalesa Mati Diop (que comenzó como actriz en la extraordinaria 35 rhums de Claire Denis al mismo tiempo que dirigía sus propios cortometrajes) va deslizando paulatinamente el film del realismo inicial hacia una suerte de noche transfigurada, donde leyendas ancestrales comienzan a apropiarse del relato. Un aura espectral rodea a los personajes, que parecen poseídos por una suerte de fiebre zombi, como si hubieran sido exhumados de una película de Jacques Tourneur. No hay nada de exotismo, sin embargo, en Atlantiques. Todo es orgánico y tiene ese raro misterio que solamente el cine –finalmente una usina de fantasmas— es capaz de conseguir.