Logré conocer a Abelardo Castillo en el horrible invierno de 1982, post Malvinas, después de quemarle la cabeza durante semanas a Sylvia, su mujer, su cancerbero telefónico. Yo venía de devorar los tres libros de cuentos que había publicado entre los 60 y los 70: Las otras puertas, Cuentos crueles y Las panteras y el templo. Había tres cuentos en particular, uno de cada libro (“La madre de Ernesto”, “Los ritos” y “Crear una pequeña flor”) que eran como fogonazos, y yo podía jurar que el personaje de esos tres cuentos era el mismo: Esteban Espósito, hablara en primera o en tercera persona, viviera todavía en San Pedro o ya se hubiera venido a Buenos Aires. Cada libro de Abelardo Castillo traía algo más de Esteban Espósito. El problema era que no había más libros de Abelardo Castillo. Eso le decía yo por teléfono a Sylvia día tras día. Y así fue como conocí al Hombre de los Ojos de Plata.
Esteban Espósito está sentado en la penumbra de El Barrilito, un bodegón de Villa Crespo. El año es 1970 y El Hombre de los Ojos de Plata es un europeo de edad indefinible y ojos transparentes que, desde la mesa del fondo, le pregunta a Espósito si quiere conocer el secreto de la vida. Afuera son las cinco de la tarde y el sol calcina la ciudad pero Espósito ha pedido su whisky sin hielo y El Hombre de los Ojos de Plata le está diciendo: “¿Tiene tiempo? Entonces haga el favor de pedir otra botella. Y cuando esté por enojarse conmigo, acuérdese de que fue usted quien vino a mi mesa”.
Ésa fue la primera escena que conocí de El que tiene sed. Se la oí leer en el invierno de1982, de unas páginas amarillentas y manchadas, sentados los dos en el departamento de Pueyrredón, en el barrio de Once, donde vivía por entonces con Sylvia, un segundo piso al fondo de un pasillo escalofriante, que en mi memoria reproduce exactamente la penumbra líquida, atemporal, de aquel bodegón de Villa Crespo donde Espósito escuchó el secreto de la vida. En 1982, Castillo llevaba ocho años sobrio y creía que no iba a terminar nunca la novela que había empezado a escribir a principios de los años 60, cuando comenzó a beber. En algún momento de esos años dejó la bebida. En otro momento llegó a la conclusión de que no iba a terminar nunca esa novela. Y cuando llegó a esa conclusión, decidió que no escribiría ninguna otra cosa.
La novela sin terminar era Crónica de un iniciado, su novela fáustica. De eso no se podía hablar. Pero había otros papeles viejos, amarillentos, que Castillo se decidió a mirar de nuevo. La mirada inicial, entre distraída y resignada, fue virando a otra cosa, porque empezó a pasar en limpio esos papeles, y la pasada en limpio mutó rápido a escritura febril, y así fue encontrando su forma, capítulo tras capítulo, en los tres años posteriores, ese viaje al fondo del miedo, esa montaña rusa verbal y espiritual que es El que tiene sed.
Sartre dijo alguna vez que cuando un escritor no tiene nada más que decir es cuando puede volver a decirlo todo. Se ha relacionado hasta el cansancio a Castillo con Sartre: con Sartre y con Sabato. Yo disiento. Las presencias más nítidas que veo en su adn, ahora que todo ha sido dicho, son Poe, Arlt y Camus. Es una opinión muy personal, y hay en la obra de Castillo muchas más influencias o afinidades, empezando por Borges Dostoievski y Malcolm Lowry, pero a lo que voy es a otra cosa: a que, gracias a El que tiene sed, Castillo se reconcilió de una manera intensísima con el acto de escribir. Desde que había dejado el alcohol, en 1974, Castillo creía que básicamente había dejado el oficio. En el invierno de 1982 pasó de ese retiro casi efectivo a un despliegue súbito de toda su habilidad técnica, su articulación expresiva, sus infinitas lecturas y su exuberancia temperamental: parecía capaz de decirlo todo. Hasta el secreto de la vida.
Esteban Espósito es el protagonista excluyente de El que tiene sed. Al principio del libro tiene treinta y un años, después treinta y tres, después treinta y cinco, treinta y siete, y cuando entra en el loquero tiene treinta y nueve: treinta y no cuarenta, como dictaminaba la profecía. El libro está dividido en seis capítulos. Los tres primeros son cuentos, a la manera en que Castillo practicaba el género: apuntando a la mandíbula con precisión de relojería. Con esas tres sacudidas entramos vibrantemente en materia. Entonces aparece El Hombre de los Ojos de Plata, y el libro pega una voltereta en el aire, suelta amarras y nos lleva a otra dimensión. Cincuenta páginas más tarde viene el delirium tremens tan temido como esperado por Espósito (“Sufrió un espasmo fuertísimo: como si algo intentara arrancarlo de la cama, como si la cama misma corcoveara para sacárselo de encima, y tuvo durante un segundo la nítida impresión de una carcajadita en el centro exacto de su nuca, no hay modo más humano para explicarlo”) y otras cincuenta páginas más allá llega la ida al manicomio, el encuentro extraordinario que tendrá con el viejo poeta, el hombre en pedazos, ese casi mitológico demente que en vida respondía al nombre de Jacobo Fijman.
Los griegos llamaban dipsómanos a los alcohólicos. Dipsómano en griego significa literalmente “el que tiene sed”. Es toda una declaración de principios elegir esas palabras como título para un libro, y yo creo que este libro es el mejor retrato del alcoholismo que ha dado la literatura argentina. Pero además es otras cosas. “No son mis palabras sino el tono, no es lo que estoy diciendo sino aquello que no llego a decir lo que estoy tratando de comunicar a mis compatriotas y a mi siglo”, le hace decir Castillo a Espósito en cierto momento del libro y uno siente que lo que persigue Espósito es lo mismo que perseguían el cónsul Firmin en Bajo el volcán, Samuel Tesler en Adán Buenosayres y Dylan Thomas la famosa noche de los dieciocho whiskys seguidos. Todos los grandes dipsómanos de la literatura levantan la oreja y prestan atención cuando un nuevo aspirante se aventura en su terreno. Todos están aquí presentes.
Porque esa es otra cosa que tiene este libro: su virtuosismo estilístico. Es un artefacto tan asombrosamente vivo, tan personal, tan diferente a todo lo que se escribía en ese momento en la literatura argentina, que se convirtió en objeto de culto para las sucesivas camadas jóvenes que vinieron desde entonces. Basta ver esas formidables codas de cuarenta o cincuenta renglones que hace Castillo al final de cada capítulo: a veces mini ensayos, a veces mini obras teatrales o cuestionarios, en los cuales “Ellos o el Panteón”, es decir los grandes dipsómanos de la literatura, sin tristeza y sin piedad, con la fría indiferencia de los astros, juzgan o empujan o sostienen a Esteban Espósito. Y si eso no es suficiente, imaginen a cualquier escritor joven leyendo esas líneas en que Castillo nos muestra a Espósito tirado en una cama y dice: “En esa cama había leído los libros más hermosos del mundo y había soñado despierto los libros que escribiría para que un muchacho de otro siglo supiera que había tenido un hermano en el tiempo”. Yo todavía recuerdo cuando leí esa frase por primera vez, la sensación de hermandad literaria, de toda la literatura que me gustaba contenida ahí, en concentración perfecta: Arlt y Borges y Marechal y Cortázar, la locura de los rusos y la infecciosa contundencia de los yanquis, Sartre y Camus y los italianos de posguerra, los poetas malditos y toda la literatura del alcohol y del azufre, los locos santos y los grandes pícaros. El secreto de la vida.
Dije que El que tiene sed se publicó en 1985. Seis años después, contra todo pronóstico, Castillo logró terminar Crónica de un iniciado, su novela fáustica. Algo se liberó evidentemente en estas páginas que le permitió encarar el titánico cruce de su Aqueronte, y llegar a la otra orilla y, una vez allá, dar lugar al estilo tardío, impecable, de El evangelio según Van Hutten y los últimos cuentos. Yo creo que el núcleo de El que tiene sed es precisamente esa liberación. Eso es lo que arde en su centro y por eso es un libro tan único y tan inolvidable: porque en su interior tiene lugar la reconciliación feroz y luminosa de un gran escritor con el acto de escribir.