Los siete cuentos que componen Los veranos pueden leerse también como una novela autobiográfica fragmentada, una serie de entradas a historias fechadas en la infancia y adolescencia, juventud y primera adultez, en la que una voz se sostiene a lo largo del volumen, un narrador que en alguna página apenas se camufla, acaso, como F. Importa menos si a Flavio Lo Presti, cordobés, nacido en 1977, las cosas que cuenta o siente le pasaron realmente o no que la apuesta por el uso de señales que conducen en ese sentido, referencias directas a familiares, amigos, compinches y novias de distintas épocas, cercanías propicias para acentuar las contradicciones, los tironeos internos que experimenta el protagonista, el repertorio de sentimientos de distintos grados de cocción que lo atraviesan y componen. “Yo pasaba horas viendo esas fotos, entre la pasión del historiador y la malicia del detective privado”, se lee en “Los patos”, el segundo de los relatos, la fabulosa historia de cómo fue que “el niño intelectualmente superdotado” que fue su padre, según las remembranzas familiares, se había convertido en el adulto que él conoce, un tipo maniático que pasaba el tiempo vegetando mientras a su alrededor todo se caía a pedazos.
Y abundan las roturas en estos cuentos, a veces en primer plano y otras como trasfondo, como en “Una experiencia religiosa”, dos chicos que se arriman todas las noches a un restaurante atraídos por la chica que atiende, entre otros, a un viejo que se toma en la vereda dos o tres botellas de vino: el final de una cena coincide con una tormenta y entonces los pibes, para ganarse la admiración de ella, acompañan al mamado hasta su casa y se instala la intriga de hasta dónde llegarán, si es que algo planearon. En “Ratonera” el protagonista tiene diecinueve, es estudiante de letras, anda sin un mango y golpeado porque acaba de separarse de una mujer mucho más grande que él: por las noches carga el insomnio con la sensación de que su muerte es inminente; recluido de prestado en un departamento roñoso y sin iluminación, con una dieta equilibrada entre mate y galletas de agua, se asoma al fachereo de un estudiante de medicina que vive en el mismo edificio y también a un boludeo siniestro del que mejor no adelantar. Sí apuntar que aparecen pinceladas de lo siniestro en puntos medulares de estos relatos, los muchachos con el viejo en el caserón, un sapo reventado en un picaporte como señal torpe de resentimiento en “Los veranos”, o la llegada a una finca en la que sus habitantes tienen una palidez enfermiza, alguna deformidad que no termina de explicarse, configurarse.
Esto último está en el núcleo de “La ballena blanca”, el cuento que abre el libro: “Hay en mi vida una especie de agujero negro, algo que siempre quise contar y que sucedió en enero de 1996, cuando contra todo pronóstico me fui de vacaciones con Andrés Daguerre”. Durante mucho tiempo el narrador contaba la historia en asados y reuniones y la cosa tenía efecto, pero no había forma de llevarla al papel. El relato contiene su modo de expiación y leerlo implica de hecho que Lo Presti está en plena caza de su ballena. Expiación ronda demasiado la culpa cristiana: por ahí mejor reparación, reformulación, recomposición. Es lo que persigue también el narrador de “Los veranos”, el cuento que da título y cierra el libro: hay una brasileña de la que se enamoró de chico (él y todo el barrio), unas distancias del destino y la chance de un reencuentro. En ambos relatos F. ya está más asentado, con la misma pareja, con un trabajo más estable: no tan a la intemperie. Porque el desamparo y la precariedad son sustancias que configuran el libro. Y también la búsqueda y desencantos del amor. Pero además el humor, lo que avergüenza, lo que se envidia, lo que apasiona, lo que da miedo. Bueno, estos son temas, ingredientes; el asunto es cómo trabajarlos, escribirlos, y entonces uno piensa en unos cuantos buenos adjetivos pero mejor no los anota y deja para el final un tramo de Los veranos: “Es curioso pero recuerdo esos años de una forma brumosa, como si apenas hubieran existido, o como si hubiera estado perdido en esos planos espectrales de las películas de terror, esas dimensiones intermedias llenas de niebla en la que nada es reconocible”.