Leto significa “verano” en idioma ruso. “Konchitsya leto” (“El verano está terminando”) es el nombre de una canción del cuarteto de rock Kinó; el primer tema del lado A del Álbum negro, lanzado en 1990, poco antes de la muerte en un accidente automovilístico de su líder, Viktor Tsoi, y de la estrepitosa caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. “Leto” es también el nombre de un tema de 1982 dedicado especialmente a Tsoi y compuesto por otra banda, Zoopark. Leto es, finalmente, el título del último largometraje del realizador Kirill Serebrennikov, una biopic musical que recrea la relación entre Tsoi y su mentor creativo, Mike Naumenko, el guitarrista, cantante y autor de casi todas las composiciones de Zoopark. Otra víctima de una muerte temprana, coincidente con el deceso de la glásnost y la perestroika y el surgimiento de la Federación de Rusia. Tanto Naumenko como Tsoi nacieron y murieron en Leningrado y, por lo tanto, nunca llegaron a descubrir su ciudad natal con el rebautizado nombre de San Petersburgo. Ambos disfrutaron, sin embargo, de un verano de amor rockero a comienzos de los años 80, cuando un incipiente movimiento de apertura permitió que esa “música del enemigo occidental” se abriera paso entre la juventud soviética. Siempre y cuando –condición sine qua non– las letras impulsaran positivamente el progreso de la sociedad en su conjunto y el de cada uno de sus miembros. De esas cuestiones y de varias más se ocupa Leto, película que debutó en la Competencia Oficial del Festival de Cannes hace exactamente un año y este jueves llega a la cartelera argentina, un viaje a un pasado en parte idílico y en parte doloroso, una revisión romántica de un tiempo que fue hermoso y también temible. Serebrennikov no pudo acompañar el estreno del film en Cannes: a mediados de 2017 fue acusado por la justicia rusa de malversar cerca de un millón de dólares de fondos públicos y, luego de pasar unos meses en prisión, permaneció hasta hace apenas un par de semanas bajo arresto domiciliario, incomunicado del resto del mundo, a excepción de sus familiares más cercanos. Esa es la razón por la cual no ha podido dar entrevistas a la prensa y también la causa de que las últimas escenas de la película fueran rodadas a distancia, con el equipo de producción siguiendo las instrucciones del realizador al pie de la letra. Su arresto se produjo en el set, durante un descanso del rodaje, ante la presencia del reparto y el equipo técnico; el montaje fue realizado por él mismo en la soledad del encierro.
Se dice en Rusia que las acusaciones contra Serebrennikov no son otra cosa que un fraude y que la verdadera razón del escarnio legal es de origen político. El periódico disidente Meduza, sostenido por periodistas rusos pero publicado en Letonia, lejos de la influencia directa de Putin, publicó hace más de un año un editorial en el cual se afirma que “el caso de Serebrennikov y sus colegas posee la fuerte apariencia de ser manufacturado, transformándose en uno de los miles de casos fabricados contra otros ciudadanos de Rusia condenados por fraude”. En esas mismas líneas, se recuerda al director de teatro Vsevolod Meyerhold, arrestado en 1939, acusado de realizar actividades contrarrevolucionarias, torturado, ejecutado y rehabilitado quince años más tarde, cuando las autoridades admitieron de manera pública que el artista no había cometido crimen alguno. “Es el mismo instrumento universal y efectivo de castigar a ciertas personas”, continúa el texto. “La única diferencia es que ahora nadie es ejecutado. Kirill Serebrennikov debería estar haciendo películas y montando obras y no estar encerrado en una prisión”. Finalmente liberado de esa reclusión pero aún investigado por la justicia, el cineasta y director del grupo teatral moscovita Seventh Studio vio desde su cárcel hogareña como Leto se convertía en un éxito comercial de cierta envergadura, luego del estreno en su país de origen el pasado mes de junio. Más de un espectador local, desde luego, habrá advertido las posibilidades de la metáfora, uniendo represiones personales y artísticas presentes con otras pretéritas. Al fin y al cabo, ese pasado no es otro que el del propio Serebrennikov, un adolescente en aquellos tiempos en los cuales las ediciones piratas de un disco de Blondie debían ser compradas en el mercado negro, un vinilo original de Bowie era atesorado como la copia única de una obra de arte y los recitales de las bandas de rock autorizadas por el estado eran rigurosamente vigiladas por el Partido Comunista, la KGB y el Komsomol, chaperones y celadores atentos a cualquier atisbo de excesos musicales y hormonales o desviaciones ideológicas.
Hubo un tiempo que fue hermoso
Leto comienza como corresponde: en el Rock Club de Leningrado, un teatro algo desvencijado donde los rockeros “oficiales” desplegaban sus recitales ante una audiencia joven, convenientemente ubicada en sus asientos, sin moverse demasiado ni vitorear en exceso. En aquel lugar, en la vida real, estrenaban sus nuevas composiciones bandas de rock tradicional, pero también punkies y afectos al new wave como Zoopark, Kinó, Aquarium, Grazhdanskaya Oborona o Televizor, cuyos hits undergrond “Byiyti iz-pod Kontrolya” (Escapate del control) y “Tvoy Papa Fashist” (Tu papá es un fascista), ambas de 1985, lograron que fueran expulsados permanentemente del lugar, marcando irónicamente el comienzo del fin de la censura. En la ficción de Leto, dos chicas trepan una escalera y se meten en el teatro sin pagar entrada, por la ventana del baño de hombres. Un extenso plano secuencia las sigue de cerca desde ese ingreso ilegal hasta que logran sentarse en el único par de asientos disponibles. La fotografía en contrastado blanco y negro y pantalla ancha puede o no remitir linealmente a determinada época, pero sin dudas se siente parte de toda una tradición en el cine soviético: minutos después, un paseo por un bosque de espigados abedules, con la cámara ocultando y descubriendo a los caminantes, pedirá carné de pertenencia a las tradiciones fotográficas de un Tarkovsky o un Kalatozov. “Gracias a Dios, la gente como vos no tendrá hijos. Sos una basura”, canta sobre el escenario Mike Naumenko, anteojos negros, pelo largo apoyado sobre los hombros, polera negra y saco blanco, cien por ciento pose rocker. De allí al descanso, en una playa junto al mar. Mike (el músico Roma Zver, en su debut como actor) se encuentra rodeado por sus músicos y fans, algunas groupies y su novia Natalia. Guitarreada, fogón, vodka, típicas papirosas echando humo al cielo, aires de libertad y, sí, idealización: Leto tiene su costado Tango feroz y se hace cargo de ello. A la reunión, con sus crenchas al viento y actitud algo tímida, llega Viktor Tsoi (el coreano-alemán Teo Yoo, convenientemente doblado al ruso), un joven cantautor todavía desconocido y dueño de una gran admiración artística por Mike. Sentimiento de veneración que, sin embargo, nunca demostrará de manera efusiva. Los rasgos inconfundiblemente asiáticos (y exóticos para un leningradense) de Viktor remiten a su padre, de origen coreano pero nacido en la actual Kazajistán, otrora república soviética. Los mismos atributos que llaman de inmediato la atención de Natalia, anticipo de un triángulo que no desatará tormentas eróticas ni pasiones inconfesadas, pero sí un sentimiento de pertenencia mutua que no por ello excluye al otro.
“Viktor Tsoi es una leyenda, una figura de culto, y en Rusia suele asociarse su figura con algo mucho más grande que la música”, afirmó el productor del film Ilya Stewart en la atiborrada conferencia de prensa en Cannes, luego de la primera proyección pública de Leto. “Es un símbolo del rock ruso de los años 90, de los cambios que se produjeron en la sociedad. No me animaría a afirmar que su estatus es el de una figura religiosa, pero es enorme. A diferencia de Mike Naumenko, que nunca llegó a tener semejante reconocimiento y pertenece a una subcultura del rock de Leningrado en los 80. Allí sí fue una figura muy influyente”. En pantalla, la impronta de Mike es enorme: influenciado esencialmente por Bob Dylan y Lou Reed, pero abierto al glam y a las novedades del punk y la “nueva ola”, su colección de discos y cintas abiertas se transforma en un tesoro invaluable para el inquieto y poroso Viktor. Serebrennikov sostiene las formas del realismo durante casi todo el metraje, con algunas notables excepciones. La primera de ella tiene lugar a bordo de un tren. Los chicos canturrean algún éxito occidental, un pasajero receloso de esas influencias nocivas increpa a uno de ellos, la respuesta eleva la apuesta (“los Beatles son como nosotros, proletarios”) y otro caballero con insignia oficial se lo lleva a la rastra por el pasillo. La cuarta pared se rompe y “Psycho Killer” comienza a sonar en clave de cover, con un grupo de pasajeros cantando en la mejor tradición del musical clásico. A pesar de las nulas posibilidades de acceder al logo de MTV en suelo soviético, las imágenes se ven alteradas por dibujos y algunas frases del tema de esas “Cabezas que hablan”, musical extradiegético ubicado temporalmente en el comienzo de la era dorada del videoclip. Luego del último acorde, uno de los personajes secundarios mira a cámara, al espectador, y dice: “Lástima que nada de esto ocurrió”. Se refiere al breve interludio, pero la afirmación podría hacerse extensiva al resto de la película, a una narración biográfica parcialmente autoconsciente de su condición de ficción, de fábula relativamente amable, relativamente amarga, relativamente luminosa, relativamente melancólica. Más tarde le llegará el turno al himno iggypopero “The Passenger” –en un ómnibus en movimiento, lógicamente– y al “Perfect Day” de Lou Reed, disrupciones de sonido y, en algunos casos, de furia que señalan el acercamiento de Viktor y Natalia, enmarcado por la mirada aprobatoria pero lejana del gurú y el constante bullicio del kommunalka, el departamento comunitario.
Revolución de terciopelo
“La película no estuvo apoyada por el estado ruso, es un proyecto realizado con capitales privados de nuestro país en coproducción con Francia.” Las palabras son, nuevamente, del productor del film, lanzado en Rusia por la major Sony y, en la Argentina, por una pequeña distribuidora de cine arte, Zeta Films. Paradojas o no tanto de los mercados internacionales del cine. “Creo que, en general, nuestra opinión mientras hacíamos la película era que se trataba de un relato histórico acerca de un contexto muy particular. De ninguna manera hay un correlato directo con la situación actual. De todas formas, es mi opinión personal que todo lo que hace Kirill, tanto en el cine como en el teatro, tiene que ver con el mundo contemporáneo”. Al margen de especulaciones políticas en un territorio marcado a fuego por la presencia ubicua de Putin, es evidente que el realizador ha visto películas como Velvet Goldmine. También que Serebrennikov no es Todd Haynes. Pero más allá de las simplificaciones emocionales e históricas y los clichés del rock como acto de rebeldía, hay algo contagioso en los placeres y dolores de los protagonistas de Leto. Un aire de época sublimado e incluso algo artificial que, sin embargo, logra transmitirse como una verdad encapsulada, al menos en sus momentos de mayor inspiración. Tal vez no haya una escena más potente que aquella que registra el debut sobre los escenarios de Tsoi, algo inseguro pero atento a no cometer ningún error, decidido a entregarse a la audiencia. La tibieza que se percibe abajo, en las filas de asientos, decide a Mike a enchufar la viola, meterse de prepo al lado de su amigo e improvisar un riff que completa la canción, aportando redondez y estilo y sacudiendo a las chicas y chicos. Es sólo rock and roll, pero les gusta.