Santiago Loza era un chico muy poco aventurero. Vivía en la capital de la provincia de Córdoba, provenía de una familia conservadora, con cierta tradición en el barrio, y estudiaba en un colegio católico. Gran parte de su profusa imaginación mezclaba las imágenes desorbitadas y exageradas de la narrativa cristiana con las novelas que consumía casi a diario; una coctelera de autores que mezclaba a los personajes huérfanos y desconsolados de Charles Dickens con el griterío de la telenovela de la tarde. Y, por supuesto, en ese combo explosivo, estaba el cine.
El cine, como espacio, era un lugar sagrado para Loza. Todos los fines de semana la familia viajaba a las sierras bajas, a una casa que tenían en Salsipuedes. Nada del paisaje natural le resultaba cercano, y a diferencia de la mayoría de los chicos de su edad, esperaba con ansias la lluvia. Porque la lluvia significaba no salir, no rendirse al imperativo de tener que divertirse en un medio natural. Gracias a la lluvia, podía asistir al cine para ver una película detrás de otra bajo el amparo del techo, la oscuridad de la sala y la imagen proyectada. Loza no quería salir de Salsipuedes, o evadirse de la realidad en el cine (como un personaje de Manuel Puig); era la naturaleza de las imágenes lo que lo atraían; las fábulas que, como en una misa, lo catapultaban a un estado de éxtasis.
En esas tarde de sierras y de lluvia, consumió todo el cine de los ochenta. Cuenta conmigo, Los Goonies, Gremlins. Y la película más taquillera de Steven Spielberg: E.T.. “No sé si me identificaba con el niño protagonista o al ver a la criatura me reconocía un poco alienígena y perdido” escribió Loza sobre la que calificó como su película favorita. “E.T. es el amigo especial, el raro, el diferente, quien no puede vivir en el mundo. E.T. convierte la vida común en una experiencia diferente. El especial que precipita lo extraordinario”.
Sentado en una esquina del bar Las Violetas, un domingo por la tarde, cuando las mesas se llenan de amigas y las charlas comienzan a subir los decibeles, Loza sonríe cuando se le recuerdan sus palabras. Pero sí, dice, es fan de la película hasta el día de hoy, por supuesto. Tanto que su nueva película Breve historia de un planeta verde, la onceava dentro de su extensa filmografía como director (sin contar su paso por la televisión o como director en teatro), se inicia con un primer plano de una chica trans que duerme con los ojos cubiertos por una mascarita, y que son los ojos abiertos de E. T. “Tuvieron que sacarme del cine en camilla de todo lo que lloré en su momento” dice Loza. “De chico, quizás por inexperiencia o por miedo, yo estaba muy tomado por lo místico y por la religión, algo que después perdí pero recuperé con la experiencia de ir al cine”.
En el cine pasaban estas cosas: un alienígena se hacía amigo de un chico, un grupo de chicos viajaba en bicicleta, un hombre se subía a un auto y se metía en un túnel del tiempo que lo hacía conocer a su padre y enamorar a su madre. ¿Había algo más fantástico que eso y que al mismo tiempo pudiera compararse con las parábolas de San Mateo, con Lázaro reviviendo en una cueva o con la historia de un hombre que toca piedras y vuelve panes? Parecía existir una línea directa entre esas historias que el chico de la capital cordobesa veía en el cine de Salsipuedes con la educación católica que recibía a diario. El cine era un lugar en donde un chico que se sentía un poco marciano podía encontrar refugio, o mejor, un modo de reencontrarse con planeta perdido y desconocido.
La sensación de incomodidad, de desplazamiento, o –como el mismo Loza lo llama– de “corrimiento”, nunca lo abandonó. Ni siquiera cuando terminó el secundario a los 17 años, y se anotó no en una, sino en dos carreras, Letras y Cine. Tampoco cuando, como él dice, la cabeza “le estalló” al empaparse de la Universidad Pública en pleno retorno a la democracia. Era el más jovencito de un grupo de chicos mayores que se escapaban de sus casas católicas y conservadoras para ver cine en el Cine Club de Córdoba. Frecuentó tanto la sala que terminó trabajando como proyectorista.
Así, Loza completó su educación sentimental. Rainer Werner Fassbinder, Alexander Kluge, una semana entera con Tarkovsky, todo Pier Paolo Pasolini, Federico Fellini; el cine duro europeo entraba por la retina de Loza para imprimirse en su cabeza y alimentar la pequeña semilla de quien anhela hacer lo mismo algún día. Pero no había formas de filmar, ni recursos en la Córdoba de la hiperinflación (“la primera VHS llegó a Córdoba en los 90”, dice Loza). El grupo de amigos gastaba las horas y los días mirando películas, programando ciclos y hablando sobre las películas que veían en las pequeñas tertulias. Cultivaba lo que para Loza representa uno de los aspectos vitales más importantes de su vida, aquello que lo salvó del declive emocional en varias oportunidades, y que forma el núcleo central de su último largometraje: la amistad.
Hasta que, en los inicios de los años noventa, tomó una serie de decisiones. Dejó las dos carreras, porque no toleraba dar finales por culpa de una severa timidez que lo persigue hasta el día de hoy, y se puso a filmar. Alguien había conseguido una camarita, alguien tenía un contacto en unos neuropsiquiátricos, y así fue que comenzó a grabar pequeñas entrevistas con internos, algunos cortos con amigos, cosas chicas. Pero Loza quería escribir. No sabía qué, solamente escribir. Mueve el vaso con agua, mira hacia un costado, hacia la ventana: “Yo sentía que no escribía bien”, dice. “Que mi escritura estaba fallada. Y pensaba que el cine me permitía camuflar, o completar, o sanar, esa escritura que para mi estaba dañada. Me ha costado definirme como escritor, todavía me cuesta asumirlo. Puedo entender mi escritura y rescatar su valor, pero me cuesta asumir identidades fijas”.
En aquellos años no sabía hacia donde lo llevaría la escritura. Entonces, se envalentonó. Tomó un micro a Buenos Aires con un par de contactos en el bolsillo con la idea averiada de convertirse en guionista, contactos que por supuesto no funcionaron. Terminó en la escuela de cine de Instituto Nacional, el CERC, hoy conocida como ENERC. Loza hizo, dice, los peores años de la escuela; el edificio era malo, había problemas institucionales, tenía profesores con una concepción vieja sobre el cine. Ganó un Historias breves, lo filmó, todo parecía ir bien, hasta que de pronto comenzó a tener visiones, a sentirse mal, a estar aturdido, a sentirse desplazado, corrido; enmudecido. Estaba teniendo una crisis.
La voz puerca
Axel, el protagonista de Extraño, interpretado por Julio Chávez, primera película de Santiago Loza, estrenada en el año 2003, habla poco. No se sabe bien lo que le pasa, o lo que le pasó. Es un médico neurocirujano que no ejerce aunque es joven. Fuma mucho, vive de pronto con su hermana y sus sobrinos, conoce a una mujer embarazada. No lo dice ni lo manifiesta; pero está mal. Loza establece una relación entre el personaje principal de su primera película y su primer colapso nervioso que lo llevó de regreso a Córdoba. “Sentí una depresión muy fuerte. No podía articular la palabra. Hablaba, pero maquinalmente. No tenía nada para decir. Como si esa situación de brote hubiera arrancado todo, y al volver, no quedara nada”.
En un trabajo de oficina en la capital de Córdoba, Loza volvió a escribir, de a poco, como si recuperara la escritura haciendo palotes, lo que sería Extraño. No sabía si lo filmaría alguna vez, pero fue, dice, la ayuda de sus amigos Ana Poliak y Julio Iammarino que lo hicieron volver a Buenos Aires para que intentara nuevamente hacer un largo. Y empezó. Comenzó a filmarlo con la caída de las Torres Gemelas y a editarlo con el juego de las sillas presidenciales librado dentro del Senado durante diciembre del 2001. La película se terminó y viajó, le fue bien en Holanda y Alemania, se encuadró dentro de aquello que se conoció como Nuevo Cine Argentino. Así comenzó su carrera como director, a la que le siguieron Cuatro mujeres descalzas, el documental sobre Néstor Perlhonger, Rosa patria, y Ártico, una película filmada en cinco días con Pablo Seijo, en donde conoció a los fotógrafos y directores Iván Fund y Eduardo Crespo. Con ellos formó varias duplas creativas en películas como Los labios, El asombro y La paz, con una fuerte pata en lo documental.
Sin embargo, en el año 2005, Loza tuvo una segunda crisis; esta vez creativa. El cine le había dado demasiados problemas. Había algo en relación a la palabra, a la escritura, que no terminaba de canalizar; sentía que el enmudecimiento se agudizaba con los años. No tenía nada para decir. Se anotó con 35 años de edad en la Escuela de Arte Dramático para estudiar Dramaturgia. Tuvo como docentes a Mauricio Kartún y a Alejandro Tantanian, entre otros. Ellos detectaron rápidamente en él que había una práctica cotidiana con la escritura; una pulsión. “Fue como si me hubieran habilitado para escribir o a decir que escribía. Como si me hubieran autorizado a que me mandara, a que me atreviese a un tipo de escritura distinta, a una relación más descarada con el trabajo de la palabra que el cine no siempre te permite, o te obliga a camuflarlo”.
Loza lo contó varias veces. Escribió un monólogo que le pasó a una actriz amiga de Córdoba, Eva Bianco, y al escucharla recuperó algo que había perdido; la palabra en relación al cuerpo. También descubrió el género que lo convertiría en uno de los dramaturgos más solicitados: “El monólogo te obliga a entender que le pasa por dentro a un personaje, a meterte en su conciencia. Para escribir teatro, tenés que dar con la voz. Hasta dar con esa voz hay mucho trabajo previo de invocarla. Después, cuando diste con ella, el texto sucede.” Si en sus películas se reflejaba algo del mundo de la masculinidad ligeramente torcido, desplazado, mordido; en el teatro apareció una voz femenina potente, descarnada. Un eco torrencial, que mezclaba las voces de sus hermanas, sus amigas, su madre, y se transformaban en obras como La mujer puerca, dirigida por Lisandro Rodríguez con Valeria Lois, y Nada del amor me produce envidia, por Diego Lerman, obra que estuvo en cartel durante diez años.
Fue como si se prendiera una radio en su cabeza que le habló durante cuarenta obras, dirigidas por los más prestigiosos puestitas de la escena local. En aquel momento, se unió al Espacio Elefante de Lisandro Rodríguez (hoy llamado Los Vidrios), y pasó, dice, “algo extraño”. Las obras despertaron una relación muy fuerte con un público determinado. Quizás tuviera que ver con lo que le pasa al propio Loza cuando escribe; él sabe que lo que trasmiten los actores es genuino porque a él le pasó cuando lo estaba escribiendo. Y eso se transfiere al público. “Fue raro. Porque el cine que yo hacía funcionaba en festivales pero acá no había un público, y si lo había, era muy especializado, muy de nicho. En cambio, las obras dialogaban con algo que para mi era muy desconcertante. Había aceptación. Y para alguien que siempre se sintió un marciano total, fue un shock; que yo haya podido entrar en diálogo con gente, que quizás en lo social no hubiera podido ni siquiera llegar a conversar, fue casi un milagro.”
Te convertiste en un maestro para una camada de directores muy jóvenes que hoy siguen montando obras o dirigiendo películas.
–No, maestro no. He sido consejero de ellos, en sus novias, novios, proyectos, relaciones, hasta que los aburrí. Ellos han sido muy generosos, y me han dado como un marco social que solo no hubiera tenido, porque hablo mal inglés o mi comportamiento no es muy canchero. Mi falta de cancherismo ha dado un poco vergüenza, supongo. Así que fui más una tía que un maestro. Una tía buda.
Teléfono, mi casa
Hace cuatro o cinco años, no recuerda bien, Santiago Loza dio junto a la escritora Selva Almada un taller en el pabellón trans de la cárcel de Ezeiza. Las historias que contaban las chicas; de la calle, de la noche, de sus deseos y su vida, lo conmovió enormemente. “La idea de mutar, dice, de animarse a ser otre, otra, otro”. En cierto modo lo trans tenía que ver con algo de su propio cine; el tránsito de los personajes que suele movilizarse de un lado a otro para entender lo que les pasa. De esa experiencia, le apareció en la cabeza la imagen de grupo de amigos. Imagen que de a poco fue tomando forma en Romina Escobar, la actriz que encarna a Tania. En las ganas que tenía Loza de trabajar con Paula Grinszpan, en Luis Soda, un actor más ligado a la danza. Los tres formaban el perfecto grupo de freaks y desplazados que necesitaba para ponerlos en movimiento en una aventura.
Pero para llegar a esta película, además de una serie de vericuetos de fondos y de subsidios nacionales e internacionales, que cada vez ahogan más la posibilidad de tener un cine nacional, Loza tuvo que atravesar algunas pruebas, profesionales y existenciales. Breve historia del planeta verde es en cierto modo la suma feliz de una serie de resultados. Por un lado, la apertura a una escritura teatral hizo que su cine virara hacia otros aspectos, según él, menos pesados, menos densos; así como en el teatro se permitió filtrar un humor muy particular, ese gesto se fue moviendo hacia su trabajo con el cine. Una libertad que antes no tenía y que confluyó en dos desafíos: la aceptación por encargo de hacer una serie en la televisión pública llamada Doce casas, y una película alejada de sus intereses y relacionada con una danza telúrica. La serie implicó un trabajo maratónico de sacar un capítulo por semana, trabajar con actrices de renombre junto a figuras del off, y el vértigo de estar en el aire. La película, por otro lado, Loza no la llama “encargo”, fue, más bien, una “propuesta amorosa” por parte del productor Diego Dubcosky. Con Malambo, Loza volvió al mundo de la masculinidad en un ambiente cargado de testosterona pero con un protagonista ligeramente roto y desplazado.
“Yo no hubiera sabido que Breve historia del planeta verde era una fábula si antes no lo hubiera hecho con Malambo” dice Loza. Esa transición le permitió llegar a esta película, la más libre y personal de su filmografía. Un llamado opaco a la aventura, pero no a la aventura del riesgo y de la competencia, sino de los afectos y del reencuentro sensible. “El cine de aventura está más ligado a lo masculino y yo me pregunté: ¿qué pasaría si lo gay, lo trans, lo femenino, ocupara ese lugar? Durante el rodaje de la película apareció mucho esta idea. Breve historia... es una road movie, pero hecha a pata”.
En el centro de esta historia, llevada adelante por dos hermanos y una chica trans que vuelven a su pueblo de la infancia, hay un elemento sacado del cine de los ochenta; un pequeño marciano moribundo, que necesita de una cubetera con hielo y de la ayuda de estos tres freaks que deambulan por la estepa helada patagónica. “Estaba leyendo a Camila Sosa Villada. En El viaje inútil ella habla de la transecritura. Breve historia... es también una película trans porque muta de género, de la comedia, a la danza, a la ciencia ficción de tercer mundo. Es una película más libre, muy desfachatada. Con un humor muy mío, más personal. Y al mismo tiempo, la veo más luminosa. Porque frente a lo espantoso que está sucediendo en nuestro país y en el mundo, hay una necesidad imperiosa de que haya cierta luminosidad. De volver a un origen, de acordarte por qué hacías lo que hacías, qué te enamoraba de la actividad, volver al primer encanto.”
La película se estrenó en el Festival de Berlín, en donde obtuvo el premio Teddy del público y de la crítica, y en la competencia argentina del último Bafici ganó el premio de la crítica y una mención especial del Jurado. Más allá de los premios que, no lo niega, siempre vienen bien, fue recibida con mucho cariño por el público de la comunidad trans alemana. Loza sintió que el recorrido, el viaje iniciado en los días de lluvia, en las sierras bajas de Salsipuedes, cobraba un sentido, al mismo tiempo que iniciaba una nueva etapa en su trabajo. Con esta película, hay cosas, dice, que quiere hacer y cosas que no.
Por ejemplo, recientemente en el Teatro San Martín, se pudo ver su adaptación de Cae la noche tropical, de Manuel Puig. Y hace dos años, publicó su primera novela, la notable El hombre que duerme a mi lado, en Tusquets. En agosto de este año saldrá por la misma editorial su segunda novela, La primera casa, que según él, es una versión queer y enana de El juguete rabioso de Roberto Arlt. Como en Breve historia... en esta nueva novela, dice, se retoman varios aspectos de su infancia, de su educación sentimental, y de sus obsesiones que van mutando, pero siempre están ahí, latentes. “Hubo cosas que me marcaron mucho. Para mi, fue crucial tener una infancia en la dictadura; esa relación entre el silencio y la palabra. El haber sido tan marciano de chico, también. Todas esas voces que invoco siguen estando en lo que escribo, en lo que filmo. La exageración que tiene lo religioso me sigue cautivando. Y ahora, me doy cuenta, puedo escribir como si yo hubiera sido otro. Todo lo que viví aparece de un modo travesti; yo soy travesti. Todos los personajes que inventé ya estaban ahí, esperando. Y si bien, no escribo sobre nada que sea ajeno a mi, no tengo ningún grado de objetividad, en nada. Todo, ahora, después de años de terapia, me vuelve con menos enojo; porque cuando no hay enojo, empieza a haber relato”.