En un momento bisagra y de profunda crisis existencial, Gabo Ferro se hartó de la escena musical, abandonó su banda de hardcore (Porco) y se metió a estudiar el profesorado de Historia. En las aulas hablaba poco y nada, le decían “el mudo”. Pero siete años después y con el empuje de amigos (Ariel Minimal, Vicente Luy), volvió a encontrar su voz y publicó, sin demasiadas expectativas, su primer disco solista, Canciones que un hombre no debería cantar (2005). A partir de ahí, arrancó un camino artístico incesante, vertiginoso y fructífero, que incluye ocho discos en solitario, cuatro en dupla, libros de poesía y ensayo, óperas y más. El músico, poeta e historiador está celebrando quince años de su regreso a los escenarios, editó un cancionero con toda su obra solista y acaba de ser distinguido por la Legislatura porteña como Personalidad Destacada de la Cultura. “Estas cosas no se hacen en soledad. Si todo esto se sostuvo y se desarrolló, fue porque hubo del otro lado personas que abrazaron esto. Cuando empecé, no tenía un programa sobre qué hacer, lo sigo descubriendo”, dice Ferro antes de presentarse este sábado a las 20.30 en ND/Teatro (Paraguay 918).

“Cada paso es un panorama diferente”, sigue. “Estoy atento, busco cosas que me aporten un nuevo color para meter. Y siempre con todo encima, todo lo vivido, todo lo hecho, todo lo amado. Por eso duele. Es una cosa gratísima y amorosa, pero también es dolorosa. Porque la presencia también está constituida por su ausencia; por la gente que no está, por lo que ya no tenés. Es inquietante cuando a uno lo gastan por su melancolía. ¿Qué buena vida habrás tenido hermano, vos, que podés saltear la melancolía y la tristeza?”, se pregunta, y dice que el único vehículo que lo “aviva y lo mueve” es el deseo. En la tríada clase, raza y género, Ferro encontró los materiales poderosos para problematizar su música y decir cosas “urgentes y políticas”. “Cada disco es una instantánea histórica”, sostiene. “Cuando yo decía que estas eran políticas a atenderse, me miraban como si fueran una especie de gestos militantes pero no políticos. En 2004 era increíble pensar en una política de género. Ahora digo que habría que buscar el modo de meter el amor en la agenda política y me miran con cara de sorpresa también”.

–¿Cómo sería eso de incluir el amor en la agenda política?

–El amor entendido como la violencia vital y como una de las fuerzas más poderosas. Hay cosas que la gente hace por amor que ni siquiera hace por odio. El amor moviliza y saca del cuerpo fuerzas inéditas. Cosas que uno no haría por uno muchas veces puede hacer por otro. Y hay algo atávico en entender el amar y ser amado. Hay algo que nos antecede como especie; el de buscar una caricia y acariciar; el de defender a alguien porque nos es diferente por algún tono frente a la manada. Con el correr de nuestra historia universal, el amor se fue cargando de cosas, como un canto rodado, una piedra sucia, y no como un rubí o un diamante. No sé cómo sería incluirlo a la agenda política, no soy político de carrera ni politólogo, pero yo sé que es algo desatendido. No tengo los rudimentos para traducir a la política partidaria... yo puedo hacer gestos políticos amorosos, pero no puedo meterme en lo que significa una agenda.

–Después de la ley de matrimonio igualitario, ya no hace falta que cante canciones sus primeros discos, como “El amigo de mi padre”...

–Después de 2011, dejé de hacerla porque me parecía que ya había cumplido su derrotero de manera exitosa. En el interior, cuando la cantaba en esos años había gente que se levantaba y se iba de los conciertos. Y ya eso no pasa. Y sobre todo cuando esos reclamos que tiene esa canción, o “Costurera carpintero” y “La cabeza de la novia”, se empezaron a satisfacer alrededor de 2010. Entonces, ya está, quedaban como un objeto bello y no como un objeto militante solamente.

–En su obra es muy importante el decir. Quizá tiene más peso que lo musical.

–Hace poco tiempo estoy asumiendo que la literatura es lo que me interesa de la canción. Por eso, cuando produzco un disco me la paso desagregando, sacando arreglos, coros, me quedo con una síntesis mínima, donde la punta sigue siendo lo que digo y cómo lo digo. Si no digo nada y si no lo digo como siento tiene que sonar, no tengo nada. Y eso me hace pensar en el peso de la literatura. Como lo entendían aquellos viejos juglares o trovadores, que iban y decían lo que había pasado en la batalla. Una especie de cronista del más allá. Mis discos son urgentes y son discos, nada más. Yo hago eso, celebro los discos súper arreglados y exquisitos. Pero mis intenciones son otras. La belleza canónica espanta lo que quiero decir. Entonces necesito detritus, mugre, silencios, ruido.

–En Loca (ver recuadro) está revisando la voz de cancionistas mujeres del tango y cómo fueron excluidas. En este sentido y como historiador, ¿qué le despierta el feminismo? ¿Se puede hablar de revolución feminista?

–Efectivamente, el feminismo es una revolución. ¿Por qué? ¿Qué es una revolución? Es algo que antes de eso que definís como revolucionario las cosas eran de un modo, después de eso son de otro, y por más que intentes volver al escenario anterior a ese evento no vas a poder, porque ya algo lo modificó para siempre. Los que venimos acompañando esto hace varios años sabemos que queremos estar cerca y darles todo lo que nos pidan. Por eso, cuando llegó la propuesta para tocar el año pasado frente al Congreso, en junio (se refiere al debate de la ley por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito), dije: “Voy con Luciana (Jury), ella en primer plano”. Porque es una lucha de ellas. No nos necesitan para nada. Pero quiero estar cerca, quiero ayudar, acompañar, estar ahí para abrazarlas, celebrar y llorar con ellas. Fue increíble. Hablan de “feminazis”, pero yo no veo esas cosas. Los pedidos son siempre amorosos. Y es hermoso sentirse en algún lugar excluido. Porque uno tiene el narciso muy presente; quiere estar en el centro. Es muy conmovedor verlas desde adentro, no es algo impostado. Claro que es una cosa violenta y agresiva, pero no mal, necesita ser así. Y el carácter en personas que en general son entendidas como sumisas culturalmente es leído por defecto como malo.