El bolichito convoca por igual a expatriados gastronómicos de Palermo Soho y a vecinos del barrio militar. Es, en ese sentido, un bodegón inclusivo, que añade a su ambiguo encanto el perfil bucólico de la plaza Miguel Abuelo y la efervescencia de estar a veinte metros de la estación de tren y de subte Ministro Carranza. Un puñado de mesas ocupadas en la vereda termina de modelar, para ese mediodía soleado, un cuadro de relativo confort. Hay una mujer de mediana edad leyendo un libro de Virginie Despentes, a la espera de un sandwich de jamón y queso; en la mesa de al lado, un tipo acaba de pedir un pollo grillé con ensalada; más allá, pero muy cerca, dos hombres con aspecto de milicos retirados (no es la ropa, no es el pelo, ni lo que dicen; es la mirada) apuran un tardío café con medialunas. Esa postal de armonía indiferente es alterada de pronto por la irrupción de una adolescente que carga un bebé en la espalda y recorre las mesas con un pedido puntual: “¿me da diez pesos por favor?”. El del pollo grillé le da 5 pesos, la mujer del sandwich dice “no tengo” y agrega un rictus piadoso que podría interpretarse como “no te puedo dar, pero me solidarizo muchísimo con tu situación...”; uno de los hombres que está tomando café mira a la adolescente y la desafía: “plata no te voy a dar, pero llevate una medialuna”. La chica también lo mira, espera unos segundos y le contesta: “no tengo hambre”. Después de que se va, el tipo que hasta entonces estaba callado felicita al de la generosa contraoferta: “estuviste muy bien; piden por pedir, si realmente necesitara se hubiera llevado la medialuna”.
Cinco minutos después aparece un pibe, de unos veintipico de años, con pinta de tumbero. Está un poco alterado. A diferencia de la adolescente, pide comida. Entra al boliche y al rato sale con un pan francés y se lo muestra al del pollo grillé al grito de “¡Eh, panchos, comen en la calle delante de todos y encima te lo muestran en la cara...!”, escoltado por un mozo que, al parecer, lo conoce de otras visitas incómodas y consigue sacárselo de encima. El pibe va hasta la esquina y vuelve. “¡Dame la milanesa, tengo hambre!”, es ahora su exigencia. No es milanesa, es pollo grillé, pero la mitad de la porción se amolda perfectamente al pedazo de pan que se había llevado antes. Ahora son dos los mozos que se lo llevan; esta vez va para el lado de la estación, pero al rato vuelve. Los ex milicos tienen suerte. Ya se comieron las medialunas y no tendrán necesidad de honrar su teoría del asistencialismo in extremis, que limita el derecho a pedir solo a aquellos que puedan acreditar fehacientemente su cuadro terminal de inanición. No se privan, sin embargo, de pintar el cuadro general: “esto ya parece la India”, dice uno de ellos, el que antes felicitaba. “No –lo desautoriza el otro, seguramente experto en las bondades del hinduismo–. En la India se cagan de hambre, pero al menos son más respetuosos”.
El guachín se acerca a la mesa de la mujer, que sin mediar palabra le entrega una feta de jamón como si le hubieran exigido la cartera a punta de pistola. Se percibe en su cara un espanto culposo. Ni siquiera mira cuando los dos mozos –ahora ayudados por el kiosquero de al lado– echan por última vez al pibe, que se va, festejando la batalla ganada: “¡Alto sánguche me llevo... gracias a todos, eh!”. Uno de los mozos pide disculpas a los comensales. Ofrece, incluso, un descuento “por las molestias ocasionadas”. La mujer recién parece volver a su eje cuando llega un perrito de la calle, que también pide comida. Un divino. Todos lo miran como diciendo “llegaste tarde, te ganaron de mano”. Pero la mujer, que también es todo amor, deja a un lado el libro de Despentes, acaricia al perro y lo consuela, ya que no le puede dar comida: “¡sos hermoso, te llevaría a mi casa...!”. El perro recibe con agrado el piropo pero, pragmático al fin, se desembaraza de los mimos inútiles y va a buscar el almuerzo a otro lado.