Como ocurre en todas las batallas que han tenido lugar en todos los tiempos, y sobre todo en las invasiones extranjeras a territorios que intentaban contenerlas, los vencedores hacen al menos tres cosas; la primera, escriben la historia; la segunda, se implantan; la tercera, provocan una dispersión de los derrotados, algunos mueren en la contienda, otros huyen y otros, finalmente, aceptan, se adaptan y negocian o se someten, hay para todos los gustos.
Lo básico y problemático es el tercer punto, la dispersión. Como ha ocurrido siempre en la historia, después de la verificación de que no se puede contar con demasiada gente para enfrentar la novedosa situación, viene un período más o menos largo, según los casos, durante el cual los derrotados analizan las razones de la derrota, poco a poco se reagrupan y, poco a poco, establecen los protocolos de la resistencia que asume una pluralidad de fisonomías.
¿De qué estoy hablando? ¿Acaso el país ha sido invadido en diciembre de 2015? ¿Es el resultado electoral comparable a una batalla? Cuesta responder positivamente a estas últimas preguntas si el punto de partida es de tipo formal; los seudo constitucionalistas, o las personas moderadas, dirían –dicen–, “no hay una fuerza enemiga que haya ocupado el territorio”, “este gobierno ha sido elegido democráticamente, nos guste o no nos guste”, más bien “nos gusta” sostienen los prudentes, “antes estaba invadido”, “antes no era democrático”. Si, en cambio, el punto de vista tiene en cuenta lo que ha hecho y está haciendo este gobierno, las respuestas no se hacen esperar: se trata de una invasión, se trata de una batalla perdida y, por lo tanto, no se puede, los derrotados, las víctimas, sino seguir los pasos que se siguen después de cada derrota.
Me refiero sólo a la dispersión y sus variables; dejo a los conocedores el análisis de las acciones que emprendió y parece dispuesto a seguir emprendiendo la brigada invasora. Igualmente, no voy a dejar de lado completamente lo que pasa en los actores de la contienda, o sea en cada partido político afectado por la derrota; si bien en algunos casos ofrecen el espectáculo penoso de los oportunistas que huyen y se pasan de bando, en otros especulando con lo que podrán aprovechar en un futuro imprevisible, en otros sumidos en el desconcierto, lo que me importa más en este momento es, sobre todo, los que no tienen mayores compromisos políticos personales y directos y son afectados directamente por los planes y decisiones gubernamentales, trabajadores despedidos, intelectuales y científicos, jubilados, pequeños industriales y comerciantes, informales, jóvenes, todo ese ejército de desconsolados algunos, deprimidos otros, enfurecidos los más, impotentes casi todos.
Se supone que unos y otros –los políticos y los gremialistas haciendo cálculos o evaluando estrategias– reaccionarán si no lo están haciendo ya, pero embargados todos, y paralizados, por la sensación de que las formas de reacción conocidas tienen más de retórica que de posibilidades de ir más allá de algún episódico, y por lo general limitado y ambiguo, freno al arrogante despotismo de las medidas que se están tomando.
La pregunta flota, ¿qué es lo que no sirve como arma de lucha y genera, como consecuencia de la dispersión, una parálisis imaginativa? Por un lado se diría que la arraigada, aunque vaya uno a saber hasta qué profundidad, convicción, de que no es posible apelar a la violencia; por el otro, el temor a perder lo que se ha logrado conservar, cosa que ilustra enceguecedoramente la vacilante respuesta de la mayor central obrera y que, seguramente, tiene su réplica en cada individuo: pareciera que la vieja e infinitas veces repetida reflexión de Bertolt Brecht –“ahora vienen por mí pero es demasiado tarde”– es dejada de lado por los excompañeros de los despedidos o por algunos de los excompañeros de Milagro Sala, como si “no fuera para tanto” lo que está ocurriendo ahora, vacaciones que no se suspenden, compras que no se posponen, “hay que apelar a la justicia”, placeres a los que se tiene derecho y así siguiendo.
¿Qué otra cosa, en consecuencia, se puede hacer, además de marchas, comunicados y arduas discusiones familiares? Lejos de mí la pretensión de señalar el camino: limitado por el único instrumento que poseo, el lenguaje, no puedo decirle a nadie esa cínica pero contundente frase, síntesis universal de la cobardía, “animémonos y vayan”. Y, como se trata de lenguaje, no se puede dejar de observar que una de las consecuencias, en mi opinión de tanta importancia como el desmantelamiento de estructuras fundamentales de la acción del Estado y sus secuelas –el compromiso con acreedores que serán implacables, el incontrolable encarecimiento de los bienes vitales, la voluntad jurídica, por llamarla de alguna manera, y política de borrar todo vestigio de una real posibilidad democrática–, es el intento de destrucción del pensamiento y su vehículo, el lenguaje.
Que tal fenómeno es visible se advierte en el equipo gobernante sin mayor análisis: vacío, chatura, encarnizamiento, mentiras rudimentarias, falta de conceptos y, sobre todo, se adivina que los locutores que se hacen cargo, desde el gobierno hasta los medios de comunicación, pocas veces o nunca padecieron los rigores del pensamiento y la expresión filosófica y menos aún la poética; creo que la espontánea anemia expresiva y conceptual, el balbuceo y el tedio que todo eso junto provoca, responden a esa orfandad. No ignoro que muchos simpatizan con ese maltrato al lenguaje, tampoco que sin saberlo los invade el hastío pero no importa ahora, es un mal sueño: no vale la pena detenerse demasiado en ello.
Me importa más el efecto que puede haber tenido en el lenguaje la invasión, o si es mucho decir esto, la irrupción del macrismo liso y llano o de la coalición que incluye a radicales y a otras peculiaridades, sobre los afectados, esa gran masa constituida por diversidades, cada uno de sus sectores con sus propios problemas. Por empezar diría que hay dos maneras de considerar los comportamientos verbales; una es la mirada estética, la otra es la discursiva.
La primera se refiere al empobrecimiento de la expresión que se ha derramado sobre quienes deberían haber tenido conciencia de lo que es la palabra y la expresión; se expresa en forma de airada adjetivación, de réplica que hace el juego a la pregunta torpe de los voceros oficiales, de renuncia a saberes que sugieren modos más ricos de considerar la realidad; frecuentan el dondismo, desdeñan el potencial y agotan el subjuntivo como si el lenguaje fuera un enemigo al que hay que derrotar porque sí. Hay excepciones, sin duda, voces que no sólo hincan en los hechos sino que los formulan, casi con desesperación, de ese otro deseable modo, en la prosa de un González o de un Verbitsky o de un Forn o de un Kornblihtt, se siente un fondo residual de poesía, filosofía y pensamiento, de ese modo que cambia la lectura y produce un efecto interno, íntimo, que puede producir una relación más profunda con la verdad denunciada y proclamada. Esas presencias, no son las únicas, renuevan mis esperanzas, no todo está ahogado en las marismas macristas.
La manera discursiva tiene que ver con la posibilidad de que una palabra genere una acción, cualidad o virtud del lenguaje que se atribuye a y reconoce en los políticos y en quienes sienten que tienen responsabilidades en el desarrollo de la vida social. Pero que no ejecutan. En parte porque la “palabra política” parece haber perdido energía, es como si la institucionalidad, o la esperanza de dirigirla, o sea de ocupar los lugares que otros ocupan borre cualquier perspectiva de generar acciones que tiendan a restablecer un equilibrio, el regreso de la justicia, el restablecimiento de una distribución, la defensa del interés común y del bienestar de la población, no a garantizar un mero reemplazo. Es claro que hay diferencias: esta afirmación no podría aplicarse a los partidos de izquierda para los cuales la acción que podría propiciar su discursividad parece difusa, va de la denuncia –a los sindicalistas burócratas, al macrismo, al kirchnerismo, a los monopolios nacionales e internacionales– a la absolución de posiciones, ética más que salidas al ruedo.
En el campo de la comunicación ocurre algo similar pero más difícil de determinar a causa de que pocos medios actúan como opositores; en los oficiales esa acción tiende, por el momento a callar, curiosa forma de acción, acerca de los desafueros y tropelías económicas, políticas y jurídicas del equipo gobernante: es posible prever un cambio cuando el gobierno, al que sostienen, no les de lo que piden, aunque la negativa no responda a una pérdida de la voluntad. En los opositores predomina un mecanismo defensivo y replicante que se traduce, cuando sale de ese circuito, en una sistemática, y siempre justificada, denuncia que, por el momento no parece hacer mella al cerrado cinismo con que el gobierno las enfrenta; hay estridentes ejemplos, Panama Papers, prisión de Milagro Sala, sobornos, despidos y un largo etcétera. No se vislumbra –yo no vislumbro– la dimensión proactiva que debería tener ese discurso. Habrá que esperar.